Pedro vaciló un momento antes de echar a andar, pero justo en ese momento regresaba Rocky, que había atrapado la pelota, y la depositó a sus pies. Cuando Paula gimió de desesperación, no pudo sino reírse.
–Anda, deja de reírte y lanza tú la pelota para que la atrape ese saco de huesos desagradecido –masculló Paula.
Pedro volvió a reírse, la lanzó, y descendieron tras Rocky por el terreno en pendiente que bajaba hasta la playa. Pedro intentó ignorar el olor del mar, la brisa y la sensación de calma que lo invadió. No se había dado cuenta, pero estaba entumecido de haber pasado las últimas semanas encerrado en la casa, y el simple hecho de estar caminando era como exhalar un suspiro que hubiera estado conteniendo. No se merecía disfrutar nada de aquello, se dijo parándose en seco. Pero si quería mantenerse sano tenía que hacer ejercicio. Y se lo debía a Paula por haber salvado a su hermano.
–¿Estás bien? –inquirió ella, deteniéndose también–. No te habrás cansado ya, ¿No? –lo picó.
–Por supuesto que no –replicó él, echando a andar de nuevo. Paula lo siguió–. Es solo que… Estoy intentando encontrar la manera de disculparme por mi comportamiento del lunes, cuando llegaste –mintió Pedro.
–Ah, eso –murmuró ella, comenzando a descender por las dunas.
Pedro se quedó rezagado; no quería llegar hasta la playa, donde podrían encontrarse con alguien. Paula, como si supiera qué le ocurría, se detuvo y se sentó en un claro de arena entre los matojos de flores moradas que crecían en las dunas, a observar a Rocky correteando por la orilla y persiguiendo las olas. Dudó un instante antes de sentarse a su izquierda, para que no pudiera ver sus cicatrices.
–Pero sabías que llegaba el lunes, ¿No? –le preguntó Paula.
–Sí.
–Y entonces, ¿Por qué te pusiste de tan mal humor? ¿No esperarías en serio que, viviendo bajo el mismo techo fueras a poder evitarme por completo?
La verdad es que en ese momento la idea se le antojó ciertamente irrisoria.
–Bueno, es evidente que he caído en unos cuantos malos hábitos; pero en cualquier caso puedo asegurarte que no fue deliberado, y que desde luego no era el objetivo del ejercicio.
–Con «Ejercicio» imagino que te refieres a haber estado encerrado aquí durante semanas –dedujo ella–. ¿Y cuál es el objetivo?
–El objetivo es escribir ese condenado libro de cocina. Y el lunes estaba teniendo un día particularmente horrible.
Paula suspiró.
–Y llegué yo, como un…
–Como un ciclón.
–Sembrando el caos y la destrucción –bromeó Paula.
–Pero también has traído a mi vida una bocanada de aire fresco –replicó él.
Paula se volvió para mirarlo. A Pedro se le secó la boca, pero se obligó a continuar.
–Tienes razón: He estado aquí encerrado durante días y días, sin apenas salir fuera de la casa, y algunos días apenas he probado bocado. Si no hubieras aparecido tú y no me hubieras «Zarandeado» como hiciste, podría haber caído gravemente enfermo. Y te aseguro que no es eso lo que quiero –le dijo.
El suicidio no entraba en sus planes.
Paula se quedó mirándolo en silencio, y al cabo le preguntó:
–¿Por qué es tan importante ese libro de cocina?
–Por dinero –contestó Mac, girando la cabeza hacia ella.
–¿Has firmado un contrato con un editor?
Él asintió brevemente antes de girar la cabeza de nuevo y quedarse mirando el mar.
–Y, si tanto lo detestas, ¿No podrías… No sé, disculparte con él y devolverle el dinero que te haya adelantado? –le preguntó ella encogiéndose de hombros. No tenía muy claro cómo funcionaban esas cosas.
–No lo entiendes; necesito ese dinero.
Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no exteriorizar su sorpresa.
–Pero… Debiste ganar un montón de dinero con el programa de televisión, ¿No?
¿En qué se lo había gastado? A menos que hubiese llevado un tren de vida desorbitado, dándose caprichos caros y rodeándose de lujos. Sea como fuera, no era asunto suyo.
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