jueves, 23 de diciembre de 2021

Curaste Mi Corazón: Capítulo 24

Pedro volvió a mirarla boquiabierto, indignado, pero Paula, que ya le había dicho todo lo que le tenía que decir, entró en la casa y no se detuvo hasta llegar a la cocina. Tenía que haber algo que pudiera hacer para mantenerse ocupada, pensó mirando a su alrededor. Se acordó de que la bandeja con los platos de los sándwiches y los vasos se había quedado en el porche, pero lo último que le apetecía en ese momento era volver allí, donde seguía él. Se entretuvo ordenando los armarios, y pasados unos minutos se aventuró a ir, sin hacer ruido, hasta la puerta principal. Escudriñó a través de la mosquitera, y como Pedro ya no estaba allí, salió por la bandeja. Lo vió a lo lejos, en la playa, jugando con Rocky. Apenas había entrado en la cocina y había dejado la bandeja en la mesa, cuando sonó el teléfono. Federico, sin duda, pensó, yendo a contestar.


–¿Diga?


–¿Quién es usted? –inquirió al otro lado de la línea una voz de mujer, entre sorprendida y enfadada.


Paula parpadeó y se aclaró la garganta.


–Perdone, pero… ¿Con quién hablo?


–Soy la señora Devlin.


Paula se apoyó en la pared y se le hizo un nudo en la garganta.


–Puede que haya oído hablar de mi hijo, Adrián Devlin.


Sí, sabía quién era. Era el joven ayudante de Pedro que tan mal parado había salido del accidente. Jo cerró los ojos un instante y respondió:


–Sí, por supuesto. Lamento muchísimo lo que le ocurrió a su hijo, señora Devlin.


–Dígale a ese gusano inmundo de Pedro que se ponga.


La agria expresión con que se había referido a él dejó descolocada a Jo.


–Perdone, pero en este momento no se encuentra aquí. ¿Quiere dejarle un mensaje?


–¿Cómo que no está? ¡Debería estar trabajando! ¿Y quién diablos es usted? ¿Una de sus amiguitas?


Paula no podía dar crédito. Aquello ya pasaba de castaño a oscuro.


–Me llamo Paula Chaves, y soy la empleada del hogar de Pedro, no su «Amiguita». Sus insinuaciones me molestan, y no merezco que me trate de un modo tan grosero.


La mujer se quedó callada un momento.


–Él tampoco se merece el lujo de tener una empleada del hogar –le espetó, aunque en un tono bastante menos beligerante–. No merece tener ni un momento de paz.


Paula se pasó una mano por el cabello. Si Pedro había estado tragando con el rencor de aquella mujer, no le extrañaba que se hubiese tratado con tanta dureza. De pronto comprendió: Había estado castigándose a sí mismo. Se había estado negando incluso los placeres más pequeños, como disfrutar de las hermosas vistas cerrando las cortinas, el pasear por la playa, conducir su coche… Y hasta el cocinar, que era su pasión. Pobre Pedro…


–Tiene que enviarnos más dinero, dígaselo –añadió la señora Devlin–. Y de todos modos, ¿Se puede saber a dónde ha ido?


–Ha salido a pasear al perro –contestó Paula, aunque no era de su incumbencia.


–¿Que se ha comprado un perro? –inquirió la mujer airada.


–No, el perro es mío. Y, señora Devlin… Mire, Pedro está tan volcado en escribir ese libro que corre el riesgo de enfermar.


–¿Y qué? ¡Pues que enferme! –le gritó la mujer–. ¡Se merece sufrir por el sufrimiento que nos ha causado!


¿Cómo podía alguien destilar tanto veneno? Comprendía que estuviese dolida por lo ocurrido y que estuviese luchando por que su hijo tuviese los mejores cuidados, pero… ¿Culpar a Pedro de esa manera? Aquello estaba mal, muy mal. Claro que decirle eso a aquella mujer no serviría de nada. La señora Devlin no atendería a razones. A menos… A menos que temiese que la gallina de los huevos de oro fuera a dejar de poner huevos.


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