jueves, 2 de septiembre de 2021

Conectados: Capítulo 47

Los dedos de Pedro, que seguían acariciándole la mejilla, temblaban ligeramente. Estaba nervioso por cuál sería su respuesta. Al sentir ese temblor, Paula supo que estaba arrepentido de verdad, y no pudo sino perdonarle de inmediato. Y perdonó a su cuerpo traicionero por ser incapaz de resistirse a los encantos de aquel hombre que estaba mirándola con una leve sonrisa de esperanza.


–No te fallaré ni te decepcionaré otra vez, Paula, te lo prometo.


–Lo sé –murmuró ella, y le sonrió mientras las lágrimas, que ya no podía contener, rodaban por sus mejillas–. Si dudara de tí, no te diría que sí. Sí, Pedro, te perdono.


Y se olvidó de qué más iba a decir, porque en cuanto dijo esas palabras él la abrazó con fuerza y la besó hasta dejarla sin aliento. Y se encontró riéndose y llorando a la vez, y no se dió cuenta siquiera de que el coche se había parado hasta que Pedro le dijo echándose hacia atrás:


–¿Sabes dónde estamos?


Paula se secó las lágrimas y miró por la ventanilla y vió que era la cafetería donde se habían conocido, donde habían tenido esa primera «Cita» a través de Internet.


Pedro se bajó, rodeó el coche y la ayudó a salir. Entraron en la cafetería de la mano, pero Paula se detuvo en cuanto cruzaron la puerta, porque no se parecía en nada al local que ella recordaba. 


–Vaya… –murmuró.


No había ni un cliente, no había runrún alguno de voces, de conversaciones. Ni siquiera estaban las camareras tras la barra. Las luces estaban apagadas, pero aquí y allá había candelabros con velas blancas que creaban una sutil y cálida iluminación. De fondo se oía una suave música, y en cada mesa había ramilletes de rosas rojas y fresias blancas en pequeños jarrones de cristal. Fue entonces cuando sus ojos se fijaron en algo tan familiar que un gemido de sorpresa escapó de su garganta y la embargó la emoción. Los manteles de cuadros blancos y rojos habían sido reemplazados por unos manteles blancos con el logotipo que ella había diseñado para la invitación que había hecho a mano para Cory Sports, bordado en rojo, azul y dorado, como ella lo había ideado.


–Es… Es precioso, Pedro –murmuró, mirándolo a los ojos, y luego otra vez a su alrededor, entre maravillada e incrédula.


–Me alegro de que te guste, porque es para tí. He organizado todo esto para tí.


Paula se volvió para mirarlo. A la luz de las velas su piel tenía un cálido tono dorado, como si una mano invisible le hubiese espolvoreado por encima polvo de oro.


–Tengo un regalo para tí –le dijo en un susurro, tomándola de ambas manos.


Se le veía tan nervioso e inseguro que, si aún quedaban trazas de resentimiento en el corazón de Paula por lo ocurrido en la entrega de premios, se desvanecieron en ese instante, como los copos de nieve al caer sobre la palma de la mano. Él había hecho todo aquello por ella, y el solo pensarlo la hacía derretirse por dentro. Pedro se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó de él una caja con forma de corazón que tenía atado un lazo rojo.


–Nos conocimos hace cinco semanas, y creo que se merece que lo celebremos –dijo tendiéndosela.


Paula sonrió para sí y tiró del lazo. A una chica siempre le venían bien los bombones, pensó. Pero cuando abrió la caja, dentro había un lecho formado por capullos de rosa de color fucsia y blancos jazmines, que desprendían un perfume embriagador, y en el centro había una cajita de terciopelo negro. Los dedos de ella se deslizaron por la superficie de la cajita, y el nudo de angustia que había sentido en el estómago las últimas semanas se disolvió al comprender lo que pretendía Pedro. Tragó saliva y alzó la vista hacia él.


–Pedro…


Él dió un paso adelante y mirándola a los ojos le dijo:


–¿Podrás perdonarme? No debí hacer lo que hice, y siento muchísimo haberte decepcionado. Te quiero; te quiero muchísimo.


–¿Me quieres? Pero yo no soy como esas chicas tan esbeltas y…


–Yo no quiero a una chica esbelta; te quiero a tí –le dijo tomando de sus manos la caja de flores para dejarla sobre una mesa.


Sacó de ella la cajita de terciopelo, la abrió, y se la tendió. Dentro había un anillo engarzado con un diamante rosa en forma de corazón, del que la luz de las arrancaba reflejos. Era magnífico, la cosa más hermosa que había visto en su vida. 


–Quiero darte lo más preciado que poseo –le dijo Pedro–: Mi corazón y mi amor; eso es lo que quiere simbolizar este anillo.


Paula lo miró y sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.


–Eres la mujer con la que quiero pasar el resto de mi vida –dijo Pedro, y se le quebró la voz–. ¿Querrías arriesgarte y darme una oportunidad, aunque no sea más que un ex surfista loco que está buscando el amor, el amor de verdad? Quiero esa clase de amor que te consume, sin el que no puedes vivir, la clase de amor que desafía toda lógica y que no se detiene ante nada. Y creo que es la clase de amor que hay entre tú y yo –apoyó su frente en la de ella–. Démonos una oportunidad, Paula. Arriesguémonos y vivamos la aventura más grande de nuestras vidas.


–¿Quieres que nos casemos?, ¿Quieres casarte conmigo? Sí que quiero, Pedro. Sí, sí, y mil veces sí.


Él lanzó un vítor, la levantó por la cintura y la hizo girar con él mientras los dos se reían como niños de la dicha que sentían. Cuando la dejó en el suelo, Paula le rodeó el cuello con los brazos, y vió, a través del escaparate de la cafetería, que fuera estaba nevando. Y estaba nevando bien. En el aire flotaban gruesos copos, que estaban empezando a cubrir todo Londres, árboles, arbustos, estatuas…, Con una fina capa de nieve.


–¡Mira, Pedro, mira! –dijo señalando el escaparate.


Se acurrucó contra su sólido y cálido pecho. Era verdaderamente mágico, estar entre los brazos del hombre al que amaba y que la amaba a ella también. No querría estar en ningún otro lugar. Porque su corazón pertenecía ahora a Pedro, y a ella le pertenecía el de él. Y aunque todo había empezado por un enredo virtual, no había nada más auténtico, más real. 







FIN

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