jueves, 9 de septiembre de 2021

Deja Que Te Ame: Capítulo 3

Cuando vió surgir altos setos a ambos lados de la sinuosa carretera comarcal, Pedro Alfonso supo que estaba llegando a su destino, y aminoró la velocidad. Era un día a principios de primavera, y el sol brillaba sobre la campiña del condado de Hampshire. Estaba ansioso por llegar, por ver si la propiedad que lo había cautivado por las fotos que le había mostrado su agente estaría a la altura de sus expectativas. Y no solo como inversión. Todo el conjunto –los jardines y el terreno boscoso circundante, la cálida piedra caliza, las armoniosas proporciones y el diseño de la casa– se le antojaba tan… Hogareño. Sí, esa era la palabra. De hecho, era una casa en la que se veía viviendo. Aquel pensamiento lo sorprendió. Siempre había sido feliz con la vida de trotamundos que llevaba, alojándose en hoteles, dispuesto a subirse a un avión en cualquier momento.


Claro que… Nunca había tenido un hogar. Su rostro se ensombreció. Su madre siempre se había avergonzado de que fuera ilegítimo, y sospechaba que se había casado más que nada para intentar ocultarlo. Sin embargo, su padrastro no quería un hijo bastardo, y a su madre la había convertido en una esclava, en un burro de carga que guisaba, fregaba y limpiaba en su pequeña taberna en una isla del mar Egeo. Él mismo había pasado su infancia y su adolescencia sirviendo las mesas mientras su padrastro se ocupaba tan solo de recibir a los clientes y de dar órdenes. El día en que su madre había muerto –seguramente de agotamiento, además de por el cáncer de pulmón que le habían detectado, ya tarde–, se había marchado y no había vuelto. Había tomado el ferry a Atenas con una sensación de quemazón en el pecho, no solo por el dolor de la pérdida, sino también por la fiera determinación de alejarse de su padrastro y ser dueño de su destino. Estuvo trabajando durante cinco años en la construcción y con lo que fue ahorrando adquirió su primera propiedad, una granja abandonada que fue restaurando con el sudor de su frente y que luego vendió, obteniendo beneficios suficientes como para comprar otras dos propiedades similares y hacer lo mismo. Y así fue como empezó su negocio inmobiliario, que poco a poco fue creciendo hasta convertirse en el emporio internacional que era en la actualidad. Incluso se había hecho, por cuatro cuartos, con la taberna de su padrastro cuando la holgazanería de este lo había llevado a la quiebra. Sus labios apretados se arquearon en una sonrisa de cruel satisfacción al recordarlo.


Su expresión cambió abruptamente al ver en la pantalla del GPS que había llegado a su destino. Cruzó las columnas de piedra de la imponente verja de entrada, y avanzó por un sendero flanqueado por árboles y arbustos de rododendros que a su vez daban paso a un antiguo camino de grava para carruajes que llegaba hasta la fachada de la casa. Aminoró un poco más la velocidad para disfrutar de la vista, complacido, pues las fotografías no lo habían engañado. La casa se alzaba, como en ellas, en un entorno con exuberante vegetación, y el sol se reflejaba en las ventanas emplomadas. Por las columnas de piedra del porche trepaban sendos arbustos de glicinias, y aunque aún no estaban en flor, sin duda sería un espectáculo para la vista cuando florecieran, como lo eran los narcisos amarillos que bordeaban el porche, como soldados, a ambos lados. La satisfacción de Pedro iba en aumento. La casa era elegante, pero no demasiado grande ni ostentosa. Y aunque fuese tan solo una casa de campo construida por terratenientes burgueses, era hermosa y muy acogedora. Más que una casona era un hogar. ¿Podría convertirse en su hogar como había pensado al ver las fotografías? Frunció el ceño ligeramente, preguntándose por qué de repente lo asaltaban esas ideas. ¿Había llegado a esa edad en que uno empezaba a pensar en sentar la cabeza, en formar una familia? Era algo que hasta entonces jamás se había planteado. Ninguna de las mujeres con las que había estado había despertado esa inquietud en él. Y Tamara menos que ninguna. Era como él: Una persona desarraigada que siempre estaba de viaje por su trabajo. Tal vez por eso habían conectado, porque tenían eso en común. Sin embargo, no se podía sustentar una relación en algo tan nimio, y había cortado con ella porque su culto al cuerpo había acabado cansándolo.


Quizá lo que le ocurriera era que él buscaba algo distinto, algo… Sacudió la cabeza mentalmente. No había ido allí a reflexionar sobre su vida privada, sino para tomar una simple decisión de negocios: si adquirir o no aquella propiedad para añadirla a su extensa cartera inmobiliaria. Rodeó la casa, paró el coche y le gustó lo que vió cuando se bajó. La parte trasera, que correspondía a las dependencias del servicio, como en todas las casas antiguas, no era tan elegante como la fachada, pero el patio tenía mucho encanto. Estaba empedrado, lo flanqueaban a izquierda y derecha edificios anexos con tejado a dos aguas, y lo adornaban varias jardineras de flores y un banco de madera junto a la puerta de la cocina. Fue hacia allí para preguntar si podía dejar allí estacionado el coche, pero justo cuando iba a llamar a la puerta esta se abrió, y lo embistió alguien con una gran cesta de mimbre y una abultada bolsa de basura. Se le escapó un improperio en griego y dio un paso atrás. La persona que había salido como un huracán era una mujer joven, y no demasiado agraciada. Era grande, corpulenta y tenía recogido el cabello –una abundante mata de cabello oscuro y fosco– en una coleta. Llevaba unas gafas redondas, y estaba roja como un tomate. Además, el chándal morado con el que iba vestida era horrendo, y parecía que le sobraban unos cuantos kilos. Pero no porque fuera tan poco atractiva iba a dejar de conducirse como un caballero.

No hay comentarios:

Publicar un comentario