–¿Es eso lo que quieres que le diga a Federico? ¿Que estás en un estado de profunda depresión, y posiblemente teniendo pensamientos suicidas?
Él apretó los labios.
–Ni estoy deprimido, ni tengo pensamientos suicidas.
–Ya –contestó ella con escepticismo–. Por eso te has pasado los últimos cuatro meses encerrado en esta casa a oscuras y negándote a ver a nadie. Sospecho que apenas duermes, y que no comes. ¿Y cuándo fue la última vez que te diste una ducha? –inquirió arrugando la nariz.
Él gruñó irritado y se frotó la cara con las manos.
–Ese no es el comportamiento que cabe esperar de un adulto –continuó ella–. Si estuvieses en mi lugar, ¿Cómo interpretarías esto? ¿Y a qué conclusión crees que llegaría Federico?
Pedro no dijo nada. Se quedó mirándola como si acabase de posar los ojos en ella, y eso le hizo darse cuenta de lo mal que estaba en realidad, aunque él lo negara. Por su estatura, la mayoría de la gente daba un respingo o parpadeaba de un modo muy cómico al verla por primera vez. Aunque ella no le veía la gracia por ninguna parte. Sí, era alta; ¿Y qué? Y no, no tenía una complexión frágil y delicada, pero eso no la convertía en una atracción de circo. El caso era que Pedro ni se había inmutado al verla, y parecía como si hasta ese instante ni siquiera hubiese reparado en lo alta que era.
–¡Maldita sea, Pedro! –se encontró gritándole sin poder contenerse–. ¿Cómo puedes ser tan egoísta? Federico está recuperándose de un infarto y van a hacerle un bypass; necesita paz y tranquilidad y… Y cuando le diga en qué estado te he encontrado… –no pudo acabar la frase.
Pedro continuaba callado, aunque la ira se había desvanecido de su rostro. Paula sacudió la cabeza, se dirigió hacia la puerta, y murmuró mientras salía:
–Al menos no he perdido el tiempo deshaciendo las maletas.
No fue hasta que la joven hubo salido de su dormitorio (¿Cómo le había dicho Federico que se llamaba? ¿Paula Chaves?) cuando Pedro se dió cuenta de cuáles eran sus intenciones. Iba a marcharse. Iba a marcharse y a decirle a su hermano que estaba hecho una piltrafa y que necesitaba un psiquiatra, o que lo internaran para que no se hiciera daño a sí mismo. Y los medios de comunicación se frotarían las manos si aquello llegase a sus oídos. Pero en una cosa tenía razón: Lo que menos le convenía a Federico era preocuparse por él; eso solo le generaría estrés, y con lo delicado que estaba… No, bastante culpable se sentía ya; no quería preocuparlo aún más.
–¡Espera! –llamó.
Corrió tras ella, golpeándose torpemente contra las paredes y la barandilla mientras bajaba las escaleras, como si su cuerpo se hubiese vuelto más pesado y no controlase sus movimientos. Para cuando llegó al rellano del piso de abajo le faltaba el aliento. Llegó al vestíbulo justo cuando Paula estaba bajando los escalones del porche, con una maleta en cada mano.
–¡Espera! –la llamó.
Pero ella no se detuvo. Era alta y regia, como una amazona, y se sintió casi culpable por encontrarse admirando la gracia y la elegancia de sus movimientos y su brillante cabello castaño. Salió al porche y bajó los escalones para ir tras ella. El sol le quemaba la cara, haciéndolo sentirse desprotegido y vulnerable.
–Paula, espera, por favor, no te vayas.
Ella se detuvo al oír su nombre. «Vamos, dí algo que haga que deje las maletas en el suelo», se urgió a sí mismo. Tuvo que hacer un esfuerzo para no mostrar el dolor que el calor del sol le provocaba en las quemaduras. Aspiró una bocanada de brisa y le dijo:
–Lo siento.
Dió gracias a Dios para sus adentros cuando Paula se volvió hacia él y dejó las maletas en el suelo.
–Por favor, no le vayas con cuentos a Federico sobre lo que has visto. Necesita… necesita… No necesita otra preocupación que le genere más estrés.
Ella se quedó mirándolo, alzó la barbilla y le respondió con los ojos entornados:
–Mira, Pedro, no voy a hacer la vista gorda si es lo que me estás pidiendo. Se trata de tu salud y…
–Se trata de mi vida –la cortó él–. ¿Es que yo no tengo voz ni voto?
–Te trataría como a un adulto si te hubieras comportado como tal y no te hubiera encontrado en este estado.
–No puedes juzgar un libro por la cubierta, y menos cuando apenas has hablado conmigo cinco minutos. Además, estoy teniendo un mal día, eso es todo. ¿Qué tengo que hacer para convencerte de que no estoy deprimido, ni estoy pensando en suicidarme?
Paula se cruzó de brazos y apoyó el peso en la pierna derecha, y Pedro no pudo evitar fijarse en la sensual curva de su cadera.
–¿Que qué tienes que hacer para convencerme? Bueno, eso te va a costar un poco.
Su voz, a pesar del tono de reproche, era dulce como la miel, y Pedro sintió un cosquilleo en el estómago. Paula se acercó para escudriñar su rostro. Solo medía unos centímetros menos que él y olía de maravilla. De pronto recordó el espanto que habían reflejado sus ojos al descorrer las cortinas y verlo, y ladeó la cabeza para ocultar las quemaduras. Por lo menos su espanto no se había tornado en lástima, lo cual era de agradecer.
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