martes, 7 de diciembre de 2021

Curaste Mi Corazón: Capítulo 3

Al sincerarse con Federico él se había reído, se había frotado las manos y le había contestado: «Paula, tengo el trabajo perfecto para tí». Y ese era el motivo por el que estaba allí. Iba a trabajar para su hermano como empleada del hogar. Federico necesitaba que alguien se asegurara de que Pedro comiese tres veces al día y que no acabase devorado por la el polvo y la mugre. Y que ese alguien fuese alguien de confianza, que no fuese a vender exclusivas a la prensa, aprovechándose de que Mac se encontraba en horas bajas. Y en cuanto a ella… Bueno, aquel trabajo le daría el tiempo que necesitaba para decidir qué quería hacer con su vida. Se sacó la nota del bolsillo, la desdobló y sus ojos se posaron en la frase «No debería haber razón alguna para que suba usted al piso de arriba». ¡Ya lo creía que la había! Antes de que pudiese cambiar de idea se levantó, salió de la habitación, y se fue derecha hacia las escaleras. Había cinco puertas en el primer piso. Cuatro de ellas estaban abiertas. Se asomó a la primera, que resultó ser un cuarto de baño, y luego a las otras: Tres dormitorios. Las cortinas de los tres estaban echadas, así que no había más luz que la del pasillo, que ella había encendido para poder ver algo. Al llegar a la última puerta, que estaba cerrada, y a la que solo le faltaba un cartel que dijera «No molestar», llamó con los nudillos y se quedó esperando. No hubo respuesta. Volvió a llamar, esa vez con más fuerza.


–Pedro, ¿Estás ahí?


No iba a llamarlo «señor Alfonso». Cada martes por la noche los últimos cinco años se había sentado con Federico a ver con él el programa de cocina de Pedro en la televisión. Y durante los últimos ocho años Federico le había hablado de su hermano una infinidad de veces. Para ella siempre sería «Pedro». Al ver que seguía sin responder, se puso tensa. ¿Y si estaba enfermo o le había ocurrido algo?


–¡Márchese! –contestó de pronto una voz cavernosa al otro lado de la puerta.


Paula puso los ojos en blanco.


–No puedo irme; Federico me pidió que viniera.


–Y yo le he dejado una nota diciéndole que no subiera –le espetó Pedro enfadado–. ¿Es que es incapaz de seguir las instrucciones que le dan?


Sí que era gruñón…


–Pues me temo que no, y voy a entrar.


Cuando abrió la puerta, Pedro se apresuró a apagar la lamparilla del escritorio, la única luz que había en la habitación.


–¡Salga de aquí ahora mismo! Le he dicho que no quiero que me moleste nadie.


–No es correcto: Una nota anónima me informaba de que hay alguien que no quiere que lo molesten –sus ojos tardaron un poco en acostumbrarse a la penumbra–. Cualquiera podría haber dejado esa nota. De hecho, incluso podría haberte asesinado alguien mientras dormías y haberla escrito.


Él arrojó los brazos al aire.


–Pues como ve no estoy muerto. Y ahora haga el favor de salir de aquí.


–Creo que podemos tutearnos –le dijo ella, yendo derecha hacia las pesadas cortinas–. Y si por mí fuera me iría, pero… –las descorrió, y la luz del día inundó sin piedad la habitación.


–¿Qué diablos…? –exclamó él, poniéndose una mano delante de la cara y guiñando los ojos.


–Quería verte bien –respondió Paula, girándose hacia él.


Al ver a Pedro dió un respingo y se llevó una mano al pecho.


–¿Contenta? –le espetó él.


Paula tragó saliva y sacudió la cabeza.


–No –murmuró.


A su hermano se le partiría el corazón si lo viese. Y no por las quemaduras que el accidente le había dejado en la parte izquierda de la cara y el cuello, sino por el cabello despeinado y grasiento, por los ojos enrojecidos y las ojeras, por la palidez de su rostro… Tragó saliva y se irguió.


–Aquí huele fatal –dijo.


Había una mezcla de olor a cerrado, a calor y a sudor. Abrió las puertas de la terraza y la brisa del océano inundó la habitación. Paula inspiró profundamente y se volvió de nuevo hacia él, que estaba mirándola con el ceño fruncido.


–Le he prometido a Federico que hablaría contigo y vería cómo estabas. Le dije que lo llamaría después.


–¿Te ha mandado aquí para que me espíes?


–Me ha mandado aquí como un favor.


–¡No necesito que me haga ningún favor!


«No es a tí a quien le está haciendo el favor», le aclaró ella para sus adentros. Pero en vez de eso le dijo:


–No, sospecho que lo que en realidad necesitas es un psiquiatra.


Él se quedó mirándola boquiabierto, pero Paula se irguió y se cruzó de brazos.

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