«Aunque la mona se vista de seda, mona se queda…». Y, sin embargo, en su mente resonaban sus palabras: «El cuerpo de una diosa»…
–¿Y bien? –la instó él.
Le había tendido la mano por encima de la mesa. Paula se quedó mirándola vacilante, lo miró a él, y despacio, muy despacio, se encontró alargando también la suya.
–Estupendo –dijo Pedro, estrechándosela con visible satisfacción–. Trato hecho.
Las estilistas le estaban haciendo de todo. No sabía muy bien qué, pero no le importaba. Ni siquiera que estuviesen usando pinzas, maquinillas y cera caliente. Paula había cerrado los ojos y se estaba dejando hacer, mientras se centraba en lo bien que le irían a su proyecto esas quince mil libras que Pedro Alfonso le había prometido. Eran tres mujeres las que andaban revoloteando y parloteando a su alrededor mientras hacían su trabajo. Todas estaban tan flacas como Jimena, todas vestían a la moda, llevaban tacones de diez centímetros, peinados a la última y montones de maquillaje. Su conversación giraba en torno a clubs nocturnos, cantantes, estrellas de cine y modistas, y parecía que estaban muy al tanto sobre todas esas cosas. Por su aspecto les echaba veintipocos años, pero a ella la hacían sentirse como si tuviera treinta. Y teniendo en cuenta que lo que estaban intentando era tarea imposible –ponerla presentable para esa fiesta a la que no pensaba ir–, confiaba en que al menos Pedro Alfonso les hubiera pagado generosamente, para que eso les diera algún consuelo. ¡Dios!, Jimena se reiría como una hiena si pudiese verla en ese momento. De hecho, si estuviera allí estaría grabándola con el móvil y subiendo los vídeos a las redes sociales para burlarse con sus amigas, tan maliciosas como ella, y estarían todas divirtiéndose de lo lindo. ¡Pauelefanta intentando parecer sofisticada! ¡Menuda risa! ¡Qué horriblemente patético! En cuanto tuviera en su mano ese cheque entraría en el baño de la suite, se lavaría la cara, se pondría otra vez su traje gris y volvería a Haughton, que sería solo suyo durante las próximas semanas, mientras Graciela y Jimena estuvieran fuera, suyo para disfrutarlo… mientras pudiera. Pedro Alfonso estaba empeñado en arrebatárselo, y le daba la impresión de que era uno de esos hombres que tenían que ganar a cualquier precio. ¿No era eso lo que estaba intentando hacer con ella?, ¿tratando de someterla con sus halagos? ¡Decirle que tenía el cuerpo de una diosa! De pronto se dió cuenta de que la estilista que le estaba haciendo la manicura le estaba hablando.
–¡Qué suerte tiene de que Pedro Alfonso vaya a llevarla a esa fiesta! – estaba diciéndole con envidia–. ¡Está como un tren!
–No es una cita –replicó ella azorada, pero intentando mostrarse calmada–. Es un evento benéfico para recaudar fondos.
Y además no iba a ir con él, añadió para sus adentros.
–El año pasado llevó a Tamara Brentley –intervino la chica que estaba arreglándole el pelo–. Causó sensación.
–Su vestido era alucinante –dijo la tercera, que estaba poniéndole rímel.
–Era de Verensiana, y los zapatos de Senda Sorn –les informó la primera–. Y también llevó un Verensiana al Festival de Cine de este año; por lo visto es su diseñador favorito. Fue acompañada de Ryan Rendell, por supuesto. ¡Es tan, pero tan evidente que están juntos! –exhaló un suspiro y le dijo a Paula con una sonrisa–: Ahora que ya no está con Pedro Alfonso no tienes que preocuparte por rivalizar con ella.
Paula dejó que siguieran cotorreando, y no se molestó en refutar sus descabelladas suposiciones respecto a Pedro y ella. Terminada la manicura, la chica le secó las uñas con un secador y, junto con las otras dos, que también habían acabado, dio un paso atrás para mirarla.
–Estupendo –anunció–. ¡Vamos con el vestido!
Resignada, Paula se levantó, como le pidieron, y se quitó la bata de algodón en que la habían enfundado, quedándose en ropa interior: Un sujetador con aros y escote abalconado, braguitas de encaje y medias negras; nada que ver con la sencilla ropa interior de algodón que ella usaba. En cuanto al vestido que habían elegido para ella, tampoco le importaba cómo fuera porque no lo tendría puesto mucho tiempo; lo justo para decirle a Pedro que le diese el cheque que le había prometido. Sin embargo, cuando una de las estilistas se acercó con él, se le cortó el aliento.
–¿Verdad que es fabuloso? –dijo otra.
–Sí, pero es… es…
–Un vestido eduardiano –le informó la tercera–. ¿No sabía que es una fiesta de disfraces? Todos los invitados tienen que ir vestidos de la época eduardiana.
No, Pedro no se lo había dicho, aunque suponía que tampoco importaba, ya que no iba a ir. El trío le colocó un corsé, tiraron de las cintas para que se le quedara bien ajustado, y la ayudaron a meterse en la amplia y larga falda drapeada de color rojo oscuro. Y ella, entretanto, no podía pensar más que en que iba a ser una pesadilla quitarse aquel vestido. ¡Debía de tener como un millar de botones!
No hay comentarios:
Publicar un comentario