martes, 14 de diciembre de 2021

Curaste Mi Corazón: Capítulo 12

Levantó una de las dos puertas enrollables del garaje, y al encontrarse con que el interior de esa plaza estaba vacío, por curiosidad subió también la otra, y se quedó boquiabierta al ver la belleza que tenía delante. «¡Oh… Dios… mío!». Allí estacionado había un deportivo clásico de los ochenta de color azul celeste, el coche de sus sueños hecho realidad. Lo rodeó para admirarlo desde todos los ángulos, pasando una mano por la carrocería. ¡Lo que daría por darse una vuelta en él! Se apresuró a bajar la puerta, porque había que proteger a una maravilla así de los elementos, que podrían dañarla, y estacionó a La Bestia en la plaza de al lado. Le lanzó una última mirada soñadora al deportivo de Pedro antes de bajar también la segunda puerta, y regresó a la casa. Él aún estaba sentado en la cocina, pero se había terminado la manzana y estaba tomándose un sándwich. También había puesto agua a calentar para hacer té. Cuando Paula entró, como se quedó mirándolo, debió pensar que había hecho algo mal, porque le dijo:


–No hay problema en que tome lo que quiera de las cosas que has comprado, ¿No?


Ella, que seguía agitada por el descubrimiento que acababa de hacer, ignoró su pregunta y exclamó:


–¡Tienes en el garaje el coche de mis sueños!


–¿Eso es un sí? –inquirió él, flemático.


Paula lo miró contrariada.


–¿Eh? Ah, que te refieres a la comida. ¡Pues claro que puedes! –dijo lanzando los brazos al aire y sacudiendo la cabeza–. Todo lo que hay en esta cocina es tuyo; puedes tomar lo que necesites.


Él se quedó mirándola y sus ojos se oscurecieron. Se pasó la lengua por los labios, y de pronto Paula tuvo la sensación de que no estaba pensando en la comida que había comprado, sino en otra necesidad más básica y primitiva. Una ola de calor la invadió. «¡No seas ridícula!». Los hombres como Pedro no encontraban atractivas a las mujeres como ella. Él apartó la vista, como si hubiese llegado a la misma conclusión, y Paula se frotó la nuca, sintiéndose tremendamente incómoda.


–¿Me estabas diciendo algo de mi coche? –inquirió Pedro.


Paula tragó saliva.


–Sí, yo… Que es una belleza. 


Él la miró y enarcó una ceja, pero no dijo nada. En ese momento el hervidor empezó a silbar. Paula apagó el fuego, e iba a verter el agua hirviendo en la tetera con las hojas de té cuando Pedro le dijo:


–Pues cuando quieras puedes darte una vuelta en él.


Paula no se esperaba ese ofrecimiento, y al oírlo perdió la concentración un instante y el hervidor se bamboleó ligeramente entre sus manos. Pedro se incorporó como un resorte.


–¡Cuidado, no vayas a quemarte!


Paula dejó a un lado el hervidor y le puso la tapa a la tetera.


–Estoy bien; no he derramado ni una gota –respondió, aunque el corazón parecía que fuese a salírsele del pecho–. Aunque debo decirte, Pedro, que no deberías ofrecerle a una chica lo que más ansía cuando está manipulando agua hirviendo –añadió sonriendo.


Pero Pedro no sonrió, sino que se quedó mirando el hervidor con expresión atormentada. Paula puso la tetera en la mesa, se sentó como si no hubiese pasado nada, y le preguntó:


–¿De verdad me dejarías dar una vuelta en tu coche?


Pedro volvió a sentarse también y se pasó una mano por el rostro antes de encoger un hombro.


–Claro –dijo en un tono despreocupado. Pero se acercó su taza y se sirvió él el té antes de que ella pudiera hacerlo–. No le vendría mal; un par de veces por semana lo arranco, pero nunca lo saco a dar una vuelta.


Ella se quedó mirándolo boquiabierta.


–¿En serio que no te importaría?


Pedro volvió a encoger un hombro.


–¿Por qué iba a importarme?


–Pues porque… No sé, ¿Y si le doy un golpe?


–El seguro lo cubriría. Paula, no es más que un coche.


–No, no lo es. Es… –Paula intentó hallar la palabra adecuada–. Es una joya, una belleza. Es…


–No es más que un coche.


–Es una pieza de ingeniería alemana que funciona con una extraordinaria precisión.


Paula estuvo a punto de preguntarle cómo podía tener un coche así y no conducirlo, pero se dio cuenta de que sería una falta de tacto por su parte. Había sufrido un terrible accidente que le había dejado cicatrices que tendría de por vida, y los medios habían estado acosándolo. Comprendía que no tuviera ganas de salir. Pero entonces, ¿Por qué no lo había vendido? Se quedó mirándolo con los labios fruncidos. ¿Podría ser que no hubiera perdido por completo las ganas de vivir? 

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