No podía apartar los ojos de ella, de ese cuerpo atlético, esbelto. El top deportivo resaltaba unos senos voluptuosos y perfectos, y el estómago que dejaba al descubierto era completamente liso, sin un ápice de grasa, y los pantalones cortos de chándal se ajustaban a unas caderas estilizadas y exhibían unas piernas larguísimas, torneadas y tonificadas. Tampoco llevaba puestas las gafas. No tenía sobrepeso, ¡Lo que estaba era en forma! No salía de su asombro, y mientras la recorría con la mirada sintió que lo invadía una oleada de calor. ¿Cómo podía haber ocultado ese cuerpo? Bueno, no era difícil de imaginar, con el horrendo chándal con que la había visto al llegar, y luego con esa blusa y esa falda tan poco favorecedoras…
–¡Vaya, hola! –la saludó cuando ya estaba a solo unos pasos.
Fue un saludo afable, pero ella se irguió como impulsada por un resorte y se quedó mirándolo aturdida y con unos ojos como platos, como un animal deslumbrado por los faros de un coche. A Paula se le escapó un gemido ahogado al ver, con espanto, aparecer ante ella a la última persona que quería ver en ese momento: ¡Pedro Alfonso! La tensión emocional del día la había superado de tal manera que, en cuanto lo había oído salir de la casa, había subido a cambiarse. Necesitaba salir, desahogarse y liberar esa tensión, y había pensado que salir a correr la ayudaría. Había tomado la ruta más larga, con la esperanza de que al volver él ya se habría ido en su coche, ¡no que iba a aparecer de la nada! Al ver cómo estaba mirándola, cayó en la cuenta de lo mucho que dejaba al descubierto la ropa que llevaba y se puso roja como un tomate, pero alzó la barbilla, desafiante, en un intento desesperado por disimular su azoramiento.
–Cuando las ví sentadas la una al lado de la otra, me pareció que Jimena y usted no podían ser más distintas –observó Pedro Alfonso–, pero ahora veo que, aun compartiendo el mismo apellido, nadie podría tomarlas por hermanas. ¡Ni por asomo!
No debió de percatarse de la expresión dolida de ella, porque tras sacudir la cabeza con incredulidad continuó hablando.
–Perdone, no debería estar reteniéndola con mi cháchara; se le agarrotarán los músculos. ¿Le importa que la acompañe de regreso a la casa? Si corre a un ritmo suave, iré caminando a su lado y así podremos hablar.
Se hizo a un lado y Paula, que no habría sabido cómo negarse sin parecer grosera, empezó a correr al tiempo que él echaba a andar junto a ella. El corazón le latía pesadamente, pero no por el ejercicio. Las palabras tan crueles que acababa de decirle, como si nada, resonaban dolorosamente en su interior, pero no iba a dejarle entrever que la había herido. Haciendo un esfuerzo por olvidarse de su escueto atuendo, de que estaba sudando, le preguntó:
–¿De qué quiere hablar?
–Voy a hacerle a su madrastra una oferta por Haughton –respondió él–, y será una oferta generosa…
A Paula le dió un vuelco el corazón.
–Sigo sin querer vender –le contestó, apretando los dientes.
–Y a usted le correspondería… más de un millón de libras.
–Me da igual cuánto nos ofrezca, señor Alfonso –le dijo ella con firmeza–. No quiero vender.
–¿Por qué no? –inquirió él frunciendo el ceño.
–¿Que por qué no? –repitió ella con incredulidad–. Mis motivos son personales. No quiero vender y punto –se detuvo y se giró para mirarlo–. No hay más. Y aunque ellas quieran vender, yo haré todo lo que esté en mi mano para impedir que se complete la venta. ¡Lucharé hasta el final!
Su vehemencia hizo que Alfonso enarcara las cejas, aturdido, y abrió la boca, como para decir algo. El problema era que, tuviera lo que tuviera que decir, ella no quería oírlo. Lo único que quería era alejarse de él, volver a la casa, al santuario que era para ella su dormitorio. Lo único que quería era echarse en la cama y llorar, porque lo que más temía se haría realidad si aquel hombre insistía en su empeño de arrebatarle su hogar. No podía soportarlo, no podía seguir allí con él ni un segundo más… Y por eso, sin importarle lo que pudiera pensar, echó a correr hacia la casa lo más rápido que podía, dejándolo atrás.
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