Estaba dirigiéndose por el pasillo a la parte trasera de la casa, cuando por la puerta abierta de la cocina salió Paula Chaves y se plantó frente a él.
–Señor Alfonso, tengo que hablar con usted.
Estaba seria, muy seria. Pedro frunció el ceño, irritado. Aquello era lo último que quería. Lo que él quería era salir de la casa y acabar de recorrer la propiedad.
–¿Sobre qué? –le espetó con fría corrección.
–Se trata de algo muy importante.
Retrocedió, indicándole que entrara con ella para que pudieran hablar en privado. Impaciente, Pedro atravesó el umbral de la puerta y aprovechó para pasear la mirada por la amplia cocina. Tenía armarios de madera antiguos, una mesa larga también de madera, suelo de losetas de piedra, y una vieja cocina de gas que ocupaba toda una pared. Era muy acogedora, y daba sensación de hogar. Parecía que allí, por suerte, tampoco había tocado la mano del interiorista. Se giró hacia Paula Chaves, que tenía las manos apoyadas en el respaldo de una silla. Se la veía muy tensa. ¿De qué se trataba todo aquello?, se preguntó Pedro.
–Hay algo que debe saber –le dijo.
Lo había soltado de sopetón, y Pedro se dió cuenta de que parecía nerviosa, y muy agitada.
–¿Y qué es? –la instó para que prosiguiese.
La vió inspirar temblorosa. Se había puesto pálida, pálida como una sábana.
–Señor Alfonso, esto no es fácil para mí, y lo lamento mucho, pero ha hecho el viaje en vano. Da igual lo que mi madrastra le haya hecho creer: Haughton no está en venta. ¡Y nunca lo estará!
Pedro Alfonso se quedó mirándola.
–¿Qué tal si me explica a qué se refiere con eso? –le dijo en un tono apaciguador.
Paula tragó saliva y se obligó a hablar, a decirle lo que tenía que decir.
–Soy propietaria de una tercera parte de Haughton y no quiero vender.
El corazón le martilleaba con fuerza en el pecho; se lo había dicho. Sin embargo, por su expresión, parecía que Pedro Alfonso no se lo había tomado demasiado bien. Tenía la mandíbula apretada y el ceño fruncido. Paula se estremeció. Hasta ese momento se había estado comportando como un invitado cortés y dispuesto, pero de pronto se había transformado: El Pedro Alfonso que tenía ante ella ahora era el hombre de negocios que no aceptaba un no por respuesta, y que acababa de oír algo que no quería oír.
–¿Por qué no? –quiso saber él, con sus ojos fijos en ella.
Paula volvió a tragar saliva.
–¿Qué importancia tiene eso?
–Quizá lo que espere es que les ofrezca más dinero –apuntó él, enarcando una ceja.
Paula apretó los labios.
–No quiero vender, y no lo haré.
Él se quedó mirándola en silencio con los ojos entornados, como escrutándola.
–Me imagino que se dará cuenta –le dijo–, de que, siendo como es copropietaria, si las otras dos partes quieren vender, tienen el derecho legal a forzar la venta.
Paula palideció, y sus manos apretaron con tal fuerza el respaldo de la silla que se le pusieron blancos los nudillos.
–Eso llevaría meses –le espetó–; alargaría la disputa tanto como me fuera posible. Ningún comprador querría esa clase de costosos retrasos.
Los ojos de Pedro Alfonso seguían fijos en ella, implacables. Y entonces, de pronto, su expresión cambió.
–Bueno, sea como sea, señorita Chaves, tengo intención de ver el resto de la propiedad, ya que estoy aquí.
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