martes, 28 de diciembre de 2021

Curaste Mi Corazón: Capítulo 28

Paula asintió mientras intentaba no fijarse en sus seductores labios, y trataba de ignorar el olor a coco de su pelo, aún húmedo por la ducha que acababa de darse. Ese pelo que le había parecido tan suave al enredar los dedos en él, cuando se habían besado. Tomó su vaso de agua y se lo bebió entero.


–Sí, mientras la gente que compre el libro se quede satisfecha, todo lo demás no importa –añadió Pedro, sonriendo de repente.


El corazón de Paula dió un brinco, y comenzó a latir deprisa y con fuerza. ¿Por qué, por qué tenía ese efecto en ella?


–Bueno, ¿Y cómo va tú búsqueda de vocación? –le preguntó Pedro–. ¿Tienes ya alguna idea de qué es lo que quieres hacer?


Aquello se había convertido en una costumbre. Durante la cena Pedro le hacía esa pregunta, y le lanzaba alguna que otra sugerencia.


–No, sigo sin decidirme.


–¿Qué tal chef?


Paula arrugó la nariz.


–Para eso tendría que gustarme la cocina.


–¿Y no te gusta?


–Es demasiado compleja para mi gusto.


–¿Y qué tal jardinera?


–Es agradable pasar una o dos horas trabajando en el jardín, pero… ¿Un día entero? ¿O la semana entera mes tras mes? No, gracias.


Rocky entró en el comedor en ese momento y una sonrisa enigmática asomó a los labios de Pedro.


–¿Y criadora de perros? –le sugirió–. Por cierto que esta mañana, cuando bajé a la playa, descubrí algo: Rocky, en realidad, es «Rockyta».


–¿Eh?


–Que es una perra, no un perro.


Paula se quedó boquiabierta.


–¿Me estás tomando el pelo?


–No, hablo en serio. Acababa de lanzarle la pelota y me la había traído. Estaba acariciándole el pelo y diciéndole: «¡Buen chico, Rocky», cuando se echó en la arena boca arriba para que le rascara la tripa. Y fue entonces cuando me dí cuenta. Supongo que no se te ocurrió comprobar si era perro o perra cuando la trajiste.


Paula se quedó mirando al animal de hito en hito.


–Pues no, la verdad es que no. En fin, tiene tanto pelo que no es algo que… Bueno, que salte a la vista –se cruzó de brazos y frunció el ceño–. Y ese pobre anciano me dijo que era un perro.


–Sospecho que ese «Pobre» anciano te ha embaucado. 


–¿Pero por qué? ¿Qué más da que sea perro o perra? A mí desde luego me da igual y…


Paula se calló cuando Pedro se echó a reír. Parecía alguien completamente distinto cuando se reía.


–¿De qué te ríes?


–Me río porque además de haber descubierto que no es perro sino perra, sospecho que también está preñada.


–¿Eeeeh?


–Sí.


–¿O sea que su dueño solo estaba intentando cargarle el mochuelo a algún incauto?


–Bingo.


Y ella había sido la incauta. Miró a Rocky y luego a Pedro.


–Entonces… ¿Vamos a tener cachorritos?


–Eso parece.


Cachorritos… Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Paula, pero un pensamiento cruzó por su mente y se puso seria.


–¿Y si me mintió en algo más? A lo mejor no le han puesto todas las vacunas que tienen que ponerle –soltó los cubiertos y dijo–: Mañana mismo voy a llevarla a un veterinario para que le haga un chequeo completo.


–Será lo mejor –asintió él.


Paula sonrió satisfecha, pensando de nuevo en los cachorritos, y continuó comiendo.


–Bueno, creo que no lo he hecho mal del todo, ¿No? –le preguntó a Pedro, señalando su plato.


–No, por supuesto que no –respondió él, pero rehuyó su mirada al decirlo.


Paula suspiró e intentó animarse pensando que aún tenía mucho tiempo por delante para aprender a hacer la pirámide de macarrones. «No se hizo Roma en un día».


Curaste Mi Corazón: Capítulo 27

 –Para tí todo eso es más fácil que afrontar las consecuencias del accidente –le respondió Paula.


Un sudor frío perló la frente de Pedro.


–Y es más fácil que intentar rehacer tu vida –añadió Paula.


No tenía una vida, y mientras Adrián continuara hospitalizado, tampoco se la merecía.


Paula soltó una risa amarga, como si le hubiese leído el pensamiento.


–¿De verdad te sientes responsable hasta ese punto por lo que le pasó a Adrián?


Pedro no se dignó a contestar esa pregunta.


–Pues te diré que el haberte encerrado aquí, el haberte cerrado al mundo, también es mucho más fácil que encontrarte cara a cara con Adrián, que ser testigo de su lucha por recuperarse, que ofrecerle el verdadero apoyo moral que le daría un amigo.


Pedro tragó saliva y respondió:


–Sé de buena tinta que Adrián no quiere ni verme.


–Su madre no es una fuente fiable, y si crees que lo es, es que eres tonto. ¿Has hablado siquiera con él?


No, no lo había hecho. Su madre le había exigido que lo dejase tranquilo. Y tal vez fuera un cobarde, pero la verdad era que tampoco se atrevía a hablar con él. No se veía capaz de afrontar las recriminaciones que sin duda le haría.


–Hay otra cosa más que quiero preguntarte –le dijo Paula, subiendo los escalones del porche. Se detuvo al llegar arriba y se volvió–. ¿Qué clase de calamidad crees que ocurriría si te dieses una vuelta en el coche, o fueses a darte un chapuzón en el mar, o te metieses en la cocina y preparases una comida deliciosa? No, no contestes; solo era una pregunta retórica –murmuró.


Y entró en la casa, dejándolo allí plantado.


Suerte que no esperaba de él una respuesta, pensó Pedro, porque no habría sabido qué responderle.


–Llegas justo a tiempo para la cena; siéntate –le dijo Paula a Pedro sin mirarlo, cuando éste entró en el comedor.


–Con una condición.


Paula dejó en la mesa las dos fuentes que tenía en las manos, una con patatas al horno y otra con judías verdes rehogadas, y se volvió hacia él.


–¿Cuál?


–Que a partir de este momento firmamos una tregua, y que los dos prometemos no gritar al otro durante la próxima hora.


La tensión se disipó de los hombros de ella.


–Que sean dos y cerramos el trato.


Pedro esbozó una media sonrisa y tomó asiento.


–¿Has tenido algún problema con las indicaciones de mi receta?


–Creo que no, aunque hasta que no pruebes el resultado no lo sabrás.


Paula fue por los entrecots, y le puso delante el plato con un nerviosismo inusitado en ella. Pedro se sirvió patatas y judías, mientras ella, cortó un trozo de entrecot, aderezado con la salsa bearnesa y se lo llevó a la boca. «Umm…». Cerró los ojos mientras lo paladeaba. La salsa estaba para morirse; en cuanto el libro saliese a la venta ella haría cola para comprarlo.


–Tu entrecot está demasiado hecho –observó Pedro.


–Prueba el tuyo –le dijo Paula.


Pedro lo probó.


–¿Y bien?


–Está perfecto.


–Para tí, tal vez –contestó Jo arrugando la nariz–. A mí me gusta muy hecho; no poco hecho, como parece que a tí te gusta.


–No está poco hecho; es el punto exacto que debe tener un entrecot.


–¿Y qué te parece la salsa?


Pedro frunció el ceño.


–La has calentado demasiado tiempo y por eso ha empezado a desligarse.


¿En serio? Paula se quedó mirando la salsa en su plato.


–Es una lástima que no tuviéramos vinagre de estragón, y le has puesto demasiada cebolla, pero solo un gourmet se daría cuenta.


Miró otra vez su entrecot y volvió a fruncir el ceño, pero Paula no iba a dejarse desanimar.


–Relájate, Pedro –le dijo alcanzando la fuente de las judías–. La verdad es que estoy bastante satisfecha con mis esfuerzos, y creo que ese era el objetivo, ¿No? Quiero decir que la gente que pruebe tus recetas las ajustarán a sus propios gustos, como he hecho yo con mi entrecot.


Pedro se irguió en el asiento, como si sus palabras lo hubiesen sacudido.


–Supongo que tienes razón –concedió–. Nadie va a juzgar sus platos dándoles una puntuación ni nada de eso. 

Curaste Mi Corazón: Capítulo 26

 –¿Y cómo…? –la señora Devlin se aclaró la garganta–. ¿Cómo está usted?


A Pedro casi se le cayó el teléfono de la sorpresa. Hasta entonces jamás le había preguntado cómo se encontraba.


–Pues… Pues estoy esforzándome por sacar adelante el libro –contestó vacilante.


–Ya. Adiós, Pedro.


–Eh… Adiós.


Pedro se quedó atónito mirando el teléfono. Normalmente la señora Devlin le colgaba sin despedirse. ¿Qué estaba ocurriendo allí? Dejó el teléfono en la mesa y se pasó una mano por el cabello. ¿Podría ser que Paula le hubiese dicho algo? Tal vez, como las dos eran mujeres, había surgido un entendimiento entre ellas y… De pronto recordó el comentario de Paula: «No es un dechado de simpatía, ¿Eh?» y maldijo para sus adentros. Volvió abajo, a la cocina, pero ella no estaba allí. Se puso a buscarla y finalmente la encontró fuera, arrodillada en el césped junto al porche, arrancando con un pequeño rastrillo hierbas de un arriate con rosales.


–¿Qué le dijiste a la señora Devlin?


–¿Que qué le dije? –repitió ella sin mirarlo–. Pues le dije que se metiese el mal genio por donde le cupiese.


–¡¿Que tú qué?! –Pedro se dejó caer en el primer escalón del porche y apoyó la cabeza en sus manos–. ¿Pero en qué estabas pensando, Paula? Esa pobre mujer lo ha pasado fatal con todo esto y…


–Se lo dije de buenas maneras.


Pedro levantó la cabeza.


–No se lo dije exactamente con esas palabras –matizó Paula–. Dió por sentado que era una de tus «Amiguitas», y como no me gustó nada esa insinuación, le puse los puntos sobre las íes. Y luego, cuando empezó a meterse contigo, diciendo que no te merecías el lujo de tener una empleada del hogar, yo… –se encogió de hombros.


–¿Tú qué?


–Pues le dije que estabas trabajando tanto que corrías el riesgo de caer enfermo, y que si eso pasaba se quedaría sin la gallina de los huevos de oro.


Pedro contrajo el rostro.


–Por favor, dime que no se lo dijiste con esas palabras.


–Bueno, creo que no –Paula interrumpió su tarea para mirarlo–. Ha estado enfocando las cosas de una manera equivocada, igual que tú.


A Pedro se le secó la boca. ¿Qué más le habría dicho a aquella pobre mujer?


–Le dije que tenía que escoger entre sus deseos de venganza y lo que es mejor para su hijo –añadió Paula.


Pedro apretó la mandíbula.


–Preferiría que hubieses mantenido la boca cerrada.


Paula se levantó y puso los brazos en jarras.


–¿Es que no te das cuenta de que te está utilizando como a un saco de boxeo? Y lo que es peor; tú estás dejando que lo haga.


Pedro se levantó como un resorte.


–Por mi culpa su hijo está hospitalizado; ¡Lo menos que puedo hacer es ayudarlo! –le espetó enfadado.


–¡No es culpa tuya! Y ahora me dirás que también eres culpable de que haya hambre en el mundo, ¿No?


–No seas ridícula.


–A ver, ¿Qué es lo que hiciste que fuera tan grave? Le gritaste a un ayudante. Y aunque no hubiera sido parte de la dinámica del programa, a todo el mundo le ha gritado su jefe alguna vez. También podríamos acusar a Adrián de ser un miedica sin carácter. Fue él el patoso que dejó caer una bandeja de marisco con hielo en un perol con aceite hirviendo.


Pedro no podía creer lo que estaba oyendo.


–Si tú vas bajando las escaleras y yo te grito en ese momento y tropiezas y te tuerces el tobillo, ¿También iba a ser culpa mía? –le espetó Paula–. Yo no lo veo así.


–Eso es distinto, ¡porque tú y yo estamos al mismo nivel! –replicó Pedro–. En el plató yo estaba por encima de ese chico y…


–Ah, sí, y esa es otra cosa que está empezando a hartarme: No haces más que referirte a Adrián como «Ese chico». Pero tiene diecinueve años; es un hombre A esa edad puede votar, y elegir en qué quiere trabajar. Y eligió trabajar contigo. Quería ser parte de tu equipo.


Pedro alzó la barbilla con obstinación e irguió los hombros. Nada de eso suponía diferencia alguna.


–Pero tú te niegas a tener en cuenta nada de eso, ¿Verdad? –continuó Paula–. Para tí es mucho más fácil seguir como hasta ahora.


Algo dentro de él estalló.


–¿Más fácil? –estaba temblando de ira–. ¡Dime en qué sentido nada de esto es fácil para mí! –le gritó–. Cada día, cada condenado día, tengo que luchar contra el impulso de hacer cosas como salir a dar un paseo en mi deportivo, como bajar a la playa y disfrutar de la sensación del agua salada en mi piel, o como ir a la cocina a probar una nueva receta que se me acaba de ocurrir. Y por si eso fuera poco, estoy encadenado el día entero a mi ordenador, escribiendo un libro que no me siento cualificado para escribir, y que es un verdadero tormento para mí. 

Curaste Mi Corazón: Capítulo 25

 –Si Pedro enferma, señora Devlin, se quedarán sin el dinero que les da para el tratamiento de Adrián.


–¿Cómo se atreve a…?


–Lo único que estoy haciendo es exponerle los hechos. Quiere que Pedro sufra, eso me ha quedado claro, pero si enferma no podrá terminar el libro y el editor no le pagará. Su hermano me ha enviado para que me asegure de que come tres veces al día y de que sale regularmente a tomar un poco de aire fresco y a hacer ejercicio.


–¿Qué está intentando decirme? –inquirió la mujer en un tono tirante.


–Lo que estoy diciéndole es que, al menos por el momento, tendrá usted que decidir entre sus deseos de venganza y el bienestar de su hijo. Y si escoge lo segundo, entonces le sugiero que rebaje un poco las dosis de veneno.


La señora Devlin colgó el teléfono.


–Bueno, no ha ido tan mal… –murmuró Paula con una mueca, y colgó también. 



Pedro encontró a Paula en la cocina, y abrió la boca para compartir con ella el sorprendente descubrimiento que acababa de hacer, pero ella se le adelantó.


–Te han llamado por teléfono –le dijo sin más preámbulos.


Estaba muy seria, y un sudor frío perló la nuca y el labio superior de Pedro. Solo había una persona que lo llamaba al teléfono fijo.


–Era la señora Devlin –le confirmó Paula.


–¿Cómo…? –Pedro tragó saliva–. ¿Cómo está Adrián? –inquirió preocupado.


–No me lo ha dicho.


Pedro sintió como si alguien le hubiese colocado un pesado yunque sobre los hombros. Acercó la silla más próxima y se dejó caer en ella.


–¿Quería que le devolviera la llamada?


–Tampoco me lo ha dicho.


Pedro se quedó mirándola, y Paula, que estaba acabando de enjuagar unos platos, colocó el último en la rejilla y se volvió por fin hacia él.


–Me colgó –dijo encogiéndose de hombros.


Pedro cerró los ojos y maldijo para sus adentros. Imaginaba la conclusión que habría sacado Diana Devlin al ver que una mujer contestaba el teléfono. Cuando volvió a abrir los ojos se encontró con que Paula le había puesto delante, sobre la mesa de la cocina, un vaso de agua. Bebió hasta apurarlo.


–No es un dechado de simpatía, ¿Eh? –comentó ella.


–Paula, ha pasado los últimos meses temiendo por la vida de su hijo, y ahora teme por su futuro. No tiene muchos motivos para estar alegre.


–Tonterías –replicó ella mientras secaba los platos con un paño–. Su hijo está vivo, ¿No? Eso ya es algo por lo que puede estar agradecida. Y se está recuperando, ¿No? Otro motivo por el que también debería estar agradecida.


–Sí, pero le quedarán cicatrices de por vida.


–¡Por amor de Dios!, no vamos a volver a tener esta discusión. Su familia y sus amigos lo seguirán queriendo tenga el aspecto que tenga –le espetó Paula. 


Pedro suspiró, y se levantó. Tenía que llamar a la señora Devlin. Subió arriba y entró en la habitación que usaba como estudio para telefonearla. Mientras esperaba, sentado frente a su escritorio a que contestara, sus ojos se posaron en las cortinas descorridas. Iba a levantarse a correrlas, pero se detuvo. No era un crimen que entrara un poco de luz y de sol, y la señora Devlin tampoco iba a enterarse de si tenía las cortinas abiertas o cerradas.


–¿Sí?


–Señora Devlin, soy Pedro. ¿Cómo está?


La mujer no contestó. Normalmente habría hecho un comentario sarcástico, como «¿Cómo quiere que esté, sentada todo el día junto a la cama de mi hijo convaleciente?». Pedro agradeció su silencio, y añadió:


–Creo que ha llamado usted antes.


Estaba seguro de que iba a exigirle explicaciones de quién era la joven que había contestado al teléfono y qué estaba haciendo en su casa. Incluso se imaginó su respuesta sarcástica cuando le dijese que era su empleada del hogar. Algo como: «Ya, claro, algunos pueden permitirse pagar a alguien que les friegue y les guise». Sin embargo, lo único que dijo fue:


–Sí, llamaba para decirle que ya nos han llegado las facturas del hospital de este mes.


Pedro cerró los ojos con fuerza. Cuando hubiese pagado esas facturas su cuenta corriente se quedaría tiritando, y para recibir el adelanto que le había pedido al editor, este le había dicho que tendría que mandarle una parte sustancial del libro. Después de eso… Tragó saliva. Bueno, si fuese necesario podía vender su coche, su departamento de Sídney y aquella casa.


–¿Pedro?


La voz de la señora Devlin lo sacó de sus pensamientos, y de pronto se dió cuenta de que, si bien seguía sin denotar simpatía hacia él, era la primera vez que no sonaba estridente.


–Sí, la he oído. Envíeselas a mi abogado como siempre, por favor; yo me encargaré de pagarlas. ¿Cómo está Adrián? –le preguntó vacilante, y con el corazón palpitándole con fuerza.


–Tan bien como puede estar, dadas las circunstancias.


Era la respuesta que le daba siempre. Pedro no le pidió que le mandara saludos a Adrián de su parte. Nunca lo hacía; la señora Devlin le había dejado muy claro que su hijo no quería tener trato alguno con él después de lo ocurrido.

jueves, 23 de diciembre de 2021

Curaste Mi Corazón: Capítulo 24

Pedro volvió a mirarla boquiabierto, indignado, pero Paula, que ya le había dicho todo lo que le tenía que decir, entró en la casa y no se detuvo hasta llegar a la cocina. Tenía que haber algo que pudiera hacer para mantenerse ocupada, pensó mirando a su alrededor. Se acordó de que la bandeja con los platos de los sándwiches y los vasos se había quedado en el porche, pero lo último que le apetecía en ese momento era volver allí, donde seguía él. Se entretuvo ordenando los armarios, y pasados unos minutos se aventuró a ir, sin hacer ruido, hasta la puerta principal. Escudriñó a través de la mosquitera, y como Pedro ya no estaba allí, salió por la bandeja. Lo vió a lo lejos, en la playa, jugando con Rocky. Apenas había entrado en la cocina y había dejado la bandeja en la mesa, cuando sonó el teléfono. Federico, sin duda, pensó, yendo a contestar.


–¿Diga?


–¿Quién es usted? –inquirió al otro lado de la línea una voz de mujer, entre sorprendida y enfadada.


Paula parpadeó y se aclaró la garganta.


–Perdone, pero… ¿Con quién hablo?


–Soy la señora Devlin.


Paula se apoyó en la pared y se le hizo un nudo en la garganta.


–Puede que haya oído hablar de mi hijo, Adrián Devlin.


Sí, sabía quién era. Era el joven ayudante de Pedro que tan mal parado había salido del accidente. Jo cerró los ojos un instante y respondió:


–Sí, por supuesto. Lamento muchísimo lo que le ocurrió a su hijo, señora Devlin.


–Dígale a ese gusano inmundo de Pedro que se ponga.


La agria expresión con que se había referido a él dejó descolocada a Jo.


–Perdone, pero en este momento no se encuentra aquí. ¿Quiere dejarle un mensaje?


–¿Cómo que no está? ¡Debería estar trabajando! ¿Y quién diablos es usted? ¿Una de sus amiguitas?


Paula no podía dar crédito. Aquello ya pasaba de castaño a oscuro.


–Me llamo Paula Chaves, y soy la empleada del hogar de Pedro, no su «Amiguita». Sus insinuaciones me molestan, y no merezco que me trate de un modo tan grosero.


La mujer se quedó callada un momento.


–Él tampoco se merece el lujo de tener una empleada del hogar –le espetó, aunque en un tono bastante menos beligerante–. No merece tener ni un momento de paz.


Paula se pasó una mano por el cabello. Si Pedro había estado tragando con el rencor de aquella mujer, no le extrañaba que se hubiese tratado con tanta dureza. De pronto comprendió: Había estado castigándose a sí mismo. Se había estado negando incluso los placeres más pequeños, como disfrutar de las hermosas vistas cerrando las cortinas, el pasear por la playa, conducir su coche… Y hasta el cocinar, que era su pasión. Pobre Pedro…


–Tiene que enviarnos más dinero, dígaselo –añadió la señora Devlin–. Y de todos modos, ¿Se puede saber a dónde ha ido?


–Ha salido a pasear al perro –contestó Paula, aunque no era de su incumbencia.


–¿Que se ha comprado un perro? –inquirió la mujer airada.


–No, el perro es mío. Y, señora Devlin… Mire, Pedro está tan volcado en escribir ese libro que corre el riesgo de enfermar.


–¿Y qué? ¡Pues que enferme! –le gritó la mujer–. ¡Se merece sufrir por el sufrimiento que nos ha causado!


¿Cómo podía alguien destilar tanto veneno? Comprendía que estuviese dolida por lo ocurrido y que estuviese luchando por que su hijo tuviese los mejores cuidados, pero… ¿Culpar a Pedro de esa manera? Aquello estaba mal, muy mal. Claro que decirle eso a aquella mujer no serviría de nada. La señora Devlin no atendería a razones. A menos… A menos que temiese que la gallina de los huevos de oro fuera a dejar de poner huevos.


Curaste Mi Corazón: Capítulo 23

Pedro le rodeó la cintura con un brazo, y la atrajo aún más hacia sí. Un escalofrío de placer le recorrió la espalda, y los besos se tornaron todavía más apasionados. Así, en los brazos de él, que era más alto y más fuerte que ella, se sentía muy femenina, y casi hasta delicada. Cuando la mano de él se deslizó por debajo de su blusa y se cerró sobre uno de sus senos, Pedro gimió, y eso la hizo estremecer. ¡Estaba gimiendo por ella! ¡La deseaba de verdad! Le acarició el pezón con la yema del pulgar a través del sujetador de algodón, y una ola de calor la sacudió. Se frotó contra él, buscando alivio, buscando… ¡No!, si continuaban aquello solo podría acabar de una manera. Se quedó quieta, y él se detuvo también. Sin embargo, no apartó la mano de su pecho, y el calor de esta siguió abrasándola y atormentándola. Claro que ella tampoco le quitó los brazos de su cuello. Los dos jadeaban, como si hubiesen corrido un maratón.


–No estoy de acuerdo –dijo Pedro.


Paula lo miró, y parpadeó contrariada.


–Me refiero a que no es verdad que los hombres como yo no besemos a mujeres como tú –le aclaró él–. Y ¿sabes qué?, que he disfrutado cada momento de este beso.


Tal vez, pero un beso no podía borrar las burlas de toda una vida, todas las veces que se había sentido como un bicho raro por lo alta que era. Tragó saliva. Pedro la había besado como si de verdad la encontrase preciosa, pero ella seguía sin creérselo, y recelaba de los motivos por los que lo había hecho. Desenganchó los brazos de su cuello, pero atrapada como estaba entre él y la pared no podía ir a ningún sitio.


–Deja que me vaya, Pedro.


Él quitó de inmediato las manos de su cintura y se apartó de ella. Fueran cuales fueran las razones por las que la había besado, no podía dejar que aquello fuera más lejos.


–Pedro, no hace ni cinco días que te conozco. No tengo por costumbre acostarme con alguien a quien apenas conozco –le dijo. ¿Era ese el estilo de él?


Pedro fue hasta la barandilla y se apoyó en ella.


–Y yo tengo cuarenta años, Paula. Hace tiempo que dejé atrás los días en que pensaba que los romances de una noche eran algo divertido –le contestó Pedro–. En cuanto a lo del beso de ahora… Se me ha ido un poco de las manos. 


Paula contrajo el rostro al oír esa disculpa, pero luego dejó escapar un suspiro y le respondió:


–Ya, bueno, yo también me he dejado llevar; la culpa no ha sido solo tuya.


Pedro se irguió y se quedó escrutándola en silencio antes de decir:


–Yo ya no estoy para ir de flor en flor. A los veinte años pensaba que uno podía tener relaciones pasajeras, sin complicaciones, pero ya no lo veo así, y tampoco estoy interesado en una relación seria. Mi vida ya es bastante complicada, y una relación la complicaría aún más –tragó saliva y bajó la vista a sus pies–. Espero… Espero que lo comprendas.


Los hombres eran las criaturas más arrogantes sobre la faz de la tierra. Paula se irguió y le dijo:


–Puede que te sorprenda oír esto, pero yo tampoco estoy buscando una relación, y no alcanzo a imaginar qué puede haberte dado esa idea.


Pedro le lanzó una mirada irritada.


–Has decidido que había sitio en tu vida para un perro, así que parece lógico pensar que lo próximo será una pareja.


Paula se quedó boquiabierta al oír eso. Sacudió la cabeza y abrió la boca para responderle, pero lo pensó mejor y la volvió a cerrar.


–Vuelvo dentro; seguro que hay por ahí algo que limpiar –masculló mientras iba hacia la puerta.


–Entonces… ¿Todo bien entre nosotros? –le preguntó Pedro, cuando ya tenía la mano en el pomo.


Paula se volvió hacia él y se cruzó de brazos.


–No sé a qué te refieres con «Nosotros», pero sí hay una cosa que puedo decirte: si quisiese una relación, desde luego no sería con un hombre como tú.


Él puso unos ojos como platos. Probablemente estaba acostumbrado a que las mujeres cayesen rendidas a sus pies.


–Este sitio es precioso –le dijo Paula, señalando a su alrededor con un ademán–. Es un lugar paradisíaco, pero tú ni siquiera pareces darte cuenta. Estás escondiéndote, negándote a vivir la vida, y la vida es demasiado corta. Yo pienso vivir la mía a tope, y no voy a renunciar a ella por ningún hombre.


Ni siquiera uno tan atractivo como él.


–¿Y entonces qué estás haciendo aquí? –le espetó él.


–Estoy haciendo un alto en mi camino; no escondiéndome como tú – respondió Paula–. Disfruto de estas magníficas vistas cada momento que puedo, estoy aprendiendo a cocinar tus recetas, le he dado un hogar a un perro, y he conducido el coche de mis sueños. Sospecho que he vivido más en estos cinco días que tú en los últimos meses. 

Curaste Mi Corazón: Capítulo 22

Pedro avanzó hacia ella y la atrapó contra la pared de la casa, plantando ambas manos sobre las tablas de madera. A Paula se le secó la boca, y el corazón parecía querer salírsele por la garganta.


–¿Qué crees que estás…?


–Cállate o te besaré.


Paula casi se tragó la lengua al oírle decir eso.


–¿Tienes la cara de echarme un sermón, prácticamente acusándome de superficial, con todo eso de la verdadera belleza y el valor de cada persona, y sigues empeñándote en creer que no tienes el menor atractivo? –le espetó Pedro, bajando la vista a sus labios–. Cuando te dije que eres una mujer llamativa lo que quería decir es que te encuentro atractiva, y que, cuando te miro, me cuesta un esfuerzo tremendo ocultar el deseo que siento por tí.


Paula lo miró con unos ojos como platos.


–Y no es porque haya estado aislado del mundo los últimos cuatro meses.


Paula se sintió tentada de llamarlo «Mentiroso», de decir cualquier cosa que lo hiciera cumplir con su amenaza y besarla. Una sensación cálida afloró en su vientre y descendió por sus muslos de solo imaginarlo. Sin embargo, si la besara, ella sería incapaz de no responder al beso, y entonces Pedro se daría cuenta de que hasta qué punto lo deseaba y eso la haría vulnerable ante él, pensó tragando saliva.


–Y en cuanto a esa obsesión tuya de que eres demasiado alta para ser mujer… –murmuró Pedro, acercándose un poco más a ella.


Paula sintió el calor de su cuerpo. Olía a jabón y a ropa recién planchada.


–A mí no me lo parece –le dijo Pedro–. De hecho, creo que nuestros cuerpos encajarían a la perfección, como las piezas de un puzzle.


De pronto Paula tuvo la sensación de que él fuera un gigante, o de que ella hubiera menguado.


–Podría pasarme el día entero mirándome en esos ojos verdes tan preciosos que tienes… –murmuró Pedro.


Su voz aterciopelada, el suave tono que estaba empleando y las palabras que estaba pronunciado podían tejer un auténtico embrujo sobre una mujer.


–Y tampoco puedes decir que no seas femenina, con esa figura tan curvilínea… –añadió Pedro, echándose un poco hacia atrás para mirarla.


Paula se sintió como si estuviera desnudándola con los ojos, y por el brillo que había en ellos parecía de hecho que estuviera imaginándola desnuda. Pedro se pasó la lengua por los labios, y a ella el pulso volvió a disparársele.


–Y aunque tu constitución sea atlética, me muero por explorarlo, despacio y a conciencia –dijo Pedro con voz ronca–. Pero eso es solo el envoltorio, es verdad. Lo que de verdad me atrae es la mujer que hay tras esa fachada: Una mujer apasionada, que no me da tregua, y que es increíblemente generosa. Y todo eso hace que ansíe aún más hacer el amor contigo.


¿Cómo habían acabado teniendo aquella conversación? Durante años había trabajado rodeada de hombres, y siempre había sido capaz de mantener su relación con ellos dentro del ámbito estrictamente profesional. En cambio, aquel era solo el quinto día que pasaba con Pedro, y el aire estaba tan cargado de tensión sexual que parecía electricidad estática.


–Y, como he dicho, te prometí que me iba a comportar como un caballero, pero empiezo a hartarme de oírte decir que no eres atractiva. Eres preciosa, y una mujer muy deseable.


Sus palabras la asustaban. Quería creerlo, pero en el fondo de su corazón sabía que no era cierto. Sacudió la cabeza y le dijo:


–Pedro, no te confundas: Sé que tengo cosas buenas, como que soy lista, y fuerte, y me considero una buena amiga. Pero los hombres como tú no besarían jamás a una mujer como yo.


No a menos que fuera parte de una apuesta, o que estuvieran intentando manipularla. Los ojos de Pedro relumbraron de un modo extraño, y sus labios se curvaron en una media sonrisa.


–Eso crees, ¿Eh? –murmuró, inclinándose un poco más hacia ella.


Paula levantó las manos.


–¡No te atrevas a…!


Pedro besó sus labios antes de que pudiera acabar la frase, empujándola contra la pared, y se tomó su tiempo para explorar cada rincón de su boca. Luego, sin dejar de besarla, tomó su rostro entre ambas manos, y apretó su cuerpo, duro como una roca, contra el de ella. Su pecho le aplastaba los senos, y había introducido una pierna entre sus muslos, presionando contra el punto más sensible de su anatomía. Un gemido escapó de su garganta, y él emitió una especie de ronroneo mientras continuaba enroscando su lengua con la de ella. «¡Para!, ¡para!, ¡para!», le ordenó mentalmente, pero él no dejó de besarla, sino que continuó saboreando su boca, apretándose contra ella, y haciéndola sentir hermosa y deseada. A Paula se le escapó un nuevo gemido, y estrujó entre los dedos su sudadera de algodón mientras respondía a sus besos con fruición. Subió las manos a sus hombros y enredó los dedos en su cabello, pero quería más, mucho más. 

Curaste Mi Corazón: Capítulo 21

 –No puedes seguir así –le dijo.


–No sé de qué hablas.


A pesar del tono impávido que había empleado, Paula sabía que por dentro no estaba así de sereno.


–¿Ah, no? –le espetó, rodeándolo para ponerse a su izquierda y mirarle las cicatrices.


La vena del cuello de Pedro palpitaba, y se había puesto tenso, como si le estuviese costando un esfuerzo tremendo quedarse quieto y permitir que lo escrutara. Finalmente se volvió hacia ella con ojos relampagueantes, y los labios apretados.


–¿Satisfecha?


Ella se quedó mirándolo y tuvo que tragar saliva porque Pedro, cuando estaba furioso resultaba aún más varonil y atractivo. Y si creía que ese ceño fruncido, la mirada furibunda y las mandíbula apretada harían que se echase a temblar, estaba muy equivocado. Estaba temblando por dentro, sí, pero de deseo, pensó humedeciéndose los labios. Él se giró, apoyó las manos en la barandilla, y se quedó mirando el mar.


–¿No te parecen repulsivas mis cicatrices?


Paula sacudió la cabeza.


–No, por supuesto que no. ¿Acaso te lo parecen a tí cuando te miras en el espejo?


Pedro encogió un hombro.


–Me he acostumbrado a verlas.


–¿Y no crees que los demás podrían acostumbrarse a ellas también? ¿Crees que nadie es capaz de ver más allá de tus cicatrices?


Pedro no dijo nada.


–Mira, yo he conocido a gente guapa que, cuando han resultado ser detestables, o unos esnobs, o unos egoístas, han perdido todo el atractivo para mí. Y en cambio tengo amigos que no encajan con los rígidos cánones de belleza de la sociedad en que vivimos, pero que tienen tan buen corazón que para mí son las personas más bellas del mundo.


–Paula, yo…


–No, escucha lo que tengo que decirte. Si solo te valoras a tí y a los demás por el aspecto físico, te mereces sufrir todos los tormentos imaginables por pensar que has perdido tu belleza exterior, pero si me preguntases a mí, te diría que tu rostro no ha perdido ni un ápice de atractivo.


Pedro se quedó muy quieto, y luego se volvió hacia ella y se quedó mirándola un buen rato en silencio.


–¿Lo dices de verdad?


Paula asintió.


–Bueno, yo estoy de acuerdo en que el atractivo de una persona no reside solo en la apariencia física –comenzó a decir Pedro–, pero… No se puede negar que la apariencia física también tiene un impacto muy importante en cómo percibimos a las personas.


–Si a alguien le repeles por tus cicatrices, es que no merece la pena – dijo ella cruzándose de brazos–. De hecho, puede que lo de las cicatrices hasta tenga su lado bueno: Ahora puedes saber quién te aprecia de verdad, y quién se acerca a tí solo por el interés.


Pedro soltó una carcajada.


–¡Venga ya!


–Piensa lo que quieras, pero si me permites un consejo, no dejes que nadie se dé cuenta de que te acomplejan esas cicatrices. Algunas personas lo verán como una debilidad, y hay gente por el mundo que disfruta machacando a quienes tienen esa clase de inseguridades para sentirse más fuertes.


–Lo dices como si te hubiera pasado a tí.


Paula se encogió de hombros.


–¿Tú me has visto bien? –dijo señalándose de arriba abajo con la palma de la mano.


–Si quieres que te sea sincero, estoy haciendo un esfuerzo para no mirarte, porque te prometí que iba a comportarme como un caballero, pero cada vez que te miro…


Paula puso los ojos en blanco.


–Si vas a burlarte de mí…

martes, 21 de diciembre de 2021

Curaste Mi Corazón: Capítulo 20

 –En fin –dijo Paula aclarándose la garganta–. He dejado el caldo reposando y enfriándose, como dice tu receta, y luego iré a colarlo para preparar la salsa. Si quieres puedes ir a echarle un vistazo.


Pedro se dirigía hacia la puerta cuando Paula lo llamó.


–¿Sí? –inquirió volviéndose hacia ella.


–No, nada, solo que, como no tenía vinagre de estragón, he usado vinagre normal, del blanco. Y una cosa más: La receta se llama «Entrecot de ternera con salsa bearnesa», pero no dices qué debe llevar de guarnición.


–Patatas al horno y judías verdes cocidas y rehogadas.


–Pues eso deberías incluirlo también en la receta.


Buena sugerencia. Pedro entró en la casa y se lavó las manos antes de ir a la cocina. Se acercó a la hornilla y miró la cacerola. De un solo vistazo se dió cuenta de que ella le había echado demasiada cebolla. Se inclinó para olisquear el caldo. Era una lástima que no tuvieran vinagre de estragón, pero dentro de un orden Paula no lo había hecho del todo mal, pensó, sintiendo que parte de su tensión se disipaba.


–¿Y bien? –le preguntó Paula cuando volvió fuera.


–Has hecho un buen trabajo. No es exactamente lo que yo quería, pero me da una idea de qué partes de la receta tengo que afinar.


Habría tomado asiento al lado de ella para acabar de comerse el sándwich, pero Jo ocupaba el extremo izquierdo del banco, y eso implicaba que al sentarse junto a ella le mostraría el lado izquierdo de su cara, así que prefirió apoyarse en la barandilla del porche, frente a ella.


–Tuviste una idea brillante, Paula –le dijo–. No sé cómo darte las gracias. Si hay algo que pueda hacer por tí a cambio…


Paula alzó la vista hacia él.


–¿Lo dices en serio?


–Pues claro.


–No te muevas de aquí –le dijo ella levantándose–. ¡Y no cambies de idea! –añadió antes de entrar en la casa.


Reapareció momentos después con un recorte de revista, y a Pedro se le cayó el alma a los pies cuando lo desdobló y se lo tendió. Era una foto de una pirámide de macarrones dulces. La condenada pirámide que había mencionado días atrás.


–Mira, Paula… Los macarrones son difíciles de hacer.


–Lo sé, pero podrías escribirme una receta indicando los pasos.


Pedro suspiró.


–Los macarrones son repostería avanzada.


–Pero con la práctica se consiguen las cosas, ¿No?, y yo tengo tiempo de sobra.


–¿Y se puede saber por qué quieres hacer una pirámide de macarrones? –inquirió él, devolviéndole el recorte. Se le ocurrían cien postres más ricos que ese.


Paula se quedó mirando la foto un momento.


–Mi abuela cumple ochenta y cinco dentro de poco, y le prometí que le haría esto –le explicó doblando el recorte y guardándoselo en el bolsillo del pantalón–. Quería tener un detalle con ella.


Tener un detalle sería llevarle unas flores o invitarla a almorzar en un restaurante.


–No me mires así, Pedro, no creo que te esté pidiendo un imposible, ¿No? Tampoco soy tan patosa en la cocina.


–No es que no crea que no puedes hacerlo, pero me sorprende que quieras tomarte la molestia de hacerlo cuando podrías hacer otras cosas.


–Quiero mucho a mi abuela; estoy muy unida a ella –Paula se puso a su izquierda y se apoyó también en la barandilla–. Y por eso quiero hacer algo que la agrade –añadió después de darle otro mordisco a su sándwich.


Pedro se dió la vuelta, como si solo lo hiciese para mirar el mar, aunque lo que en realidad pretendía, una vez más, era ocultarle sus cicatrices.


–Me criaron mi abuela y mi tía abuela –le explicó Paula–. Tienen una relación un tanto… tempestuosa. Mi abuela siempre me ha mimado y animado, mientras que mi tía abuela, en cambio, siempre ha sido más estricta. Hay una disputa entre ellas por un collar de perlas que perteneció a su madre, mi bisabuela. Mi tía abuela se burló cuando dije que iba a hacerle a mi abuela una pirámide de macarrones, y me temo que mi abuela se ha apostado con ella el collar a que sí seré capaz de hacerla. Le agradezco que me apoye, porque no se trata solo de que sea o no capaz de preparar un postre, ¿Sabes?, y no pienso defraudarla.


Pedro la rodeó para ir hasta la mesa por la otra mitad de su sándwich, y cuando volvió junto a ella se apoyó en la barandilla mirando hacia la casa, pero colocándose a su izquierda.


–¿Por qué haces eso? –le preguntó ella de repente–. No dejas de hacerlo.


–¿El qué?


–Estar todo el tiempo pendiente de ponerte siempre del lado derecho hacia mí. ¿No te resulta agotador?


No sabíasi a él le resultaría agotador o no, pero a ella estaba empezando a preocuparle que estuviese todo el tiempo tratando de ocultarle sus cicatrices. Sabía muy bien lo que era sentirse acomplejado por el físico, pero no podía pasar el resto de su vida ocultándole a la gente un lado de su cara.


Curaste Mi Corazón: Capítulo 19

Pedro entornó los ojos y se echó hacia atrás, apoyando las manos en la arena y mirándola por debajo del ala de su sombrero.


–¿Te ha incomodado mi mirada lasciva de antes?


Paula casi se cayó de espaldas. ¡¿Su qué?! ¿O sea que sí había estado mirándola…? ¿Estaba diciendo que…? No, imposible…


–Por supuesto que no –mintió.


Pedro se levantó y, de inmediato, Rocky se incorporó.


–Como te he dicho, eres una mujer llamativa.


Paula resopló.


–Me parece que llevas aquí solo demasiado tiempo –dijo dándose la vuelta y echando a andar hacia la casa.


Sin previo aviso, Pedro la asió del brazo, haciendo que se detuviera.


–Y yo creo que no te valoras –añadió él.


No, eso no era verdad. Lo que pasaba era que tenía muy claro que no era la clase de mujer cuya belleza hacía que los hombres se girasen para mirarla.


–Pero supongo que debería tranquilizarte a ese respecto –dijo él, acariciándole el brazo antes de soltarla–. Quiero que sepas que conmigo no tienes nada que temer; no voy a abalanzarme sobre tí ni nada de eso; pienso comportarme como un perfecto caballero.


Paula no pudo evitar sonrojarse, pero se irguió y le dijo:


–Ni se me había pasado por la cabeza que fueras a intentar algo conmigo.


–Bien –contestó él, con un brillo travieso en los ojos.


Paula lo ignoró y echó a andar de nuevo.


–Aunque eso no significa que no disfrute de la vista –añadió Pedro a sus espaldas.


Paula se tambaleó al oír eso, y aunque él se rió siguió andando, muy digna, mientras la adelantaba Rocky, corriendo y ladrando.


Al día siguiente, Pedro escogió para empezar una receta de entrecot de ternera con salsa bearnesa. No se había atrevido a quedarse en la cocina mientras Paula preparaba la salsa. Temía impacientarse con ella y empezar a gritarle. Si la ponía nerviosa podría quemarse o algo así, y el solo pensamiento hacía que se le revolviesen las entrañas. Por eso se había quedado fuera, lanzándole la pelota a Rocky para mantenerse ocupado y no pensar. En ese momento se abrió la puerta de la casa y salió Paula con una bandeja, en la que lleva un par de sándwiches cortados en dos mitades, dos vasos y una jarra de agua.


–¿Tienes hambre? –le preguntó mientras colocaba las cosas en la mesa que había al fondo del porche.


La verdad era que no tenía ni pizca, pero Pedro se acercó y se sirvió un vaso de agua.


–¿Qué tal vas?, ¿Has tenido algún problema con la receta? –le preguntó tras beber un sorbo.


Ella se sentó en el banco de madera que había junto a la pared, le dió un mordisco a su sándwich, y encogió un hombro. Pedro bajó la vista a su sándwich y parpadeó.


–¿Le has puesto mantequilla de cacahuete y miel?


–Sí –contestó ella mientras masticaba.


Pedro se quedó mirándola.


–¿Qué? –le espetó Paula–. Me gusta el sabor de la mantequilla de cacahuete con miel. Y no pongas esa cara de asco; el tuyo lo he hecho de rosbif y pepinillos.


Pedro tomó una mitad del sándwich que había en el otro plato.


–Bueno, cuéntame cómo vas con la receta –insistió antes de darle un mordisco.


Paula lamió una gota de miel que le había caído en el dedo. Aunque inconsciente, aquel gesto resultó tremendamente sensual y seductor. Pedro se obligó a apartar la vista y trató de concentrarse en masticar y tragar.


–Pues estoy teniendo problemas con algunos términos que utilizas. No sé, por ejemplo, lo de «Reducir el caldo a un tercio» no es algo que uno lea todos los días.


–¿Crees que debería explicar qué significa «Reducir»?


–No, he deducido que es una forma de decir «Consumir», pero no entiendo por qué hay que hacerlo así. ¿Por qué no echar menos vinagre y agua desde un principio?


–Porque dejar que los ingredientes hiervan juntos a fuego lento intensifica el sabor de la salsa.


–¡Aaah! Vaya, pues eso es interesante; deberías ponerlo en el libro.


–¿Tú crees?


–Bueno, sí, aunque, no sé, puede que tenga menos idea de cocina que la media de tus lectores potenciales.


–No, eres perfecta.


Paula alzó la vista, visiblemente sorprendida por su respuesta. Se quedaron mirándose un momento, y apartaron la vista al mismo tiempo. A Pedro el corazón le palpitaba con fuerza. ¿Por qué tenía ella ese efecto en él? Al mirarla vió que la vena de su cuello palpitaba también, y que su respiración se había tornado agitada, pero sin duda no de deseo, sino de temor porque él, un monstruo con el rostro desfigurado, fuera a tocarla o a intentar besarla. Aquel pensamiento le dejó un sabor amargo en la boca. 

Curaste Mi Corazón: Capítulo 18

 –¡Por amor de Dios, Paula, estaba gritándole para que se diera prisa! Tiene diecinueve años y era solo la segunda vez que salía en el programa, así que estaba hecho un manojo de nervios. Se quedó petrificado.


–Estaba actuando, igual que tú.


–No –le espetó Pedro tajante, atravesándola con la mirada.


Paula lo observó en silencio, admirando sus atractivas facciones, su cabello rubio, del color de la arena, sus ojos azules como el mar, y la piel aceitunada, que aún estaba demasiado pálida.


–Se quedó petrificado de verdad –insistió Pedro–. Pero para cuando me dí cuenta ya era demasiado tarde.


Paula sacudió la cabeza.


–Por lo que yo he oído, si tú no hubieras reaccionado con la rapidez con que lo hiciste para sofocar el fuego, Adrián ahora estaría muerto.


Los otros miembros del equipo lo habían calificado de «Héroe».


–Pues a mí él no me ha dado las gracias por salvarle. ¿Sabes lo doloroso que es el tratamiento al que están sometiéndolo? –le espetó Pedro–. Es un tortura.


–Es muy joven –acertó a decir ella en un murmullo–. Un día todo esto no será para él más que un mal recuerdo.


–Pero quedará desfigurado de por vida. Y todo porque yo hice lo que los productores esperaban de mí; todo porque quería que subiera la audiencia, porque estaba hambriento de éxito y de aplausos. En cualquier momento podría haberme negado a entrar en ese juego, podría haber exigido que se tratara con cortesía y respeto a todo el mundo en el plató. 


Pero si lo hubiera hecho probablemente el programa no habría seguido en antena más de una temporada, pensó Paula.


–Y no lo hice. Escogí no hacerlo –murmuró Pedro.


No había nada de malo en querer triunfar, se dijo ella.


–Y mi ambición ha arruinado la vida de ese chico.


Era muy duro consigo mismo; estaba haciendo todo lo que estaba en su mano para ayudarlo, y aun así seguía flagelándose. En ese momento apareció Rocky corriendo, con la lengua fuera y el pelaje mojado por las olas, y se echó a los pies de Pedro. Era la viva imagen de un perro feliz. ¡Si consiguiera ver a Pedro también así de feliz…! Se giró hacia él. Los ojos de Pedro estaban fijos en sus caderas, y siguió mirándola un buen rato antes de darse cuenta de que lo había pillado. Dió un respingo y se puso colorado.  ¿Había estado mirándole el trasero? Incómoda, Paula se pasó las manos por las perneras de los vaqueros. No, imposible; aquello era ridículo… Pero estaba rehuyendo su mirada.


–Bueno, ¿Y qué problema tienes con el libro? –le preguntó.


–Que las recetas son complicadas.


–Pero ese es uno de los motivos por los que tu programa de televisión era tan impactante, ¿No? La preparación de cada plato tenía que seguir un orden preciso porque si no el resultado sería completamente distinto.


–Sí, y le prometí al editor que incluiría un apéndice de soluciones de problemas en cada receta. ¡No soy escritor! –se quejó Pedro–. Lo de explicar las recetas no me sale natural; no sé si las indicaciones que doy se entienden bien o no, y menos si podría seguirlas una persona que no tenga mucha idea de cocinar.


Paula entendía lo que quería decir. Siempre se describía a sí mismo como un chef que se dejaba llevar por su instinto, así que recordar de memoria el orden de los ingredientes, las cantidades exactas y otros detalles debía ser una pesadilla para él. Y como encima se negaba a cocinar, tampoco podía dilucidar esas cosas en la práctica. Se le ocurrió una idea con la que podría ayudarlo, y él a ella de paso. Se humedeció los labios y le propuso:


–¿Y si me dejaras ver los borradores de las recetas para que yo intentara prepararlas? Ya has visto que no sé mucho de cocina; así podrías comprobar si soy capaz o no de hacerlas con tus indicaciones.


–¿Harías eso por mí? –inquirió él sorprendido.


Había esperanza en sus ojos, y algo más que Paula no acertó a descifrar. Asintió y le dijo:


–Claro. Siempre y cuando estés dispuesto a comerte lo que prepare, aunque no salga como debiera.


–Bueno, ¿Qué demonios? Si el resultado es incomestible siempre nos quedarán las varitas de merluza.


Paula se rió.


–¿Qué te parece si empezamos mañana? –le propuso Pedro.


Paula asintió.


–Y hablando de comida… Debería volver dentro y empezar a preparar la cena.


–Y yo debería trabajar un rato más –dijo él.


Paula iba a tenderle la mano para ayudarlo a levantarse, pero la apartó al recordar cómo la había rechazado cuando le había puesto la mano en el hombro. 

Curaste Mi Corazón: Capítulo 17

 –Perdona, lo mismo he dicho una tontería; pensaba que por trabajar en televisión estarías forrado.


–Y lo estaba.


Paula no entendía nada. Entonces, ¿Qué había hecho con el dinero? No iba a preguntárselo, pero de nuevo cruzaron por su mente algunas posibles respuestas aparte de un gasto desmedido, como malas inversiones, o quizá incluso que lo hubiese dilapidado en juegos de azar.


–Se me ha ido todo en facturas médicas.


Paula parpadeó confundida.


–Pero el accidente que sufriste fue un accidente laboral y fue en tu lugar de trabajo –había ocurrido mientras grababan el programa–. El seguro debería haber cubierto los gastos médicos.


–No me refiero a mí, Paula.


De pronto ella creyó comprender. ¿Podría ser que hubiese pagado los gastos médicos del joven aprendiz que también había resultado herido en el accidente?


–¿Te refieres a Adrián? –inquirió en un susurro.


Él no dijo que sí, pero tampoco lo negó. Paula frunció el ceño.


–Pero… El seguro de la productora también debería haber cubierto los gastos médicos de él, ¿No?


Cuando Pedro se volvió hacia ella, sus ojos relampagueaban.


–Aún sigue ingresado –le espetó–. Su familia quería trasladarlo a una clínica privada donde estaría mejor atendido, pero no podían permitírselo.


¡Y pensar que ella había creído que Pedro había estado dándose a la gran vida sin pensar en nada! ¡Qué equivocada había estado!


–Pedro, no tenía ni idea… –murmuró, poniéndole una mano en el hombro.


Él apartó el brazo y se levantó. Dolida, Paula entrelazó las manos en su regazo. Probablemente Mac pensaba que sentía lástima de él y no quería su compasión.


–Era lo mínimo que podía hacer –dijo Pedro, volviéndose hacia ella con el gesto torcido–; es culpa mía que esté hospitalizado con quemaduras de segundo y tercer grado en el sesenta por ciento del cuerpo. He arruinado su vida.


–¡Qué montón de sandeces!–le espetó ella, levantándose también–. Si quieres buscar culpables, son los productores y el director del programa quienes deberían pagar por lo que les pasó.


Encontronazos en la cocina, que era como se llamaba el programa, había seguido el día a día de Pedro y su equipo durante cada comida que tenían que preparar: un almuerzo benéfico, un banquete de boda, la cena de unos prestigiosos premios… Y en cada episodio se lo  había retratado como un chef extremadamente exigente y perfeccionista, que se impacientaba y gritaba a los miembros de su equipo. Era tan exagerado que, aunque ella no hubiese sabido por su hermano que Pedro no era así, tampoco lo habría creído. Sin embargo, la prensa había criticado duramente su comportamiento, asegurando que aquel accidente se había visto venir. Tonterías. Pero esa clase de comentarios eran los que hacían que se vendiesen más periódicos, igual que el dramatismo y los conflictos hacían que subiese la audiencia de un programa de televisión. Pedro no dijo nada, sino que se volvió a sentar en la arena con los hombros caídos, como derrotado. A Paula le partía el corazón verlo así. Se volvió a sentar ella también, se humedeció los labios y le dijo:


–Federico me contó que en el programa interpretabas un papel, que era lo que te pedían los productores. Y me contó que las reacciones del resto del equipo también eran fingidas. Tú no tuviste la culpa del accidente. No fuiste tú quien dejó caer esa bandeja de marisco con hielo en un perol con aceite hirviendo –había sido a Adrián a quien le había pasado–. Fue un accidente; un trágico accidente. 

jueves, 16 de diciembre de 2021

Curaste Mi Corazón: Capítulo 16

Pedro vaciló un momento antes de echar a andar, pero justo en ese momento regresaba Rocky, que había atrapado la pelota, y la depositó a sus pies. Cuando Paula gimió de desesperación, no pudo sino reírse.


–Anda, deja de reírte y lanza tú la pelota para que la atrape ese saco de huesos desagradecido –masculló Paula.


Pedro volvió a reírse, la lanzó, y descendieron tras Rocky por el terreno en pendiente que bajaba hasta la playa. Pedro intentó ignorar el olor del mar, la brisa y la sensación de calma que lo invadió. No se había dado cuenta, pero estaba entumecido de haber pasado las últimas semanas encerrado en la casa, y el simple hecho de estar caminando era como exhalar un suspiro que hubiera estado conteniendo. No se merecía disfrutar nada de aquello, se dijo parándose en seco. Pero si quería mantenerse sano tenía que hacer ejercicio. Y se lo debía a Paula por haber salvado a su hermano.


–¿Estás bien? –inquirió ella, deteniéndose también–. No te habrás cansado ya, ¿No? –lo picó.


–Por supuesto que no –replicó él, echando a andar de nuevo. Paula lo siguió–. Es solo que… Estoy intentando encontrar la manera de disculparme por mi comportamiento del lunes, cuando llegaste –mintió Pedro.


–Ah, eso –murmuró ella, comenzando a descender por las dunas.


Pedro se quedó rezagado; no quería llegar hasta la playa, donde podrían encontrarse con alguien. Paula, como si supiera qué le ocurría, se detuvo y se sentó en un claro de arena entre los matojos de flores moradas que crecían en las dunas, a observar a Rocky correteando por la orilla y persiguiendo las olas. Dudó un instante antes de sentarse a su izquierda, para que no pudiera ver sus cicatrices.


–Pero sabías que llegaba el lunes, ¿No? –le preguntó Paula.


–Sí.


–Y entonces, ¿Por qué te pusiste de tan mal humor? ¿No esperarías en serio que, viviendo bajo el mismo techo fueras a poder evitarme por completo?


La verdad es que en ese momento la idea se le antojó ciertamente irrisoria.


–Bueno, es evidente que he caído en unos cuantos malos hábitos; pero en cualquier caso puedo asegurarte que no fue deliberado, y que desde luego no era el objetivo del ejercicio.


–Con «Ejercicio» imagino que te refieres a haber estado encerrado aquí durante semanas –dedujo ella–. ¿Y cuál es el objetivo?


–El objetivo es escribir ese condenado libro de cocina. Y el lunes estaba teniendo un día particularmente horrible.


Paula suspiró.


–Y llegué yo, como un…


–Como un ciclón.


–Sembrando el caos y la destrucción –bromeó Paula.


–Pero también has traído a mi vida una bocanada de aire fresco –replicó él.


Paula se volvió para mirarlo. A Pedro se le secó la boca, pero se obligó a continuar.


–Tienes razón: He estado aquí encerrado durante días y días, sin apenas salir fuera de la casa, y algunos días apenas he probado bocado. Si no hubieras aparecido tú y no me hubieras «Zarandeado» como hiciste, podría haber caído gravemente enfermo. Y te aseguro que no es eso lo que quiero –le dijo. 


El suicidio no entraba en sus planes.


Paula se quedó mirándolo en silencio, y al cabo le preguntó:


–¿Por qué es tan importante ese libro de cocina?


–Por dinero –contestó Mac, girando la cabeza hacia ella.


–¿Has firmado un contrato con un editor?


Él asintió brevemente antes de girar la cabeza de nuevo y quedarse mirando el mar.


–Y, si tanto lo detestas, ¿No podrías… No sé, disculparte con él y devolverle el dinero que te haya adelantado? –le preguntó ella encogiéndose de hombros. No tenía muy claro cómo funcionaban esas cosas.


–No lo entiendes; necesito ese dinero.


Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no exteriorizar su sorpresa.


–Pero… Debiste ganar un montón de dinero con el programa de televisión, ¿No?


¿En qué se lo había gastado? A menos que hubiese llevado un tren de vida desorbitado, dándose caprichos caros y rodeándose de lujos. Sea como fuera, no era asunto suyo.


Curaste Mi Corazón: Capítulo 15

 –Lo entiendes, ¿Verdad?


Pedro suspiró y asintió. Paula alargó el brazo y le apretó la mano.


–Gracias –murmuró, y le soltó la mano y se volvió de nuevo para mirar al animal.


Pedro se quedó mirando su mano, y la cerró, como si así fuera a poder contener la sensación cálida que amenazaba con expandirse por todo su ser.


–¿Crees que no le gusto porque parezco una giganta?


–¡No pareces una giganta!


Paula parpadeó, como sorprendida por la vehemencia de su respuesta. Pedro se levantó, chasqueó los dedos y llamó al perro, que acudió de inmediato y se sentó a sus pies.


–¿Lo ves? Yo soy más alto que tú y no le importa.


–Pero es que tú eres un hombre. Yo soy muy alta para ser una mujer. Supongo que los animales notan esa clase de cosas.


–Tonterías.


–Tú, en cambio, parece que le gustas.


Por la expresión alicaída de Jo supo que era verdad que había adoptado al perro para sí, y no para intentar sacarlo del profundo pozo negro de depresión en el que pensaba que se encontraba.


–Bueno, si su anterior dueño era un hombre, es lógico que esté más acostumbrado a los hombres. Además, seguro que lo echa de menos y no entiende qué está pasando.


–Es verdad, pobrecito –murmuró ella, acuclillándose para abrazar al perro y darle un beso.


Por alguna extraña razón, Pedro sintió una punzada de celos. Se aclaró la garganta y le dijo:


–Cuando vea que le das de comer y lo cuidas, te ganarás su cariño y su lealtad incondicionales.


–¿Tan simples son los perros? –inquirió ella, y con una mueca divertida, como algo avergonzada, añadió–: Es que nunca había tenido uno.


–Sí, no tienes más que darles de comer y tratarlos con amabilidad. Eso es todo. Solo tienes que darle un poco de tiempo para que se adapte. Te sugiero que pongas su colchoneta en la cocina o en el cuarto de la colada.  Así evitarás que se escape de noche para ir en busca de su antiguo amo – le dijo Pedro. Cuando ella se quedó mirándolo sorprendida, añadió encogiéndose de hombros–: Fede y yo tuvimos varios perros de niños.


–Gracias –contestó Paula–. Oye, ¿Y cómo es que estás aquí fuera? ¿Estabas esperando a que volviera? Espero no haberte preocupado.


–No, claro que no. Es que… Iba a dar un paseo –mintió.


–¡Qué alivio! –dijo ella, llevándose una mano al pecho–. Temía que hubieras creído que me había largado con tu deportivo –añadió. Luego se mordió el labio y le preguntó vacilante–: ¿Te importaría que te acompañáramos Rocky y yo?


¿Cómo podría negarse?


–No, por supuesto que no.


–Estupendo –dijo Paula con una sonrisa–. Aunque creo que deberías ponerte al menos un sombrero para protegerte las… –se llevó la mano a la mejilla izquierda, para darle a entender que se refería a las cicatrices de las quemaduras–. Del sol, quiero decir.


Tenía razón.


–Mientras vas por uno, meteré a La Bella en el garaje –dijo Paula incorporándose.


Se subió al coche, y una enorme sonrisa iluminó su rostro cuando lo puso en marcha. Luego pisó el acelerador solo por diversión, y el motor respondió con un suave rugido. Pedro se dió la vuelta y subió las escaleras del porche para que no lo viera reírse.


–Rocky, espero que un día tu dueña tenga su propio deportivo –le dijo al perro, que lo siguió dentro–. Porque lo disfrutará de lo lindo.


Al llegar a su habitación empezó a abrir cajones, buscando un sombrero.


–No me mires así –le dijo a Rocky, que estaba mirándolo absorto y meneando la cola–. No soy tu dueño; tu dueña es ella.


Pero Rocky se limitó a menear la cola con más vehemencia y Pedro sacudió la cabeza mientras se aplicaba protector solar. Cuando volvió fuera, Paula estaba esperándolo, con una gorra de béisbol en la cabeza y las manos entrelazadas tras la espalda.


–Siempre llevo una gorra en la guantera de La Bestia –le explicó, y cuando pasó las manos al frente Pedro vió que tenía una pelota de tenis.


Rocky, al verla, empezó a ladrar con entusiasmo. Paula la lanzó, y el perro echó a correr tras ella. Hizo ademán de seguir al animal, pero como vió que él no se movía, le preguntó:


–¿Qué?, ¿No vienes? 

Curaste Mi Corazón: Capítulo 14

 –Por favor, encuéntrenle un buen hogar. Es tan buen chico… Y ha sido tan buen amigo para mí todos estos años… Si no fuera porque me llevan a una residencia, yo…


Paula no podía seguir ahí plantada mirando sin hacer nada.


–Por favor, deje que me lo quede yo –dijo yendo hacia ellos–. Es precioso, y le prometo que lo querré muchísimo.


Se acuclilló frente a Rocky para acariciar su suave pelaje, y el animal le lamió la cara.


–Pasaba por aquí y ví el cartel y pensé… bueno, se me ocurrió de repente que estoy en un punto en mi vida en el que podría ofrecerle un buen hogar a un perro que lo necesite –dijo–. Y quizá… –tragó saliva–. Quizá podría llevar a Rocky a visitarlo a la residencia –añadió, girándose hacia el señor Cole.




Pedro no hacía más que pasearse de arriba abajo por el porche. Hacía más de una hora que Paula se había marchado. ¡Una hora! Podría haberle ocurrido cualquier cosa, pensó, y el estómago se le revolvió de solo pensarlo. Podía estar malherida en una cuneta, o haberse empotrado contra un árbol. ¿Cómo podía haber dejado que se fuera sola? ¿Habría conducido siquiera antes un coche de esas características? Y además, desde que se había recluido allí no había llevado el coche a revisión. ¿Y si había tenido una avería? ¿Y si se había quedado tirada en medio de una carretera? ¿Se habría llevado el móvil con ella? Sacó el suyo del bolsillo para ver si tenía algún mensaje. Nada. Justo entonces se oyó el ruido de un coche, y tuvo que sentarse en los escalones del porche porque el alivio que lo invadió hizo que le flaquearan las piernas. Cerró los ojos y dió gracias a Dios. Era responsable de Paula y… ¿Responsable de ella? ¿Desde cuándo? Desde que había empezado a trabajar para él, se respondió. Sí, se había convertido en responsabilidad suya, y también en una china en su zapato. Sin embargo, cuando Paula estacionó frente a la casa tuvo que contenerse para no levantarse corriendo, sacarla del coche y darle un abrazo. Paula se bajó del deportivo con una sonrisa que le pareció algo nerviosa.


–Perdona, no pretendía estar tanto tiempo fuera. Espero no haberte preocupado –dijo ella, mirándolo vacilante–. Tu coche es increíble.


–Ya. Bueno, me alegro de que haya estado a la altura de tus expectativas. 


–Ya lo creo; las ha superado con creces. Aunque tengo que confesarte que mientras conducía ocurrió algo… inesperado y por eso he tardado un poco.


Pedro frunció el ceño y se puso en pie como un resorte. ¿Le había rayado el coche? ¿Se lo había abollado?


–¿Qué quieres decir con que…?


Fue entonces cuando la vio abrir la puerta del asiento trasero y del deportivo se bajó…


–¡¿Has metido a un perro en mi coche?!


–Bueno, sí, pero… Puse una manta para que no estropeara la tapicería. Se llama Rocky.


Pedro la miró boquiabierto.


–¿Has metido a un chucho pulgoso en mi coche?


Paula contrajo el rostro. «Tampoco es para tanto; no te lo tomes así», le dijo a Pedro la voz de su conciencia. ¿Que no era para tanto? ¡Aquel coche era su posesión más preciada! Era… De pronto acudió a su mente Adrián, el chico que por su culpa estaba hospitalizado, y tuvo que volver a sentarse en los escalones del porche. Se desprendería del coche sin pensárselo si con eso pudiera volver atrás en el tiempo y evitar aquel accidente, pero no podía. Así que, ¿Qué importancia tendría si los asientos de su deportivo se hubiesen llenado de pelos de perro?


–Bueno, ya me imaginé que no te haría gracia que lo subiera en el coche –balbució Paula, aturullada, yendo hacia él–, pero…


–¿Se puede saber que hace aquí ese perro?


Los ojos de Paula se posaron en las cicatrices de su rostro, y Pedro giró la cabeza para ocultarlas, fingiendo que miraba el mar.


–¿Es un intento solapado de terapia con animales de compañía? – inquirió.


Paula resopló.


–No, claro que no –se volvió hacia el perro, que se había quedado junto al coche, y lo llamó dándose palmadas en la rodilla–. ¡Ven, Rocky! –pero el can no se movió–. Es para mí, no para tí –le explicó a Pedro–, aunque me parece que no le gusto demasiado.


–¿Pero de dónde lo has sacado?


–Cuando iba conduciendo ví el cartel de un centro de acogida de animales y paré. Había un señor mayor que había ido a dejar allí a su perro –dijo Paula señalando a Rocky–. Su familia lo llevaba a un asilo y no querían hacerse cargo de él. Se me partió el corazón al verlo llorar mientras se lo contaba a la empleada del centro, y me ofrecí a adoptarlo. Y, la verdad, creo que ese pobre hombre habría recelado de mí si le hubiese dicho que tenía que venir por La Bestia para traerme a Rocky porque no podía montarlo en La Bella. Habría pensado que me importaba más el coche que su perro. 


¿La Bella? ¿Le había puesto nombre a su deportivo? Bueno, la verdad era que le iba al pelo. Igual que a ella.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 13

Pedro, al ver que estaba observándolo, la miró irritado y le espetó:


–¿Qué?


–Imagino que no estarías dispuesto a vender tu coche, ¿no?


Pedro parpadeó.


–¿Podrías permitirte pagarme lo que cuesta?


–Bueno, en los últimos ocho años he ganado bastante con el trabajo que tenía y buena parte la he ahorrado.


–Pero ahora mismo estás ganando bastante poco y, si quieres darle un giro a tu vida, quizá deberías usar ese dinero en formación para conseguir otro empleo.


Paula se rascó la cabeza.


–Ya. Supongo que no sería muy inteligente por mi parte, ¿No?


–Pues no, la verdad es que no.


¡No quería venderlo! Paula reprimió una sonrisa. Parecía que no todo estaba perdido. Pedro aún tenía apego por la vida.


–Pero mi ofrecimiento sigue en pie –añadió Pedro–. Puedes ir a dar una vuelta con él cuando quieras.


–¿Cuando quiera? Dios, no digas eso o no haré ni una sola de las tareas de la casa. No sabes las ganas que tengo de probarlo.


Pedro se rió, y le brillaron los ojos y las facciones de su rostro se suavizaron. Paula no podía apartar la vista.


–¿No querrías…? –se humedeció los labios–. ¿No querrías acompañarme, verdad?


De inmediato, las facciones de Pedro se endurecieron de nuevo. Si hubiera podido, Paula se habría pegado a sí misma un puntapié.


–Supongo que no. Estás ocupado con tu libro y todo eso.


–Pues sí, y ahora que lo mencionas… –Pedro se levantó, con la evidente intención de volver al trabajo.


Ella lo siguió con la mirada mientras salía de la cocina, y se le cayó el alma a los pies. «Enhorabuena, Paula», se reprendió con sarcasmo.


–¿Seguro que no te importa? –insistió Paula una vez más, cuando Pedro le plantó las llaves del deportivo en la mano.


–Pues claro que no. Han pasado dos días desde que te dije que podías llevártelo a dar una vuelta y estás cumpliendo con tu trabajo. Puedes tomártelo como una recompensa. 


Paula bajó la vista a las llaves en su mano antes de mirarlo de nuevo.


–No estaré fuera mucho tiempo; veinte o treinta minutos como mucho – le prometió.


Él se encogió de hombros.


–Mientras no te pongan una multa por conducir muy deprisa…


Cuando entró en el garaje y se subió al deportivo, Paula se quedó un buen rato allí sentada, disfrutando del momento y familiarizándose con todos los mandos del salpicadero. Giró la llave en el contacto, y ronroneó de satisfacción al oír el suave rugido del motor. Sacó el coche del garaje con cuidado, decidida a devolverlo sin un solo rasguño, y cuando salió a la carretera dio un grito de emoción, entusiasmada con su potencia y su eficiencia. Exploró los alrededores de la propiedad de Pedro, y descubrió dos pueblecitos encantadores, Diamond Beach y Hallidays Point, y pasó por otros lugares con impresionantes paisajes costeros. De pronto un cartel llamó su atención: "Refugio de animales". Una sonrisa iluminó su rostro, y dejándose llevar por un impulso tomó aquel desvío. «¡Pedro pondrá el grito en el cielo!», exclamó la voz de su conciencia. «¿Y qué?», le espetó otra voz, insolente. «Pues que es su casa», reconvino su conciencia. Bueno, pensó Paula, no le había dicho que no pudiera tener una mascota… Cuando estacionó frente a las instalaciones, un anciano se apeó de un sedán a un par de metros, y un collie de la frontera saltó del vehículo detrás de él. Una mujer vestida con un mono salió del recinto vallado donde tenían a los perros.


–Usted debe ser el señor Cole, ¿No? –dijo dirigiéndose hacia el anciano para estrecharle la mano–. Y supongo que este es Rocky –añadió, bajando la vista al collie–. Enseguida estoy con usted –le dijo a Paula, saludándola con la mano.


Paula cerró la portezuela del deportivo y se quedó esperando. El señor Cole posó la mano en la cabeza del animal y sus ojos se llenaron de lágrimas.


–Tener que dejarlo aquí me parte el corazón.


A Paula se le hizo un nudo en la garganta. La mujer miró a la pareja que estaba sentada en el interior del sedán.


–¿Su familia no puede hacerse cargo de él? –le preguntó.


El señor Cole sacudió la cabeza y Paula tuvo la sensación de que el problema no era que no «Pudieran». 

martes, 14 de diciembre de 2021

Curaste Mi Corazón: Capítulo 12

Levantó una de las dos puertas enrollables del garaje, y al encontrarse con que el interior de esa plaza estaba vacío, por curiosidad subió también la otra, y se quedó boquiabierta al ver la belleza que tenía delante. «¡Oh… Dios… mío!». Allí estacionado había un deportivo clásico de los ochenta de color azul celeste, el coche de sus sueños hecho realidad. Lo rodeó para admirarlo desde todos los ángulos, pasando una mano por la carrocería. ¡Lo que daría por darse una vuelta en él! Se apresuró a bajar la puerta, porque había que proteger a una maravilla así de los elementos, que podrían dañarla, y estacionó a La Bestia en la plaza de al lado. Le lanzó una última mirada soñadora al deportivo de Pedro antes de bajar también la segunda puerta, y regresó a la casa. Él aún estaba sentado en la cocina, pero se había terminado la manzana y estaba tomándose un sándwich. También había puesto agua a calentar para hacer té. Cuando Paula entró, como se quedó mirándolo, debió pensar que había hecho algo mal, porque le dijo:


–No hay problema en que tome lo que quiera de las cosas que has comprado, ¿No?


Ella, que seguía agitada por el descubrimiento que acababa de hacer, ignoró su pregunta y exclamó:


–¡Tienes en el garaje el coche de mis sueños!


–¿Eso es un sí? –inquirió él, flemático.


Paula lo miró contrariada.


–¿Eh? Ah, que te refieres a la comida. ¡Pues claro que puedes! –dijo lanzando los brazos al aire y sacudiendo la cabeza–. Todo lo que hay en esta cocina es tuyo; puedes tomar lo que necesites.


Él se quedó mirándola y sus ojos se oscurecieron. Se pasó la lengua por los labios, y de pronto Paula tuvo la sensación de que no estaba pensando en la comida que había comprado, sino en otra necesidad más básica y primitiva. Una ola de calor la invadió. «¡No seas ridícula!». Los hombres como Pedro no encontraban atractivas a las mujeres como ella. Él apartó la vista, como si hubiese llegado a la misma conclusión, y Paula se frotó la nuca, sintiéndose tremendamente incómoda.


–¿Me estabas diciendo algo de mi coche? –inquirió Pedro.


Paula tragó saliva.


–Sí, yo… Que es una belleza. 


Él la miró y enarcó una ceja, pero no dijo nada. En ese momento el hervidor empezó a silbar. Paula apagó el fuego, e iba a verter el agua hirviendo en la tetera con las hojas de té cuando Pedro le dijo:


–Pues cuando quieras puedes darte una vuelta en él.


Paula no se esperaba ese ofrecimiento, y al oírlo perdió la concentración un instante y el hervidor se bamboleó ligeramente entre sus manos. Pedro se incorporó como un resorte.


–¡Cuidado, no vayas a quemarte!


Paula dejó a un lado el hervidor y le puso la tapa a la tetera.


–Estoy bien; no he derramado ni una gota –respondió, aunque el corazón parecía que fuese a salírsele del pecho–. Aunque debo decirte, Pedro, que no deberías ofrecerle a una chica lo que más ansía cuando está manipulando agua hirviendo –añadió sonriendo.


Pero Pedro no sonrió, sino que se quedó mirando el hervidor con expresión atormentada. Paula puso la tetera en la mesa, se sentó como si no hubiese pasado nada, y le preguntó:


–¿De verdad me dejarías dar una vuelta en tu coche?


Pedro volvió a sentarse también y se pasó una mano por el rostro antes de encoger un hombro.


–Claro –dijo en un tono despreocupado. Pero se acercó su taza y se sirvió él el té antes de que ella pudiera hacerlo–. No le vendría mal; un par de veces por semana lo arranco, pero nunca lo saco a dar una vuelta.


Ella se quedó mirándolo boquiabierta.


–¿En serio que no te importaría?


Pedro volvió a encoger un hombro.


–¿Por qué iba a importarme?


–Pues porque… No sé, ¿Y si le doy un golpe?


–El seguro lo cubriría. Paula, no es más que un coche.


–No, no lo es. Es… –Paula intentó hallar la palabra adecuada–. Es una joya, una belleza. Es…


–No es más que un coche.


–Es una pieza de ingeniería alemana que funciona con una extraordinaria precisión.


Paula estuvo a punto de preguntarle cómo podía tener un coche así y no conducirlo, pero se dio cuenta de que sería una falta de tacto por su parte. Había sufrido un terrible accidente que le había dejado cicatrices que tendría de por vida, y los medios habían estado acosándolo. Comprendía que no tuviera ganas de salir. Pero entonces, ¿Por qué no lo había vendido? Se quedó mirándolo con los labios fruncidos. ¿Podría ser que no hubiera perdido por completo las ganas de vivir? 

Curaste Mi Corazón: Capítulo 11

Cuando todas las bolsas estaban ya en la cocina, Pedro no sabía muy bien qué hacer, así que se sirvió un vaso de agua y se quedó apoyado en el fregadero, tomándoselo a sorbos mientras ella sacaba las cosas. Había comprado varias bandejas de carne: Filetes de ternera, carne picada, pollo…, Pero también vió salir de las bolsas unos cuantos precocinados que le hicieron fruncir el ceño: Pastel de carne y pizza congelada. ¡Y varitas rebozadas de merluza, por amor de Dios!


–¿Qué diablos es eso? –dijo señalándolos.


–Me imagino que esa pregunta no estás haciéndomela en sentido literal, ¿No? –contestó ella.


Lo había dicho en un tono burlón, como el que una madre emplearía con un niño travieso.


–¿Es un castigo por haberme negado a enseñarte a cocinar?


Paula acabó de guardar los congelados y se volvió hacia él con los brazos en jarras.


–Pues claro que no, ¡Qué tontería! He ido a comprar comida y…


–Eso no es comida. ¡Es basura precocinada con un montón de aditivos!


–Si no quieres comer lo que he comprado, no tienes por qué hacerlo.


Además, seguro que hasta todos esos precocinados que he traído son mejores que la comida con la que has estado subsistiendo Dios sabe cuánto tiempo. Porque cuando llegué ayer encontré poco más que latas de alubias, galletas saladas y cereales. Bueno, en eso tenía parte de razón. Daba igual lo que comiera, y cuanto más insípido o repugnante resultara lo que comiera, mejor. Había sido su búsqueda de la excelencia lo que había provocado aquel incendio que casi le había costado la vida a aquel chico. Sintió una punzada en el pecho. Alargó una mano temblorosa hacia una silla y se sentó. Tenía que recordar qué era lo que de verdad importaba; tenía que expiar su culpa.


–Pedro, ¿Estás bien? –inquirió Paula.


Él asintió.


–No me mientas; ¿Quieres que llame a un médico?


–No.


–Federico me dijo que físicamente ya estabas recuperado.


–Y lo estoy –Pedro inspiró–. Es solo que no quiero hablar de nada que tenga que ver con la cocina, ni de comida.


La expresión de los ojos verdes de Jo cambió, como si comprendiera de repente.


–Es porque te recuerda al accidente, ¿No?


No solo por eso. Le recordaba todo lo que había tenido, y todo lo que había perdido. 


Pedro se tensó de repente cuando le puso la mano en el hombro, y Paula se apresuró a apartarla. Parecía tan abatido que lo que habría querido hacer era darle un abrazo y decirle que no se preocupara, que todo se arreglaría. Pero si el solo contacto de su mano lo había puesto así de tenso, un abrazo habría sido aún peor. Y la verdad era que no podía asegurar que todo fuese a arreglarse.


–¿Sabes qué?, al menos puedo prometerte una cosa –le dijo.


Pedro alzó la vista.


–Te prometo que no te obligaré a comer varitas de merluza.


Él no se rió. Ni siquiera sonrió. Pero pareció relajarse un poco, y le volvió el color a la cara.


–Bueno, supongo que debería agradecerte que te compadezcas de mí.


–Desde luego. ¿Has almorzado ya?


Cuando Pedro negó con la cabeza, tomó una manzana de las que acababa de colocar en el frutero y se la lanzó. Eso tampoco lo hizo sonreír, pero bromeó diciendo:


–Veo que contigo aquí voy a disfrutar de los mejores cuidados.


–Ya lo creo –asintió ella. Tomó las llaves de su todoterreno de la encimera, donde las había dejado–. Voy a meter a La Bestia en el garaje.


Pedro no dijo nada; solo le dió un mordisco a la manzana. En cuanto hubo salido de la casa, Paula dejó caer los hombros y suspiró preocupada. Si Pedro se ponía así de mal solo por hablar de comida, probablemente debería perder toda esperanza de que accediera a darle clases de cocina. La verdad era que había sido muy desconsiderado por su parte habérselo pedido siquiera. «¿Es que nunca piensas antes de actuar, Paula?», se reprendió, y con otro suspiro subió a su todoterreno y rodeó la casa con él para llevarlo al garaje. Parecía que no podría contar con Pedro para solucionar su problema. Necesitaba hacer una pirámide de macarrones dulces, y apenas tenía algo más de dos meses para aprender cómo. «Es igual», se dijo irguiendo los hombros. Podía aprender sola; seguro que en Internet había recetas y vídeos donde lo explicaran. Tampoco sería tan difícil, pensó mientras detenía el todoterreno delante del garaje y se bajaba.

Curaste Mi Corazón: Capítulo 10

Se levantó y salió al balcón, bañado por la luz de la luna. Bajo el oscuro paño estrellado del cielo, el mar estaba en calma. Recordó el modo en que había abandonado el comedor, y se pasó una mano por el cabello. Paula debía estar pensando que había perdido el juicio, tanto tiempo allí encerrado. Inspiró, y apoyó las manos en la barandilla. Quizá no pudiera hacerle el favor que le había pedido, pero tal vez si pudiera ayudarla en la búsqueda de su nueva vocación. Cuanto antes la encontrara, antes se marcharía y lo dejaría en paz. Una risa amarga escapó de su garganta. Jamás hallaría la paz porque no la merecía. Pero si al menos conseguía que ella se fuese, con eso se daría por satisfecho. Pedro llevaba una hora despierto cuando oyó a Paula subir con paso firme las escaleras, recorrer el pasillo, y abrir una puerta. Sin duda iba a limpiar la habitación frente a la suya, como le había prometido. Necesitaba su «Dosis» de cafeína para empezar el día, pero no se había atrevido a aventurarse fuera del dormitorio porque no se sentía preparado para ver a Paula después de su comportamiento de la noche pasada. Podría aprovechar y bajar ahora que estaba ocupada, pensó. Si se diese prisa en bajar y subir tal vez no se la encontraría. Sin embargo, no quería que pareciese que la estaba evitando porque podría contárselo a Federico. Apartó la ropa de la cama, se puso unos vaqueros limpios y una sudadera, y entró en el baño para echarse un poco de agua en la cara. Luego fue hasta la puerta del dormitorio, contó hasta tres, y la abrió. Paula estaba en la habitación de enfrente, barriendo el suelo de espaldas a él.


–Buenos días –la saludó.


Ella se volvió.


–Buenos días. ¿Has dormido bien?


Por sorprendente que fuera, la verdad era que sí.


–Sí, gracias –contestó, y luego recordó que debía ser cortés y le preguntó–: ¿Y tú?


–No, pero la primera noche que paso fuera de casa nunca duermo bien. Además, ayer conduje un montón de horas, y estaba agotada. Seguro que esta noche dormiré como un bebé.


Pedro movió los hombros para desentumecerlos.


–¿Cuántas horas tenías de trayecto hasta aquí?


–Cinco.


¿Cinco horas? Pedro se sintió avergonzado de sí mismo. Había conducido cinco horas y al llegar se había encontrado con un cretino que la había tratado de un modo de lo más grosero. 


–Pedro, tenemos que hablar de cuáles serán mis tareas –le dijo Paula–. Quiero decir que todavía no sé si quieres que te prepare el desayuno cada mañana, por ejemplo. ¿Y qué hay del almuerzo?


–El almuerzo me lo prepararé yo. Y en cuanto al desayuno… Bueno, por eso tampoco tienes que preocuparte.


–¿Eres de los que se toman un café bebido y poco más?


Había dado en el clavo. No respondió, y se quedó esperando que le echara un sermón, pero en vez de eso Paula le confesó:


–Igual que yo. Ya sé que dicen que es la comida más importante del día y todo ese rollo –dijo poniendo los ojos en blanco–, pero yo tan temprano no tengo mucha hambre, y si alguien me toca las narices antes de que me haya tomado mi taza de café, no respondo de mis actos.


Pedro se rió, pero se cuidó de mantener ligeramente girado el rostro, para que no pudiera ver sus cicatrices. Paula no había dado muestras de que la repugnaran ni nada de eso, pero él sabía qué aspecto tenían, y si podía ahorrarle el tener que verlas, iba a hacerlo.


–Y hablando del desayuno, he preparado café, por si quieres un poco – añadió Paula.


Él asintió, y estaba ya llegando a las escaleras cuando se volvió y la llamó. Paula asomó la cabeza por la puerta abierta.


–¿Sí?


–No vayas a intentar dejar toda la casa reluciente hoy –le dijo Pedro–. Hace tiempo que decidí prescindir del servicio y el tema de la limpieza lo he tenido un poco abandonado –cuando ella enarcó las cejas al oír eso, puntualizó–: Bueno, bastante abandonado.


Paula se limitó a asentir antes de volver al trabajo, y él bajó a la cocina, a tomarse esa taza de café que él también necesitaba para empezar el día. Cuando oyó a Paula llegar a casa tras su expedición a Forster en busca de víveres, la reacción instintiva de Pedro fue seguir escondiéndose de ella en su habitación. Miró la receta a medio escribir en la pantalla del ordenador y se levantó. Tal vez si bajara e hiciese algo distinto durante media hora podría recordar cuánto había que reducir el caldo. Si pudiese verlo físicamente en una cacerola y olerlo obtendría la respuesta al instante… Maldijo entre dientes y bajó a ayudarla a descargar las cosas del todoterreno.


–¿Has tenido problemas para encontrar el supermercado? –le preguntó mientras llevaban las bolsas dentro, por hablar de algo.


–No, una mujer muy amable me indicó dónde estaba. 

Curaste Mi Corazón: Capítulo 9

La admiraba; él se había aislado del mundo y estaba compadeciéndose de sí mismo, mientras que ella estaba decidida a pelear y cambiar las cosas. Quizá pudiera aprender de ella y rehacer su vida… Cortó de inmediato ese pensamiento. No, no lo merecía. Había arruinado la vida de otra persona; lo único que merecía era pasar el resto de su vida redimiendo su culpa.


–Estás equivocada, ¿Sabes? –le dijo.


Ella alzó la vista y parpadeó.


–¿Respecto a qué?


–Pues a que parece que piensas que eres fea; invisible incluso.


–¿Invisible? –Paula se rió por la nariz–. Mido un metro ochenta y dos y tengo una constitución física que algunos, de forma caritativa, llaman «Generosa». Si algo no soy, es invisible.


«De constitución generosa» era la forma perfecta para describirla, se dijo él, pensando en las gloriosas curvas de su cuerpo.


–Pues a mí me parece que eres una mujer llamativa –comentó. No podía creerse lo que le estaba diciendo. Solo le faltaba ponerse a babear–. ¿Y qué si eres alta? Tu figura está bien proporcionada. Además, tienes unos ojos preciosos, un pelo brillante, y un cutis por el que muchas mujeres matarían. Puede que no encajes en los cánones de belleza de las portadas de las revistas, pero eso no significa que no seas guapa. Deja de tirarte por tierra a tí misma. Te aseguro que no eres nada fea.


Ella se sonrojó, y se quedó mirándolo boquiabierta. Pedro frunció el ceño y se movió incómodo en su asiento.


–Es verdad, no lo eres.


Paula, aún azorada, cerró la boca y se quedó callada un instante antes de balbucir:


–Hay… También hay otra razón por la que acepté este trabajo.


Aquella confesión y lo adorable que estaba cuando se sonrojaba, hizo que a Pedro le entraran ganas de sonreír.


–¿Cuál?


Paula se humedeció los carnosos labios.


–La otra razón por la que acepté este trabajo es que… Que quería pedirte que me enseñes a cocinar –contrajo el rostro–. O, bueno, para ser más exactos, que me enseñaras a hacer una pirámide de macarrones dulces.


Pedro se quedó paralizado, como si todos los músculos se le hubieran puestos rígidos. Tuvo que tragar saliva tres veces porque se le había hecho un nudo en la garganta del tamaño de una pelota de golf.


–No –la palabra salió de sus labios como un graznido–. Ni hablar. No volveré a cocinar nunca.


–Pero…


–Jamás –la cortó, fijando su mirada en ella. Paula se estremeció–. Ni hablar –repitió, y se levantó de la mesa–. Y ahora, si no te importa, voy a seguir con mi libro un poco antes de irme a la cama. Mañana me llevaré mi ropa al dormitorio de enfrente, para cumplir con tu condición de que no duerma donde trabajo.


Ella pareció recobrar la compostura.


–La limpiaré mañana a primera hora –murmuró.


Eso le recordó a Pedro que había dicho que al día siguiente iba a ir a comprar comida.


–En la encimera de la cocina hay una bote de lata con dinero, para que puedas comprar lo que haga falta: comida, productos de limpieza… Lo que sea.


–Bien.


Pedro se dió la vuelta y, aunque le temblaban las rodillas, subió al piso de arriba y no se detuvo hasta llegar a su habitación. Se sentó frente al escritorio y hundió el rostro en las manos mientras intentaba calmarse. ¿Enseñarle a cocinar? Imposible. El corazón le martilleaba, igual que la cabeza, y los latidos resonaban con tal fuerza en sus oídos que no podía oír nada más. No supo cuánto tardó su corazón en calmarse, ni cuánto tardó su respiración en retornar a un ritmo natural. Se le hizo una eternidad. Cuando por fin levantó la cabeza, se repitió con firmeza que no podía hacer lo que le pedía Paula. Le había salvado la vida a su hermano y estaba en deuda con ella, pero no podía enseñarle a cocinar. 

jueves, 9 de diciembre de 2021

Curaste Mi Corazón: Capítulo 8

 –¿Estás enamorada de él? Es mayor para tí, ¿Sabes?


Aquello la sorprendió tanto que se echó a reír.


–Estás de broma, ¿No? –le preguntó, rebañando con un trozo de pan la salsa que quedaba en su plato.


Él volvió a fruncir el ceño.


–No.


–Quiero a tu hermano, pero solo como amigo; no estoy enamorada de él. Eso sería una pesadilla –contestó ella, limpiándose las manos en la servilleta.


–¿Por qué?


–Porque no soy masoquista. Tu hermano y tú tienen gustos parecidos en lo que a mujeres se refiere. Los dos salís con rubias bajitas y delicadas, perfectamente maquilladas, que llevan vestidos atrevidos y tacones de vértigo.


Ella no había metido ni un vestido en la maleta, ni tenía un solo par de zapatos de tacón. El rostro de él se ensombreció, y apartó el plato.


–¿Y qué diablos sabes tú de qué clase de mujer me gusta? –se giró, ocultándole las cicatrices del rostro.


–Nada –admitió ella–. Mis suposiciones se basan en las fotos que he visto en la prensa y en lo que me ha contado Federico.


–Pues haces que suene como si fuésemos de lo más superficiales. Pero puedo asegurarte que esas mujeres que has descrito ahora mismo ni me mirarían.


–Solo si fuesen superficiales –apuntó ella–. Además, la belleza y la superficialidad no siempre van de la mano –apostilló.


Pedro abrió la boca para decir algo, pero ella lo interrumpió.


–Y de todos modos, que sepas que no voy a sentir lástima por tí. Yo nunca he sido lo que la gente considera «Guapa», y he aprendido a valorar otras cosas. Tú crees que ahora los demás, cuando te miren, ya no verán tu atractivo físico, pero…


–¡No lo creo; lo sé!


Estaba equivocado, completamente equivocado.


–Pues nada, bienvenido al club.


Él se quedó boquiabierto.


–No es el fin del mundo, ¿Sabes? –le dijo Paula.


Pedro continuó mirándola un buen rato antes de inclinarse hacia delante para preguntarle:


–¿Vas a decirme cuál es el verdadero motivo por el que has venido aquí?


Paula lo miró también, y le entraron ganas de echarse a llorar, porque quería pedirle que le enseñara a cocinar, pero él parecía tan enfadado y traumatizado por lo del accidente que sabía que le respondería con un no rotundo.


–Si he venido, es para asegurarme de que no echarás a perder todos mis esfuerzos con Federico.


Pedro se echó hacia atrás en su asiento.


–¿Tus esfuerzos?


Paula sabía que lo que debería hacer era levantarse y empezar a recoger la mesa, pero Pedro tenía que enterarse al menos de un par de cosas.


–¿Tienes idea de lo agotador que es hacerle la reanimación cardiopulmonar a una persona durante cinco minutos seguidos? –era lo que ella había hecho por Federico.


Pedro negó lentamente con la cabeza.


–Pues lo es; es agotador. Y durante todo ese tiempo el pánico se apodera de tí, y tu mente no para de intentar llegar a algún acuerdo con Dios.


–¿Un acuerdo… con Dios?


–Sí, piensas cosas como: «Si salvas a Federico, te prometo que no volveré a hablar mal de nadie», «Me portaré mejor con mi abuela y mi tía abuela», «Me enfrentaré a mis peores temores»… –Paula se echó el pelo hacia atrás–. Ya sabes, la clase de promesas que son casi imposibles de cumplir –bajó la vista a su vaso de agua–. Fueron los cinco minutos más largos de mi vida.


–Pero le salvaste; hiciste algo extraordinario.


–La verdad es que aún no me lo creo.


–Y has venido para tenerme vigilado y asegurarte de que no interferiré en su recuperación, ¿No es eso?


–Algo así. Quería venir él a ver cómo estabas, pero no me parecía que fuera una buena idea. Pero, volviendo a mí, no lo has entendido bien: Es Federico quien me está haciendo un favor a mí al haberte convencido para que me contratases. ¿Sabes?, cuando tuvo el infarto, el miedo que pasé hizo que me replanteara mi vida. Me obligó a reconocer que hasta ahora no he sido muy feliz, y que no me gustaba el trabajo que hacía. No quiero pasar los próximos veinte años sintiéndome así –le explicó–. Por eso, cuando Federico se enteró de que necesitabas una empleada del hogar y me preguntó si estaría interesada, le dije que sí sin pensármelo. Así tendré tiempo para pensar y trazar un nuevo rumbo.


Pedro se quedó mirándola.


–O sea, que quieres darle un giro a tu vida.


Paula asintió.


–¿Y qué quieres hacer?


–No tengo ni idea.


Pedro no quería dejarse conmover por su historia, pero la verdad era que lo había conmovido. Tal vez porque se la había relatado sin darse importancia por haberle salvado la vida a su hermano. O quizá porque comprendía muy bien esa sensación de insatisfacción que le había descrito.


Curaste Mi Corazón: Capítulo 7

Pedro frunció aún más el ceño.


–¿De verdad piensas que esto va a funcionar?, ¿Que puedes hacer que mi vida cambie con solo…?


Paula soltó los cubiertos y sacudió de nuevo la cabeza, con incredulidad.


–No todo gira en torno a tí, ¿Sabes? –le espetó–. Puede que tenga algún motivo personal para haber venido. Te estás comportando como un idiota, ¿Sabes? Si quieres que te sea sincera, me da igual si quieres autodestruirte, pero al menos podrías esperar a que a Federico lo hayan operado y se haya recuperado.


–No estás siendo muy educada.


–Tampoco tú. Y me niego a hacer ningún esfuerzo por mostrarme educada contigo mientras sigas comportándote como un niño con una rabieta. No soy tu madre; no tengo que hacerte carantoñas para que se te pase el enfado.


Él se quedó mirándola boquiabierto.


–Come algo –lo instó Paula–. Si estamos ocupados masticando, no tendremos que hacer un esfuerzo por conversar.


Sus palabras hicieron reír a Pedro, y la risa transformó su rostro por completo. Las cicatrices de las quemaduras seguían ahí, sí, pero sus ojos se iluminaron, y por un momento le recordó al Pedro al que tantas veces había visto en televisión. Él cortó un trozo de albóndiga, se lo llevó a la boca con el tenedor y masticó en silencio.


–No está mal –dictaminó, y probó también los espaguetis–. De hecho, está bastante bueno.


Ya… Seguro que solo estaba haciéndole la pelota porque tenía miedo de lo que pudiera decirle a Federico.


–O, para ser justos, debería decir que está muy bueno, teniendo en cuenta lo poco que tenía en la nevera.


Al oírle decir eso Paula casi le creyó. Era verdad que la nevera estaba casi vacía.


–Mañana iré a comprar comida. Creo que estamos a medio camino entre Forster y Taree, ¿No? ¿Alguna sugerencia de a dónde debería ir?


–No.


Paula se quedó esperando a que dijera algo más, y cuando Pedro no añadió nada a esa áspera negativa, sacudió la cabeza y siguió comiendo. Había sido un día muy largo y estaba hambrienta y cansada. Sin embargo, cuando se dió cuenta de que él había dejado de comer y estaba mirándola, detuvo su mano en el aire, con el tenedor a unos centímetros de su boca y le preguntó:


–¿Qué pasa?


–No pretendía ser grosero con esa respuesta. Es que no he estado ni en Forster ni en Taree. Pero pedía por teléfono lo que necesitaba a un supermercado de Forster.


–¿Has dicho que lo «Pedías»?


Pedro frunció el ceño.


–El tipo que traía los pedidos era incapaz de seguir mis instrucciones.


Ah… Lo cual traducido al lenguaje común sin duda significaba que el repartidor había invadido su privacidad, la privacidad de la que era tan celoso.


–Ya. Bueno, entonces supongo que probaré suerte en Forster – respondió ella. Cuando Pedro continuó comiendo, carraspeó y le dijo–: Espero que Federico te advirtiera de que lo de cocinar no se me da muy bien.


Él dejó de comer y levantó la vista del plato.


–En realidad me dijo que no cocinabas mal del todo –contestó con franqueza–, y a juzgar por lo que has preparado, diría que es una descripción bastante acertada. ¿Te intimida cocinar para…?


–¿Para un chef de renombre mundial? –acabó Paula la frase por él–. Pues sí, un poco. Solo confío en que no esperes demasiado de mis guisos.


–Te prometo que no criticaré lo que cocines; me limitaré a mostrarme… Agradecido por lo que me sirvas.


–He visto que tienes garaje –dijo Paula alargando la mano hacia el plato con los panes de ajo.


Pedro también había alargado la suya para tomar uno, pero se detuvo y dejó que ella se sirviese primero. Tenía unas manos bonitas, fuertes y con unos dedos largos; se había fijado en sus manos muchas veces cuando lo había visto en televisión.


–Me preguntaba si podría aparcar dentro mi todoterreno yo también. Imagino que la brisa del mar no debe ser muy buena para la carrocería.


–Claro, no hay problema.


Mientras seguían comiendo, se dió cuenta de que Pedro estaba observándola por el rabillo del ojo. Se preguntó qué pensaría de ella. Desde luego no se parecía en nada a las mujeres con las que aparecía siempre en las revistas y los periódicos. Para empezar por su altura; era más alta que la mayoría de los hombres.


–Por lo que me ha dicho Federico, te preocupas mucho por él –dijo Pedro de pronto.


Ella levantó la cabeza.


–Bueno, es lo normal, ¿No?


Pedro frunció el ceño.