–Lo más probable es que no –le estaba contestando Graciela Chaves–.Yo creo que van muy bien con la casa, ¿No le parece? Claro que si los vendiéramos con ella habría que tasarlos individualmente –añadió enfáticamente.
Pedro paseó la mirada por las paredes. No tenía objeción en quedarse con los cuadros, ni tampoco en quedarse con los muebles originales. En aquellos que habían sido adquiridos por consejo del interiorista, sin embargo, no tenía interés alguno. Se fijó en un hueco vacío en la pared tras Jimena Chaves. Había un rectángulo oscuro en el papel, como si allí hubiese habido un cuadro.
–Vendido –dijo Paula Chaves con tirantez, como si le hubiese leído el pensamiento.
Su hermanastra soltó una risita.
–Era un bodegón espantoso con un ciervo muerto –dijo–. ¡Mamá y yo lo detestábamos!
Pedro esbozó una sonrisa educada, pero observó que Paula Chaves no parecía muy feliz con la pérdida de aquel cuadro.
–Díganos, señor Alfonso –intervino su anfitriona, reclamando su atención– : ¿Cuál será su próximo destino? Me imagino que su trabajo le llevará por todo el mundo –le dijo con una sonrisa, antes de tomar un sorbo de vino.
–El Caribe –contestó él–. Estoy construyendo un complejo turístico en una de las islas menos conocidas.
Los ojos azules de Jimena Chaves se iluminaron.
–¡Adoro el Caribe! –exclamó con entusiasmo–. Mamá y yo pasamos las Navidades pasadas en Barbados. Nos alojamos en Sunset Bay, por supuesto. No hay nada que se le pueda comparar, ¿No cree?
Pedro conocía Sunset Bay; era el complejo hotelero más lujoso de Barbados. No tenía nada que ver con el que él estaba construyendo.
–Bueno, en su clase es de lo mejor, desde luego –concedió.
–Cuéntenos más cosas de su proyecto –le pidió Jimena Chaves–. ¿Cuándo será la inauguración? A mamá y a mí nos encantaría estar entre sus primeros huéspedes.
Pedro vió endurecerse aún más las facciones de Paula Chaves, como si hubiese algo de todo aquello que la molestara. Se preguntó qué podría ser, y de pronto, sin saber por qué, acudió a su mente un recuerdo. A su padrastro siempre le había molestado cualquier cosa que él dijese, hasta el punto de que había acabado por acostumbrarse a mantener la boca cerrada en su presencia. Apartó ese recuerdo infeliz de su mente y regresó al presente.
–La verdad es que el estilo de mi complejo turístico será muy distinto del de Sunset Bay –comentó–. La idea es que sea lo más ecológico posible, un proyecto sostenible: duchas con agua de lluvia y nada de aire acondicionado.
–¡Cielos…! –exclamó Jimena, y sacudió la cabeza–. Entonces creo que no es para mí. Llevo muy mal el calor.
–Claro, no está hecho para todo el mundo –admitió Pedro. Se giró hacia Paula–. ¿Qué opina usted?, ¿Le atrae la idea? Dormir en bungalós de madera sin paredes, cocinar en una fogata al aire libre…
No sabía muy bien por qué, pero quería hacer que tomara parte en la conversación, escuchar su punto de vista. Estaba seguro de que sería muy distinto del de su hermanastra.
–Me suena a «Glamping» –balbució ella de sopetón.
Pedro frunció el ceño.
–«¿Glamping?» –repitió sin comprender.
–Camping con glamour; vamos, camping de lujo –le explicó ella–. Creo que es así como lo llaman. Como una acampada para gente con dinero a la que le atrae la idea de estar en contacto con la naturaleza, pero permitiéndose ciertas comodidades.
Pedro sonrió divertido.
–Vaya… Esa podría ser una buena descripción de mi proyecto –admitió.
Jimena Chaves soltó una risita.
–Pues a mí eso del «Camping de lujo» me suena a contradicción –apuntó–. Supongo que sería de lujo para alguien como Paula, que organiza acampadas para niños pobres de Londres, pero a mí me parece que eso de lujo no tiene nada –añadió estremeciéndose con dramatismo, como si la sola idea de dormir y comer al aire libre le diera repelús.
–Los chicos se lo pasan bien –dijo su hermanastra–. Les resulta emocionante porque muchos de ellos nunca han ido al campo.
–¡Las buenas acciones de Paula! –exclamó Graciela–. Estoy segura de que debe de ser muy gratificante.
–Claro, aunque vuelva con la ropa manchada de barro –comentó su hija con una risita, y miró a Pedro, como esperando que le riera la gracia.
Pero sus ojos estaban fijos en Paula. Nunca se hubiera imaginado que alguien de una familia pudiente organizase acampadas para niños pobres.
–¿Y dónde las hace, aquí? –le preguntó con interés.
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