martes, 28 de septiembre de 2021

Deja Que Te Ame: Capítulo 22

Era una suerte que el atuendo masculino de gala de la época eduardiana no distara demasiado del actual, pensó Pedro mientras acababa de hacerse el lazo de la corbata. El de las mujeres, en cambio, era muy distinto. Un brillo travieso asomó a sus ojos. Estaba impaciente por ver a Paula. Aquello iba a costarle quince mil libras, pero sería un dinero bien gastado, eso seguro, y no solo porque fuera a destinarse a una buena causa. Se ajustó los gemelos y fue al mueble bar para sacar una botella fría de champagne y dos copas. Al oír abrirse la puerta detrás de él, se giró. No eran las estilistas, que acababan de marcharse, charlando animadamente entre ellas, sino Paula. «¡Sí!», exclamó para sus adentros al verla. Hasta tuvo que reprimir el impulso de levantar el puño en señal de triunfo. «¡Sí, sí, sí!». Paula se detuvo y sus facciones se contrajeron.


–Bueno, ¿Y ese cheque que me prometió?


No quería parecer grosera, pero se sentía horriblemente incómoda con Pedro mirándola con ojos de halcón. Aunque aún no se había mirado en el espejo – ¡No lo soportaría!–, sabía exactamente qué vería: una mujer grandota y torpe embutida en un disfraz ridículo. Estaba segura de que ni el maquillaje había servido de nada, porque con una cara como la suya no se podía hacer nada. Pues le daba igual, exactamente igual. Lo único que ella quería era que le diera el cheque que le había prometido para poder quitarse aquel absurdo disfraz y volver a casa. Pedro esbozó una sonrisa y se metió una mano en el bolsillo interior de la chaqueta.


–Aquí lo tiene –dijo tendiéndoselo.


Azorada, Paula se acercó para tomarlo. Cuando leyó el cheque, frunció el ceño y alzó la vista hacia él.


–Pero aquí pone «Treinta mil libras»… –objetó.


–Pues claro –respondió él afablemente–. Porque va a venir a la fiesta conmigo. Ya que estamos los dos engalanados, mirémonos en el espejo para ver qué tal estamos.


La tomó por el brazo y la giró hacia un enorme espejo que colgaba de la pared diciéndole:


–Mírese, Paula.


Cuando lo hizo, se quedó sin habla. No podía hacer otra cosa más que eso, mirar anonadada su reflejo. El vestido, de seda en color rojo rubí, le hacía cintura de avispa, caía en cascada hasta sus pies con una breve cola, y tenía un generoso escote realzado por el corsé. El cabello se lo habían recogido en un moño pompadour con algunos bucles sueltos enmarcándole el rostro. Además, con el maquillaje sus ojos parecían más grandes, sus pestañas más largas y espesas, sus pómulos más definidos y sus labios más carnosos.


–¿Qué le había dicho? –le susurró él–. Es usted una diosa.


Por la expresión de su rostro era evidente que Paula estaba teniendo una profunda revelación. Estaba viendo en el espejo, por primera vez en su vida, a alguien a quien no había visto antes; estaba viéndose a sí misma: Una mujer increíblemente hermosa.


–Es como Artemisa –murmuró Pedro–, la diosa griega de la caza: Esbelta, fuerte y tan, tan hermosa…


Dejó que sus ojos recorrieran lentamente su reflejo, admirando su rostro y su figura ahora que por fin le habían sido revelados en todo su esplendor. Frunció el ceño. ¿Qué había sido de aquellas gafas tan poco favorecedoras?


–¿Se ha puesto lentes de contacto? –le preguntó.


Ella sacudió ligeramente la cabeza.


–En realidad, solo necesito gafas para conducir, pero normalmente las llevo porque… –se quedó callada y tragó saliva.


Pedro no dijo nada, pero sabía por qué. Ahora comprendía por qué las llevaba. Paula apartó la vista y con voz entrecortada, continuó:


–Las llevo para decirle al mundo que sé perfectamente lo poco agraciada que soy, que lo he aceptado, y que no voy a ponerme en ridículo tratando de parecer lo que no soy, que no pretendo intentar…


Se le quebró la voz, y Pedro concluyó aquellas dolorosas palabras con las que parecía estar condenándose a sí misma.


–Que no pretende intentar competir con su hermanastra –dijo en un tono quedo.


Paula asintió.


–Es patético, lo sé, pero…


Pedro la asió por el brazo y la hizo girarse hacia él.

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