martes, 28 de diciembre de 2021

Curaste Mi Corazón: Capítulo 26

 –¿Y cómo…? –la señora Devlin se aclaró la garganta–. ¿Cómo está usted?


A Pedro casi se le cayó el teléfono de la sorpresa. Hasta entonces jamás le había preguntado cómo se encontraba.


–Pues… Pues estoy esforzándome por sacar adelante el libro –contestó vacilante.


–Ya. Adiós, Pedro.


–Eh… Adiós.


Pedro se quedó atónito mirando el teléfono. Normalmente la señora Devlin le colgaba sin despedirse. ¿Qué estaba ocurriendo allí? Dejó el teléfono en la mesa y se pasó una mano por el cabello. ¿Podría ser que Paula le hubiese dicho algo? Tal vez, como las dos eran mujeres, había surgido un entendimiento entre ellas y… De pronto recordó el comentario de Paula: «No es un dechado de simpatía, ¿Eh?» y maldijo para sus adentros. Volvió abajo, a la cocina, pero ella no estaba allí. Se puso a buscarla y finalmente la encontró fuera, arrodillada en el césped junto al porche, arrancando con un pequeño rastrillo hierbas de un arriate con rosales.


–¿Qué le dijiste a la señora Devlin?


–¿Que qué le dije? –repitió ella sin mirarlo–. Pues le dije que se metiese el mal genio por donde le cupiese.


–¡¿Que tú qué?! –Pedro se dejó caer en el primer escalón del porche y apoyó la cabeza en sus manos–. ¿Pero en qué estabas pensando, Paula? Esa pobre mujer lo ha pasado fatal con todo esto y…


–Se lo dije de buenas maneras.


Pedro levantó la cabeza.


–No se lo dije exactamente con esas palabras –matizó Paula–. Dió por sentado que era una de tus «Amiguitas», y como no me gustó nada esa insinuación, le puse los puntos sobre las íes. Y luego, cuando empezó a meterse contigo, diciendo que no te merecías el lujo de tener una empleada del hogar, yo… –se encogió de hombros.


–¿Tú qué?


–Pues le dije que estabas trabajando tanto que corrías el riesgo de caer enfermo, y que si eso pasaba se quedaría sin la gallina de los huevos de oro.


Pedro contrajo el rostro.


–Por favor, dime que no se lo dijiste con esas palabras.


–Bueno, creo que no –Paula interrumpió su tarea para mirarlo–. Ha estado enfocando las cosas de una manera equivocada, igual que tú.


A Pedro se le secó la boca. ¿Qué más le habría dicho a aquella pobre mujer?


–Le dije que tenía que escoger entre sus deseos de venganza y lo que es mejor para su hijo –añadió Paula.


Pedro apretó la mandíbula.


–Preferiría que hubieses mantenido la boca cerrada.


Paula se levantó y puso los brazos en jarras.


–¿Es que no te das cuenta de que te está utilizando como a un saco de boxeo? Y lo que es peor; tú estás dejando que lo haga.


Pedro se levantó como un resorte.


–Por mi culpa su hijo está hospitalizado; ¡Lo menos que puedo hacer es ayudarlo! –le espetó enfadado.


–¡No es culpa tuya! Y ahora me dirás que también eres culpable de que haya hambre en el mundo, ¿No?


–No seas ridícula.


–A ver, ¿Qué es lo que hiciste que fuera tan grave? Le gritaste a un ayudante. Y aunque no hubiera sido parte de la dinámica del programa, a todo el mundo le ha gritado su jefe alguna vez. También podríamos acusar a Adrián de ser un miedica sin carácter. Fue él el patoso que dejó caer una bandeja de marisco con hielo en un perol con aceite hirviendo.


Pedro no podía creer lo que estaba oyendo.


–Si tú vas bajando las escaleras y yo te grito en ese momento y tropiezas y te tuerces el tobillo, ¿También iba a ser culpa mía? –le espetó Paula–. Yo no lo veo así.


–Eso es distinto, ¡porque tú y yo estamos al mismo nivel! –replicó Pedro–. En el plató yo estaba por encima de ese chico y…


–Ah, sí, y esa es otra cosa que está empezando a hartarme: No haces más que referirte a Adrián como «Ese chico». Pero tiene diecinueve años; es un hombre A esa edad puede votar, y elegir en qué quiere trabajar. Y eligió trabajar contigo. Quería ser parte de tu equipo.


Pedro alzó la barbilla con obstinación e irguió los hombros. Nada de eso suponía diferencia alguna.


–Pero tú te niegas a tener en cuenta nada de eso, ¿Verdad? –continuó Paula–. Para tí es mucho más fácil seguir como hasta ahora.


Algo dentro de él estalló.


–¿Más fácil? –estaba temblando de ira–. ¡Dime en qué sentido nada de esto es fácil para mí! –le gritó–. Cada día, cada condenado día, tengo que luchar contra el impulso de hacer cosas como salir a dar un paseo en mi deportivo, como bajar a la playa y disfrutar de la sensación del agua salada en mi piel, o como ir a la cocina a probar una nueva receta que se me acaba de ocurrir. Y por si eso fuera poco, estoy encadenado el día entero a mi ordenador, escribiendo un libro que no me siento cualificado para escribir, y que es un verdadero tormento para mí. 

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