Paula inspiró. O lo intentó. Era como si no quedara ni una pizca de aliento en su cuerpo, como si un cepo estuviera atenazando sus pulmones. Un sentimiento de horror la invadió, horror ante la idea de que Pedro Alfonso la paseara por esa fiesta de su brazo. La vergüenza que pasaría sería insoportable… ¡Espantosa! Tan espantosa como se vería ella rodeada de gente guapa y bien vestida. Se sintió palidecer, y se le revolvió el estómago.
–Si lo que le preocupa es que no tiene nada que ponerse, no se angustie –le estaba diciendo Pedro Alfonso–. Haré que le traigan un vestido de su talla apropiado para la ocasión. Pero primero almorzaremos, y luego la dejaré en las manos de las estilistas que he contratado. Ya está todo preparado. ¿Le apetece beber algo antes de comer? Parece un poco pálida.
Sin esperar una respuesta, fue hasta el mueble bar y le sirvió una generosa copa de jerez.
–Bébaselo –le dijo en un tono alegre.
Paula, que se notaba floja, tomó la copa pero no se la llevó a los labios, sino que hizo un esfuerzo por hablar, aunque su voz sonó como una bisagra que necesitara que la engrasaran.
–Señor Alfonso… yo… ¡No puedo hacer esto! Todo esto es muy… amable… –tragó saliva– por su parte, pero… pero… no, no puedo. Es imposible de todo punto. Impensable –zanjó desesperada, intentando imprimir firmeza en esa última palabra.
No funcionó. Él se quedó mirándola y le preguntó:
–¿Por qué? Se divertirá; se lo prometo –la animó con una sonrisa.
Paula volvió a tragar saliva.
–No soy una persona muy sociable, señor Alfonso –le dijo–. Creo que es bastante obvio.
Él no se daba por vencido.
–Le hará bien –insistió.
Llamaron a la puerta y Pedro fue a abrir. Era el servicio de habitaciones; les llevaban el almuerzo. Cuando los camareros hubieron puesto todo en la mesa, se marcharon.
–Venga, sentémonos –la llamó Pedro.
Paula vaciló, pero al bajar la vista a su copa se dió cuenta de que se había bebido la mitad; sería mejor que comiese algo. Sí, comería algo, pero no pensaba quedarse; le daría las gracias, se disculparía y volvería a casa. Aunque fuera una vía más indirecta, tal vez, si le escribiera una carta al director de la fundación, también tomaría en consideración su proyecto. Probó la comida del plato que tenía delante –una terrina de marisco con salsa de azafrán–, y tuvo que admitir para sus adentros, a pesar de que tenía la cabeza en otra parte, que estaba deliciosa.
–¿Ha salido a correr esta mañana? –le preguntó Pedro.
Paula alzó la vista.
–Lo hago todas las mañanas –contestó–. Además, doy clases de gimnasia y soy entrenadora del equipo del colegio, lo cual me mantiene bastante activa.
–¿Hockey? –inquirió él con interés.
Ella negó con la cabeza.
–Lacrosse. ¡Es un deporte muy superior! –exclamó, sin poder reprimir una nota de entusiasmo en su voz.
Nada podría diluir la pasión que sentía por el lacrosse; ni siquiera la absurda idea de que Pedro Alfonso pretendiera llevarla a una fiesta. ¡A ella!, ¡A una fiesta!, ¡Por el amor de Dios…! Pues no iba a ir a ninguna fiesta. Ni con él, ni sin él. Ni esa noche, ni ninguna otra. Así que no tenía sentido preocuparse por ello. Lo que tenía que hacer era no pensar en ello, disfrutar de aquel delicioso almuerzo y luego salir de allí y tomar un taxi a la estación. De hecho, ya que estaba en Londres, podría pasarse por el Museo de Historia Natural, en South Kensington, recopilar algunas ideas para sus clases de geografía. Sí, eso haría, se dijo, y se relajó un poco. Él no podía obligarla a ir a esa fiesta.
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