jueves, 9 de septiembre de 2021

Deja Que Te Ame: Capítulo 4

 –No sabe cuánto lo siento –le dijo muy educado–. Quería preguntar si podría dejar mi coche ahí –añadió señalando su vehículo–. Me están esperando; soy Pedro Alfonso y he venido a ver a la señora Chaves.


Ella miró el coche antes de mirarlo de nuevo a él. Estaba cada vez más roja. Apoyó la cesta en la cadera, pero no le contestó.


–¿Puedo dejarlo ahí? –insistió Pedro.


La joven asintió con visible esfuerzo y balbució algo incomprensible. Pedro esbozó una sonrisa meramente cortés.


–Estupendo –dijo.


Y, olvidándose de ella, se dió media vuelta y rodeó la casa. Al llegar a la entrada, un portón enorme de roble con tachones de hierro, iba a usar la aldaba para llamar, pero se abrió en ese mismo instante. Parecía que aquella joven fortachona había avisado de su llegada. La fémina que le había abierto no podría ser más distinta de ella. Era bajita, delicada, ultra esbelta… Su pelo rubio ceniza estaba peinado y cortado a la moda, iba perfectamente maquillada, y vestía un modelo de alta costura. La fragancia de su perfume lo envolvió cuando lo invitó a entrar con un ceremonioso ademán.


–Señor Alfonso… pase, por favor –le dijo con una sonrisa.


Pedro entró y admiró complacido el amplio vestíbulo con baldosas de piedra y la impresionante escalera que conducía al piso de arriba.


–Soy Jimena Chaves–se presentó la joven rubia–. Nos alegra tanto que haya podido venir…


Pedro dió por supuesto que era la hija de la señora de la casa, y la siguió hasta una puerta de doble hoja, que ella abrió con teatralidad.


–Mamá, ya está aquí el señor Alfonso –anunció.


Pedro se adentró en la estancia, que era una sala de estar en tonos gris pálido y azul claro, con una chimenea de mármol y un montón de muebles. Era evidente que la decoración había sido realizada por un diseñador de interiores, lo cual lo decepcionó un poco. Denotaba un buen gusto demasiado calculado; era demasiado perfecto, como sacado de una revista de decoración. «No podría sentarme en una sala así; es una decoración demasiado estudiada. Tendría que…». Detuvo ese pensamiento. Estaba adelantando acontecimientos. Aún no había visto el resto de la casa ni había decidido si iba a comprarla.  Sentada en uno de los sofás junto a la chimenea, había una mujer que dedujo que sería la señora Chaves. Era delgada, y vestía con la misma elegancia que su hija. No se levantó al verlo entrar, sino que le tendió su mano enjoyada. Se conservaba bien para su edad, y a juzgar por lo terso que se veía su cuello, adornado con un collar de perlas en doble hilera, sospechaba que había pasado por las manos de un cirujano plástico.


–Señor Alfonso, es un placer conocerlo –lo saludó sonriente, en un tono gentil–. Le doy la bienvenida a Haughton.


–El placer es mío, señora Chaves –respondió él, acercándose a estrecharle la mano.


Se sentó en el sofá que ella le indicó, a su izquierda, y Jimena Chaves se acomodó en el sofá de enfrente.


–Le agradecemos que se haya tomado la molestia de venir; estamos seguras de que tendrá una agenda apretadísima –dijo la hija–. ¿Va a quedarse mucho tiempo en Inglaterra, señor Alfonso?


Pedro se preguntó si tendría intención de tirarle los tejos. Esperaba que no, porque aunque estuviera de moda la delgadez extrema, a él no le gustaban las mujeres que parecían una raspa de pescado. Ni, por supuesto, tampoco las que estaban en el otro extremo.


–Pues no lo tengo pensado aún, la verdad –respondió.


–¡Cómo se nota que es usted un magnate de los negocios!, todo el tiempo de aquí para allá… –comentó Jimena Chaves con una risita.


De pronto se abrió una puerta casi oculta en la pared empapelada, y entró con una bandeja de café la joven grandota con la que se había encontrado al llegar. Se había cambiado el horrendo chándal por una falda gris y una blusa blanca, y las zapatillas de deporte por unos zapatos planos de cordones, pero le sentaban igual de mal.


–¡Ah, Paula, ahí estás! –exclamó Graciela Chaves.


La joven avanzó torpemente hacia ellos y dejó la bandeja sobre la mesita.


–Señor Alfonso, esta es mi hijastra, Paula.


Pedro, que la había tomado por una criada, se sorprendió al oír eso.


–¿Cómo está? –murmuró levantándose.


La joven se sonrojó, respondió con un asentimiento de cabeza, y se dejó caer en el otro sofá, junto a su hermanastra. Paula volvió a sentarse y no pudo evitar comparar a la una con la otra. No podrían ser más distintas: una bajita, delicada y arreglada con esmero, y la otra grandota y hecha un adefesio.


–¿Quieres que sirva yo el café, o quieres hacer de madre? –le preguntó Paula Chaves a su madrastra.


Su tono mordaz hizo que Pedro la mirara con los ojos entornados.

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