jueves, 2 de septiembre de 2021

Conectados: Capítulo 45

 –Te he echado de menos –le dijo Pedro, sonriéndole con los ojos y con los labios–. Más de lo que puedo expresar con palabras. Estás preciosa. ¿No podríamos salir de aquí y… no sé, ir a tomarnos un café?


Avanzó un paso más hacia ella, la atrajo hacia sí sin ningún miramiento, y la besó con la pasión contenida que se acumula cuando uno pasa tres semanas y dos días separado de la persona a la queama. Y ella respondió al beso con idéntico ardor, entrelazando su lengua con la suya, entregándose por completo. No habría podido evitarlo aunque se lo hubiera propuesto. En su corazón había estado rogando por volver a verlo, por que llegara ese momento. Fue Pedro quien despegó sus labios de los ella, permitiéndole que respirara de nuevo, y Paula, que no había tenido bastante, iba a reclamar una segunda ronda, cuando él le sonrió y señaló la salida de la tienda con un movimiento de cabeza. Y antes de que pudiera saber qué estaba pasando, le pasó un brazo por debajo de las rodillas, otro por la espalda, y la alzó en volandas. Pedro no dijo una palabra, y echó a andar, fuera de la tienda, sin hacer caso de sus protestas. Paula agitaba las piernas, repitiéndole que la bajara, pero él siguió andando, cruzando una sala tras otra, ante la mirada escandalizada de la vieja señora Jones, la vigilante de la sala de tapices, y las miradas divertidas de otros empleados del museo y los pocos visitantes que quedaban.


–¿Pero qué haces? –lo increpó Paula, agarrándosele al cuello para no caerse–. ¡Bájame ahora mismo! He estado refugiándome en la comida estas tres semanas para quitarme el disgusto y tú no tienes la pierna bien y… ¡Pedro! ¿Quieres escucharme?


Él no se detuvo, y le aseguró con una sonrisa:


–Mi pierna está bien, y yo estoy bien. De hecho, estoy mejor que bien.


Y Paula vió cómo su amigo, el guarda de seguridad, le guiñaba un ojo mientras les sujetaba la pesada puerta para que pudieran salir. Un par de minutos después ella volvía a estar de nuevo en el suelo, en plena calle. Y a pesar del frío aire de diciembre y de que se suponía que debería estar furiosa, prorrumpió en risitas.


–Genial, adiós a mi reputación de persona seria y responsable – dijo tapándose la boca con la mano sin poder dejar de reírse–. A la vieja señora Jones parecía que iba a darle un patatús cuando hemos pasado por su sala.


–Si te riñen, échame a mí la culpa –le dijo Pedro con una sonrisa–. Perdona que te haya sacado así del museo, pero es que necesitaba hablar contigo. No he perdido la esperanza.


–¿De qué?


–De que quizá pueda persuadirte para que me perdones.


–¿Vas a ponerte de rodillas y a suplicar? –inquirió ella, intentando parecer más tranquila de lo que estaba.


–Si es necesario, haré lo que sea –Pedro la tomó del brazo para llevarla hasta el Rolls Royce que había parado junto a la acera, con el motor en marcha y su chófer al volante–. Vamos a tomarnos ese café –dijo abriéndole la puerta del asiento trasero.


Cuando la hubo ayudado a subir, asiéndola por el codo, dejó caer la mano, y al hacerlo sus dedos rozaron el brazo de Paula, haciéndola estremecer por dentro. Era increíble que una caricia fortuita como esa pudiese tener ese efecto en ella, pensó maravillada, mientras él se sentaba a su lado. Pedro le indicó una dirección al chófer, y mientras se ponían en marcha permanecieron en silencio unos segundos hasta que ella, que se sentía como si el corazón fuese a estallarle de impaciencia, se volvió hacia él para preguntarle algo, lo que fuera, y justo en ese momento él se volvió también y abrieron la boca a la vez para hablar, pero se echaron a reír. Y así, de un modo tan simple, resurgió la maravillosa conexión que había habido entre ambos desde un principio, disipando en un instante la tensión.


–Tú primero –le dijo Paula con una sonrisa–. Cuéntame qué has estado haciendo estas tres semanas.


–Tres semanas, dos días y… –Pedro miró su reloj– y veintidós horas. Demasiado tiempo –añadió con una sonrisa triste–. Pues he estado con mi familia, disfrutando del sol… He hecho un esfuerzo por volver a contactar con amigos a los que hacía años que no veía porque en los últimos años no he hecho más que viajar, de competición en competición. Y también he hecho algunos amigos nuevos. Y durante ese tiempo empecé a darme cuenta de algo increíble sobre mí mismo, algo que se había perdido en medio de todo el revuelo emocional que siguió a ese accidente que trastocó toda mi vida.


Por su tono parecía calmado, pero cuando dijo esas últimas palabras se le quebró la voz.


–¿Qué era, Pedro?, ¿De qué te diste cuenta?


Él se giró en el asiento para poder tomar sus manos y le dijo con una sonrisa vacilante:


–Tenías razón: Había olvidado la alegría de cosas tan sencillas como estar con mi familia, con mis amigos, hacer una barbacoa en la playa o ver una puesta de sol. Había olvidado que puedo pedir ayuda y que a la gente a la que le importo está dispuesta a dármela sin pedir nada a cambio. Y el descubrir que había olvidado todo eso me ha hecho pensar que debo ser el mayor idiota del mundo –soltó una de sus manos y remetió un mechón tras la oreja de Paula mientras continuaba hablando–. Ayer por la mañana estaba en la playa, sintiendo la arena bajo mis pies y el calor del sol en mis hombros, y me sentí más feliz en ese momento de lo que me había sentido en años –volvió a tomar su mano y la miró a los ojos–. Y entonces comprendí que era verdad, que tenía que decirle adiós al viejo Pedro y darle la bienvenida al nuevo Pedro, al que quiere disfrutar cada segundo de su vida con la gente que le importa. Una mujer maravillosa e inteligente me había dado ese consejo, y he venido a darle las gracias.


–¿Lo echas de menos?, ¿Al viejo Pedro? 

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