Pedro le dió las gracias a su consejero legal y colgó el teléfono. Tenía razón en que forzar la venta daría lugar a un largo pleito, pensó tamborileando con los dedos sobre su mesa, y él quería que Haughton fuera suyo lo antes posible –antes de finales de verano–, y para eso tendría que conseguir que Paula Chaves depusiera su actitud. Resopló exasperado. No había recibido noticias de Graciela Chaves, y sospechaba que no las recibiría. Si Paula la detestaba tanto como parecía, era poco probable que su madrastra fuese a lograr hacerla cambiar de opinión con respecto a la venta. Pero él tal vez sí podría; se le estaba ocurriendo una idea… Su hermanastra había dicho que Paula apenas salía, que se pasaba la mayor parte del año encerrada en Haughton. Le brillaron los ojos. Tal vez esa fuera la clave para solucionar el problema. Dejándose llevar por aquella corazonada, llamó a su secretaria.
–¿Tengo algún evento social aquí en Londres en las próximas semanas? –le preguntó.
Nada más oír su respuesta tomó una decisión, y cuando su secretaria se hubo retirado se echó hacia atrás en su asiento, estiró las piernas y sonrió satisfecho. Sin saberlo, al mencionar esos campamentos que organizaba para niños sin recursos, Paula Chaves le había proporcionado la clave, cómo la convencería para que accediera a vender. Sí, estaba seguro de que funcionaría. Y mientras retomaba su trabajo, de mucho mejor humor y más centrado, se dió cuenta de que estaba deseando volver a verla y demostrarle que, al contrario de lo que parecía creer, no era una mujer fea. Él la había visto tal y como era en realidad, había visto ese cuerpo de diosa que tenía, y estaba deseando que su cara estuviese en armonía con ese físico. Una sonrisa traviesa se dibujó en sus labios y sus ojos brillaron de nuevo, preguntándose qué aspecto tendría arreglada, porque estaba convencido de que sería una auténtica belleza. Sí, estaba impaciente por descubrirlo…
Paula apagó el motor, tomó su bolso y la enorme pila de cuadernos de ejercicios que había puesto en el asiento del copiloto, y se bajó del coche. Debería llevarlo al taller, pero no podía permitírselo. Su salario se le iba en pagar lo indispensable: las facturas del gas, la electricidad, las tasas del ayuntamiento… Para pagar todo lo prescindible, como las frecuentes visitas de su madrastra y su hermanastra a la peluquería, al salón de belleza, a boutiques de ropa, su intensa vida social y sus estancias en hoteles de lujo en destinos exóticos, ya se encargaban ellas de despojar a Haughton de cualquier cosa de valor que aún quedara en la casa, ya fueran cuadros, o candelabros de plata. En ese momento oyó el ruido de otro vehículo acercándose, y cuando vió aparecer el deportivo de Pedro Alfonso se le cayó el alma a los pies. Había rogado tanto por que hubiese decidido comprar una propiedad en otro sitio y se olvidase de Haughton… Graciela y Jimena, tras fustigarla repetidamente por negarse a hacer lo que querían que hiciese, habían acabado por dejar de hablarle, y, ahora que habían empezado las vacaciones escolares y no tendría que ir a trabajar, se habían ido a un hotel de cinco estrellas de Marbella para perderla de vista. De hecho, eso había sido lo que le había dado esperanzas; creía que Pedro Alfonso, al ver que no conseguían convencerla, había retirado su oferta. Pero parecía que se había equivocado. Tragó saliva al verlo salir de su coche e ir hacia ella. El traje a medida que llevaba le sentaba como un guante, y, cuando sus ojos oscuros se clavaron en ella, se le disparó el pulso. «Es solo porque no lo quiero aquí», se dijo. «Porque no quiero que siga insistiéndome para que le venda Haughton». Sí, ese era el motivo por el que de pronto su respiración se había tornado agitada; el único motivo, se dijo con firmeza.
–Buenas tardes, señorita Chaves –la saludó.
En las comisuras de sus labios esculpidos se adivinaba una sonrisa burlona.
–¿Qué está haciendo aquí otra vez? –quiso saber.
Era más seguro mostrarse belicosa que quedarse ahí plantada ante él, mirándolo embelesada, con el corazón palpitándole con fuerza y los colores subiéndosele a la cara. Sin embargo, su pregunta hostil no pareció molestarlo.
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