–No, pero sí sé que estoy orgulloso de él, y que sin él no sería quien soy ahora. Con él he vivido una vida en tecnicolor: Una vida de emociones, de descargas de adrenalina, mar y surf, y siempre le estaré agradecido por todos esos recuerdos.
Paula dejó caer los hombros y apretó los labios antes de contestar.
–El viejo Pedro no se conformaría con una vida en blanco y negro, una vida de color sepia. ¿Qué hay del nuevo Pedro? ¿Qué clase de vida quiere?
–Ahora tengo un nuevo trabajo. Federico se vino conmigo unos días, y se nos ha ocurrido una iniciativa de orientación a deportistas. Hemos tirado de nuestros contactos para formar un pequeño grupo de deportistas profesionales que están dispuestos a compartir sus conocimientos con jóvenes talentos que están empezando –le explicó Pedro–. Organizaremos talleres en varios países por todo el mundo, pero la sede de la organización estará aquí, en Londres. Y por algún motivo Fede piensa que yo soy la persona adecuada para llevarlo – frunció el ceño y parpadeó, fingiéndose sorprendido–. ¿Qué te parece?
Paula se rió.
–Me parece una idea maravillosa, Pedro. Estoy segura de que le servirás de inspiración a un montón de jóvenes. A mí me has ayudado muchísimo; más de lo que puedas imaginar.
–Y tú a mí –le dijo él–. Me has enseñado que en un negocio lo que importan no son las ganancias, sino el hacer realidad tus sueños.
–¿Yo?, ¿Yo te he enseñado eso?
Pedro le dio un ligero toque en la punta de la nariz con el índice y se encogió de hombros.
–Mírate; has cambiado tu vida. Deberías estar orgullosa de haber tenido el valor suficiente como para haberte arriesgado.
–¿Valor? Nada más lejos de la verdad; durante la mayor parte de mi vida he sido horriblemente cobarde –bajó la vista y se quedó callada un momento antes de alzar la mirada de nuevo y volver a hablar–. Creo que no te conté la historia de mi padre, ¿Verdad? Pues verás, cuando perdió su trabajo, tuvo una crisis de ansiedad. Una crisis muy fuerte. Incluso estuvo hospitalizado durante unos días –hizo una pausa y apretó los labios–. El caso es que, cuando le dieron el alta, me dijo que en ese momento, cuando le dió la crisis, se había sentido como si el mundo estuviese derrumbándose sobre él. Como si el cielo fuese una pesada plancha de acero que estaba aplastándolo poco a poco contra el pavimento hasta que ya solo quedaba de él una enorme mancha de grasa. ¿Te lo puedes imaginar? Un hombre que había asesorado a los directores financieros de algunas de las instituciones más importantes del mundo, comparándose con una mancha de grasa que pisaría la gente –sacudió la cabeza–. Mis padres se llevaron un batacazo tremendo; de la noche a la mañana se quedaron sin dinero y sin trabajo. Lo perdimos todo. Y desde entonces yo me volví miedosa, y empecé a protegerme de cosas que ni siquiera habían ocurrido, y en vez de expandir mis horizontes, mi mundo se fue haciendo cada vez más pequeño.
Se quedó callada, porque tenía un nudo en la garganta, pero Pedro le apretó suavemente las manos, dándole fuerzas para continuar.
–¿Y cómo lo superaste? –le preguntó con cariño.
–Mis padres se marcharon al extranjero, para montar un nuevo negocio, y yo no quería irme, así que a partir de ese momento tuve que ser independiente. Pero estaba asustada, no me veía capaz de valerme por mí misma. Dejé a un lado mi curiosidad y mi sentido de la aventura, me parecía que no podía correr riesgos; tenía la sensación de que mi espíritu se estaba marchitando. Seguía teniendo sueños, pero no creía en ellos… Hasta que apareciste tú. Cuando empezamos a cruzar mensajes a través de esa página de contacto, las cosas que me contabas y tu forma de contarlas me hicieron darme cuenta de que, si yo no daba el primer paso, mi vida no iba a cambiar. Me sacaste de mi zona cómoda y me obligaste a replantearme lo que de verdad era importante para mí. Creía que lo sabía, pero no era así.
–¿Yo?, ¿Yo hice eso?
Ella asintió.
–Necesitaba un empujón para enfrentarme a mis miedos y tomar las riendas. Para empezar a vivir mirando al futuro y no dejar de tomar decisiones por miedo. Porque sí, tenía un miedo atroz. Me sentía como si estuviese a punto de cruzar un abismo sin fin a través de uno de esos endebles puentes de cuerda. Tenía miedo de mirar abajo y la sola idea me hacía sentirme mareada porque pensaba que, si tropezaba y me caía, no tendría tener el coraje para volver a levantarme. Y entonces se me ocurrió lo de las tarjetas de Navidad y me dije: «Ahora o nunca» –sonrió a Pedro, que estaba escuchándola atentamente y, sin poder contenerse, lo besó en los labios–. Así que hace dos semanas dejé a Marcela perpleja al decirle que dejaba el trabajo. Sabía que en el museo necesitaban a alguien para cubrir el turno de tarde de lunes a viernes, y les dije que yo estaría encantada de hacerlo. Así que ahora tengo libres las mañanas para dedicarme a mi propio negocio, a mis dibujos.
–¿Y eres feliz?
–Sí, muy feliz. Probablemente nunca consiga ganar mucho dinero, pero con lo que gane me doy por satisfecha, porque para mí lo importante es poder crear algo mágico y especial de lo que puedo sentirme orgullosa. Y si lo he conseguido ha sido en parte porque tú me animaste a hacerlo; gracias, Pedro.
Él escrutó su rostro en silencio unos segundos antes de hablar.
–Todavía no me he perdonado por lo que hice aquella noche. Es verdad que a Lorena sí le importaba, y sí, es una chica estupenda. Ella nunca fue el problema; el problema lo tenía yo. Y siento muchísimo lo que hice, de verdad. No fue algo premeditado, pero fue injusto contigo. Tú no tenías nada que ver –levantó una mano y le acarició la mejilla–. Por eso he vuelto, porque necesitaba volver a verte, a estar contigo. Pero todo depende de tí. Dime, ¿Crees que podrías perdonarme, que podríamos olvidarlo y volver a empezar?
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