martes, 28 de septiembre de 2021

Deja Que Te Ame: Capítulo 23

 –¡No! ¡No piense así de usted! –la increpó con vehemencia, y casi con fiereza–. Paula, no sé exactamente de qué ha llegado a convencerse, pero tiene un concepto completamente equivocado de sí misma –hizo una pausa e inspiró–. ¿No se da cuenta de que no tiene que competir con Jimena? Si le va lo de estar delgada como un palillo porque está de moda, ¡Pues que lo disfrute! Pero usted… –su tono se suavizó de repente–. Usted tiene una belleza muy distinta –señaló su reflejo con un ademán–. ¿Cómo puede negarlo?


Paula se miró de nuevo en el espejo, aún anonadada. Su mente seguía intentando negar lo que Pedro le decía, lo que su reflejo le decía: que aquella mujer que veía era una mujer deslumbrante, y que esa mujer era… ella… ¡Pero es que era imposible! Era Jimena quien era preciosa, quien se ajustaba a los cánones de belleza establecidos. Era la lógica que le había impuesto ella misma con cada pulla, con cada mirada de desprecio… durante años. Y lo peor era que todo aquello había empezado en la etapa más vulnerable, en la adolescencia, cuando Jimena había llegado a su vida y había envenenado su mente, destruyendo su autoestima. Pero… ¿Quién podría decir que la mujer que se reflejaba en el espejo no era guapa? Una profunda emoción la embargó.


–No puede negarlo, ¿Verdad? –insistió Pedro–. No puede negar su propia belleza, Paula, aunque sea tan distinta de la belleza de Jimena como lo son el sol y la luna. ¿Sabe qué?, vamos a hacer un brindis –le dijo, y la llevó a la mesita donde había dejado las copas y la botella de champán–. Un brindis por la diosa que llevaba dentro aunque no lo sabía.


Descorchó la botella, les sirvió a ambos y le tendió una de las copas. Paula la tomó, aturdida, mirándolo con los ojos muy abiertos, como si estuviera en un sueño. Pedro levantó su copa y dijo:


–¡Por la hermosa Paula!


Los dos bebieron, y ella sintió el cosquilleo del champán en la lengua, y una sensación de calor que nada tenía que ver con la bebida. Los labios de Pedro se curvaron en una sonrisa sensual.


–No habrá un solo hombre en la fiesta que no me envidie al verla de mi brazo –le dijo–. Será la sensación de la noche.


Sus palabras recordaron algo a Paula, cuyo rostro se ensombreció.


–Esas chicas… las estilistas… dijeron que el año pasado llevó a Tamara Brentley, y que ella sí que causó sensación.


Al advertir el pánico en su voz, Pedro comprendió que de nuevo la falta de autoestima estaba haciendo mella en Paula.


–Bueno, era de esperar –respondió con estudiada indiferencia, encogiendo un hombro–. Es muy famosa, y le encanta que la miren; su insaciable ego se alimenta de momentos como ese.


Paula no parecía muy convencida, y Pedro, que quería borrar por completo sus dudas, se llevó la copa a los labios y la recorrió lentamente con la mirada.


–No voy a negar que Tamara tiene buen tipo, pero le aseguro que no tiene nada que no tenga usted. Su hermanastra es como un chihuahua –le dijo riéndose–, y Tamara es… No sé, como una gacela, pero usted… –fijó sus ojos en los de ella–. Usted, Paula… ¡Es una leona! –le sonrió y levantó su copa a modo de tributo.


De pronto se dió cuenta de lo importante que era para él que Paula creyese lo que le estaba diciendo y que creyese en su recién descubierta belleza. Y lo más curioso de todo era que no tenía nada que ver con su plan para hacerse con Haughton. En ese momento llamaron a la puerta de la suite. Pedro se apartó de Paula, que seguía aturdida frente al espejo, y fue a abrir.


–¡Ah, adelante! –lo oyó exclamar.


Paula se volvió, y vió entrar a un hombre vestido con traje que llevaba un maletín. ¿Qué demonios…?


–Bueno, ¿Qué nos trae, Francisco? –le dijo Pedro.


El hombre, que había apoyado el maletín en la mesa, lo abrió, y Paula se quedó boquiabierta. Contenía joyas –de diamantes, esmeraldas, zafiros, rubíes…– cuidadosamente dispuestas sobre un revestimiento de terciopelo negro.


Cuando sus ojos se posaron en un conjunto de collar, pulsera, pendientes y anillo de rubíes, se le hizo un nudo en la garganta. Alargó una mano trémula hacia el collar.


–Ah, sí, rubíes… –dijo Pedro–. Irán muy bien con su vestido.


El joyero empezó a sacar cada pieza del conjunto.


–Ha hecho una excelente elección –dijo–. ¿Me permite? –inquirió levantando el collar.


Aturdida, Paula se puso de espaldas a él y dejó que se lo pusiera. Cuando se lo hubo abrochado, el joyero le tendió un espejo de mano para que pudiera vérselo puesto. Pedro la observó mientras se miraba. Una extraña expresión cruzó por su rostro mientras se llevaba una mano al pecho para tocar el collar, casi con miedo, como si fuese un espejismo que solo con rozarlo fuera a desvanecerse.

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