–Si Pedro enferma, señora Devlin, se quedarán sin el dinero que les da para el tratamiento de Adrián.
–¿Cómo se atreve a…?
–Lo único que estoy haciendo es exponerle los hechos. Quiere que Pedro sufra, eso me ha quedado claro, pero si enferma no podrá terminar el libro y el editor no le pagará. Su hermano me ha enviado para que me asegure de que come tres veces al día y de que sale regularmente a tomar un poco de aire fresco y a hacer ejercicio.
–¿Qué está intentando decirme? –inquirió la mujer en un tono tirante.
–Lo que estoy diciéndole es que, al menos por el momento, tendrá usted que decidir entre sus deseos de venganza y el bienestar de su hijo. Y si escoge lo segundo, entonces le sugiero que rebaje un poco las dosis de veneno.
La señora Devlin colgó el teléfono.
–Bueno, no ha ido tan mal… –murmuró Paula con una mueca, y colgó también.
Pedro encontró a Paula en la cocina, y abrió la boca para compartir con ella el sorprendente descubrimiento que acababa de hacer, pero ella se le adelantó.
–Te han llamado por teléfono –le dijo sin más preámbulos.
Estaba muy seria, y un sudor frío perló la nuca y el labio superior de Pedro. Solo había una persona que lo llamaba al teléfono fijo.
–Era la señora Devlin –le confirmó Paula.
–¿Cómo…? –Pedro tragó saliva–. ¿Cómo está Adrián? –inquirió preocupado.
–No me lo ha dicho.
Pedro sintió como si alguien le hubiese colocado un pesado yunque sobre los hombros. Acercó la silla más próxima y se dejó caer en ella.
–¿Quería que le devolviera la llamada?
–Tampoco me lo ha dicho.
Pedro se quedó mirándola, y Paula, que estaba acabando de enjuagar unos platos, colocó el último en la rejilla y se volvió por fin hacia él.
–Me colgó –dijo encogiéndose de hombros.
Pedro cerró los ojos y maldijo para sus adentros. Imaginaba la conclusión que habría sacado Diana Devlin al ver que una mujer contestaba el teléfono. Cuando volvió a abrir los ojos se encontró con que Paula le había puesto delante, sobre la mesa de la cocina, un vaso de agua. Bebió hasta apurarlo.
–No es un dechado de simpatía, ¿Eh? –comentó ella.
–Paula, ha pasado los últimos meses temiendo por la vida de su hijo, y ahora teme por su futuro. No tiene muchos motivos para estar alegre.
–Tonterías –replicó ella mientras secaba los platos con un paño–. Su hijo está vivo, ¿No? Eso ya es algo por lo que puede estar agradecida. Y se está recuperando, ¿No? Otro motivo por el que también debería estar agradecida.
–Sí, pero le quedarán cicatrices de por vida.
–¡Por amor de Dios!, no vamos a volver a tener esta discusión. Su familia y sus amigos lo seguirán queriendo tenga el aspecto que tenga –le espetó Paula.
Pedro suspiró, y se levantó. Tenía que llamar a la señora Devlin. Subió arriba y entró en la habitación que usaba como estudio para telefonearla. Mientras esperaba, sentado frente a su escritorio a que contestara, sus ojos se posaron en las cortinas descorridas. Iba a levantarse a correrlas, pero se detuvo. No era un crimen que entrara un poco de luz y de sol, y la señora Devlin tampoco iba a enterarse de si tenía las cortinas abiertas o cerradas.
–¿Sí?
–Señora Devlin, soy Pedro. ¿Cómo está?
La mujer no contestó. Normalmente habría hecho un comentario sarcástico, como «¿Cómo quiere que esté, sentada todo el día junto a la cama de mi hijo convaleciente?». Pedro agradeció su silencio, y añadió:
–Creo que ha llamado usted antes.
Estaba seguro de que iba a exigirle explicaciones de quién era la joven que había contestado al teléfono y qué estaba haciendo en su casa. Incluso se imaginó su respuesta sarcástica cuando le dijese que era su empleada del hogar. Algo como: «Ya, claro, algunos pueden permitirse pagar a alguien que les friegue y les guise». Sin embargo, lo único que dijo fue:
–Sí, llamaba para decirle que ya nos han llegado las facturas del hospital de este mes.
Pedro cerró los ojos con fuerza. Cuando hubiese pagado esas facturas su cuenta corriente se quedaría tiritando, y para recibir el adelanto que le había pedido al editor, este le había dicho que tendría que mandarle una parte sustancial del libro. Después de eso… Tragó saliva. Bueno, si fuese necesario podía vender su coche, su departamento de Sídney y aquella casa.
–¿Pedro?
La voz de la señora Devlin lo sacó de sus pensamientos, y de pronto se dió cuenta de que, si bien seguía sin denotar simpatía hacia él, era la primera vez que no sonaba estridente.
–Sí, la he oído. Envíeselas a mi abogado como siempre, por favor; yo me encargaré de pagarlas. ¿Cómo está Adrián? –le preguntó vacilante, y con el corazón palpitándole con fuerza.
–Tan bien como puede estar, dadas las circunstancias.
Era la respuesta que le daba siempre. Pedro no le pidió que le mandara saludos a Adrián de su parte. Nunca lo hacía; la señora Devlin le había dejado muy claro que su hijo no quería tener trato alguno con él después de lo ocurrido.
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