Cuando todas las bolsas estaban ya en la cocina, Pedro no sabía muy bien qué hacer, así que se sirvió un vaso de agua y se quedó apoyado en el fregadero, tomándoselo a sorbos mientras ella sacaba las cosas. Había comprado varias bandejas de carne: Filetes de ternera, carne picada, pollo…, Pero también vió salir de las bolsas unos cuantos precocinados que le hicieron fruncir el ceño: Pastel de carne y pizza congelada. ¡Y varitas rebozadas de merluza, por amor de Dios!
–¿Qué diablos es eso? –dijo señalándolos.
–Me imagino que esa pregunta no estás haciéndomela en sentido literal, ¿No? –contestó ella.
Lo había dicho en un tono burlón, como el que una madre emplearía con un niño travieso.
–¿Es un castigo por haberme negado a enseñarte a cocinar?
Paula acabó de guardar los congelados y se volvió hacia él con los brazos en jarras.
–Pues claro que no, ¡Qué tontería! He ido a comprar comida y…
–Eso no es comida. ¡Es basura precocinada con un montón de aditivos!
–Si no quieres comer lo que he comprado, no tienes por qué hacerlo.
Además, seguro que hasta todos esos precocinados que he traído son mejores que la comida con la que has estado subsistiendo Dios sabe cuánto tiempo. Porque cuando llegué ayer encontré poco más que latas de alubias, galletas saladas y cereales. Bueno, en eso tenía parte de razón. Daba igual lo que comiera, y cuanto más insípido o repugnante resultara lo que comiera, mejor. Había sido su búsqueda de la excelencia lo que había provocado aquel incendio que casi le había costado la vida a aquel chico. Sintió una punzada en el pecho. Alargó una mano temblorosa hacia una silla y se sentó. Tenía que recordar qué era lo que de verdad importaba; tenía que expiar su culpa.
–Pedro, ¿Estás bien? –inquirió Paula.
Él asintió.
–No me mientas; ¿Quieres que llame a un médico?
–No.
–Federico me dijo que físicamente ya estabas recuperado.
–Y lo estoy –Pedro inspiró–. Es solo que no quiero hablar de nada que tenga que ver con la cocina, ni de comida.
La expresión de los ojos verdes de Jo cambió, como si comprendiera de repente.
–Es porque te recuerda al accidente, ¿No?
No solo por eso. Le recordaba todo lo que había tenido, y todo lo que había perdido.
Pedro se tensó de repente cuando le puso la mano en el hombro, y Paula se apresuró a apartarla. Parecía tan abatido que lo que habría querido hacer era darle un abrazo y decirle que no se preocupara, que todo se arreglaría. Pero si el solo contacto de su mano lo había puesto así de tenso, un abrazo habría sido aún peor. Y la verdad era que no podía asegurar que todo fuese a arreglarse.
–¿Sabes qué?, al menos puedo prometerte una cosa –le dijo.
Pedro alzó la vista.
–Te prometo que no te obligaré a comer varitas de merluza.
Él no se rió. Ni siquiera sonrió. Pero pareció relajarse un poco, y le volvió el color a la cara.
–Bueno, supongo que debería agradecerte que te compadezcas de mí.
–Desde luego. ¿Has almorzado ya?
Cuando Pedro negó con la cabeza, tomó una manzana de las que acababa de colocar en el frutero y se la lanzó. Eso tampoco lo hizo sonreír, pero bromeó diciendo:
–Veo que contigo aquí voy a disfrutar de los mejores cuidados.
–Ya lo creo –asintió ella. Tomó las llaves de su todoterreno de la encimera, donde las había dejado–. Voy a meter a La Bestia en el garaje.
Pedro no dijo nada; solo le dió un mordisco a la manzana. En cuanto hubo salido de la casa, Paula dejó caer los hombros y suspiró preocupada. Si Pedro se ponía así de mal solo por hablar de comida, probablemente debería perder toda esperanza de que accediera a darle clases de cocina. La verdad era que había sido muy desconsiderado por su parte habérselo pedido siquiera. «¿Es que nunca piensas antes de actuar, Paula?», se reprendió, y con otro suspiro subió a su todoterreno y rodeó la casa con él para llevarlo al garaje. Parecía que no podría contar con Pedro para solucionar su problema. Necesitaba hacer una pirámide de macarrones dulces, y apenas tenía algo más de dos meses para aprender cómo. «Es igual», se dijo irguiendo los hombros. Podía aprender sola; seguro que en Internet había recetas y vídeos donde lo explicaran. Tampoco sería tan difícil, pensó mientras detenía el todoterreno delante del garaje y se bajaba.
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