Y tal vez fuera esa clase de hombre que hacía que las mujeres se derritieran con una sola mirada suya, pero de eso ella no tenía que preocuparse, se dijo torciendo el gesto. No, un hombre como Pedro Alfonso no se molestaría siquiera en utilizar sus encantos de donjuán con una chica fea y patosa como ella.
–¿Un jerez, señor Alfonso? ¿O a lo mejor le apetece algo más fuerte? – preguntó Graciela.
–El jerez me va bien, gracias.
Estaba de vuelta en la sala de estar después del «tour» por la casa, y ya había tomado una decisión: Aquella era la casa que quería tener, la casa que convertiría en su hogar. Era una idea que aún se le hacía rara, pero estaba empezando a acostumbrarse a ella. Tomó un sorbo del jerez que le había tendido la viuda y paseó la mirada por la elegante estancia. Casi todas las demás habitaciones que le había mostrado su hija tenían también la marca del interiorista que había decorado aquella sala de estar: estéticamente agradable, pero sin la menor autenticidad. Únicamente la biblioteca le había dejado entrever lo que la casa debía de haber sido antaño, antes de que la señora Chaves se gastase una fortuna en redecorarla. Los sillones de cuero gastado, las anticuadas alfombras y las estanterías llenas de libros tenían un encanto especial del que las otras habitaciones, aunque elegantes, carecían. Era evidente que el difunto Miguel Chaves había impedido que el interiorista que había buscado su esposa pisase en sus dominios, y él no podría estar más de acuerdo con aquella decisión. Se dió cuenta de que su anfitriona le estaba diciendo algo, y se obligó a dejar por un momento de imaginarse los cambios que quería hacer en la casa para prestarle atención. Sin embargo, no tuvo que continuar mucho tiempo con aquella anodina conversación, porque a los pocos minutos se volvió a abrir la puerta de servicio y reapareció la hijastra, Paula.
–La comida está lista –anunció sin preámbulos.
Atravesó la sala de estar y abrió las puertas. A pesar de que parecía algo tímida, observó Pedro, no iba encorvada, sino que andaba erguida, con los hombros hacia atrás y la espalda bien recta. La verdad era que resultaba extraño que su madrastra y su hermanastra fuesen tan bien vestidas y en cambio ella, que al fin y al cabo era la hija del difunto dueño de la casa, fuese tan poco… Elegante, pensó frunciendo el ceño. Claro que muchas mujeres con sobrepeso se descuidaban hasta el punto de no preocuparse en absoluto por su aspecto. La escrutó con la mirada mientras la seguía al comedor, con la madrastra y la hermanastra detrás de él. «Tiene buenas piernas», se encontró pensando. O, cuando menos, unas pantorrillas torneadas; era lo único que dejaba ver la falda que llevaba. Sus ojos se posaron en su pelo fosco. Esa coleta no la favorecía nada… Aunque no hubiera favorecido ni a la mismísima Helena de Troya. Seguro que un buen corte de pelo mejoraría su aspecto. Cuando se sentó a la cabecera de la mesa, como ella le indicó, estudió su rostro. Las gafas eran demasiado pequeñas para sus facciones, pensó. Hacían que su barbilla pareciese más grande de lo que era, y que, en cambio, sus ojos pareciesen pequeños. Y era una lástima, se dijo, porque eran de un castaño cálido, casi ambarinos. Frunció el ceño de nuevo. También tenía unas pestañas bonitas, largas y espesas, pero debería depilarse el entrecejo. ¡Casi parecía Frida Kahlo! ¿Por qué no se hacía… algo? Tampoco haría falta gran cosa para mejorar su imagen. Podría empezar por una ropa que disimulase con más estilo sus kilos de más. O mejor, claro, por perder esos kilos de más. Tal vez debería hacer más ejercicio. Y comer un poco menos…, porque se fijó en que ella y él eran los únicos que estaban comiendo con ganas. Y era una pena, porque el pollo estaba delicioso, pero Graciela y su hija apenas probaban bocado mientras hablaban. Aquello lo irritó. ¿No se daban cuenta de que estar demasiado delgado era tan poco deseable como el sobrepeso? Volvió a posar sus ojos en Paula Chaves. ¿Podía decirse de verdad que tuviese sobrepeso? Tal vez la blusa le quedara un poco justa de mangas, pero no tenía papada ni… Debió de darse cuenta de que estaba mirándola, porque volvió a ponerse colorada. Pedro apartó la vista. ¿Por qué estaba pensando en cómo se podría mejorar su aspecto? ¡Ni que tuviera algún interés en ella!
–¿Qué piensan hacer con las cosas que hay en la casa? –le preguntó a su anfitriona–. ¿Se llevarán los cuadros cuando la vendan?
Paula Chaves tosió, como si se le hubiese atragantado el sorbo de agua que estaba tomando, y al mirarla de reojo Pedro vió que su expresión se había tornado beligerante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario