Pedro la miró a los ojos. No iba a dejar que volviese a encerrarse en sí misma.
–¿Por qué?
Paula se aferró con ambas manos al borde de la mesa y se obligó a hablar.
–Por algo que usted mismo me dijo en Haughton, cuando yo había salido a correr y se encontró conmigo –le explicó–. Dijo que no me parecía en nada a Jimena; no podría haberlo dejado más claro. Y tiene toda la razón: no estoy a su altura y jamás lo estaré. Ya hace tiempo que lo acepté; no soy de esas personas que se engañan a sí mismas, se lo aseguro. Sé muy bien que no soy guapa, ni tengo buen tipo, y precisamente por eso me sentiría incómoda yendo a una fiesta como esa. La sola idea de ponerme un vestido caro e intentar… e intentar parecerme a Jimena…
No pudo continuar porque se le quebró la voz. Sentía náuseas, como si la propia Jimena estuviese allí, muerta de la risa ante la mera idea de que alguien como ella pudiese ir a una fiesta… ¡Y con Pedro Alfonso, nada menos! Cerró los ojos con fuerza un momento antes de volver a abrirlos.
–Sé lo que soy, lo que siempre he sido –le espetó a Pedro Alfonso–. Mido casi un metro ochenta, calzo un cuarenta y en el gimnasio soy capaz de levantar cincuenta kilos de peso. Comparada con Jimena soy como un elefante –añadió con el rostro contraído.
Sí, odiaba su cuerpo, y ese sentimiento estaba consumiéndola por dentro. Pedro estaba observándola, como pensativo.
–Dígame: ¿Le parece que Jimena es guapa? –le preguntó abruptamente.
Paula se quedó mirándolo.
–¿Qué clase de pregunta es esa? ¡Pues claro que lo es! Es todo lo que yo no seré nunca: delicada, increíblemente esbelta, pelo rubio, ojos azules…
–¿Y si yo la describiera… digamos… como una gallina escuálida, qué diría?
Paula no dijo nada. Solo se quedó mirándolo, sin comprender.
–No me creería, ¿Verdad? –apuntó él en un tono incisivo–. ¿No se da cuenta de que es usted la única que se ve como un elefante?
Paula apretó la mandíbula.
–Jimena también lo piensa.
De hecho, disfrutaba picándola con el sobrenombre de «Pauelefanta». Se lo llamaba constantemente y se burlaba de ella. Había estado atormentándola desde que el buitre de su madre y ella habían hecho añicos su vida, metiéndose con ella por lo grandota y torpe que era, por lo fea y repulsiva que era. La trataba como a un bufón, alguien de quien reírse y a quien mirar con desprecio. Paula la Elefanta…
Pedro gruñó, y sus ojos relampaguearon.
–¿Y nunca se le ha ocurrido que a Jimena, con lo escuchimizada que está, hasta un galgo le parecería un elefante? –inspiró y sacudió la cabeza murmurando algo en griego.
Paula no podía hacer otra cosa que mirarlo aturdida, mientras la asaltaban dolorosos recuerdos de años y años de crueles pullas de Jimena sobre su aspecto.
–Soy consciente –dijo él con énfasis– de que por alguna razón la industria de la moda, las revistas, el cine… Consideran hermosa la delgadez extrema, y Jimena desde luego se ajusta a ese tipo de canon, pero… –al ver que ella abría la boca para replicarle, levantó una mano para que le dejase acabar–. Pero eso es absolutamente irrelevante. Porque usted, Paula… –hizo una pausa, y cuando prosiguió su voz sonó ronca–. Usted tiene el cuerpo de una diosa – dijo sin apartar sus ojos de los de ella–. De una diosa.
Se hizo un completo silencio. Pedro se quedó mirándola, pero no dijo nada más; solo se quedó observándola para ver su reacción. Y, como en una secuencia a cámara lenta, sus mejillas se tiñeron de rubor, y luego de pronto se puso pálida y lo miró con los ojos muy abiertos, angustiada.
–No –le suplicó–. Por favor, no…
–No me diga que no es verdad porque lo he visto –le dijo él–. Lo ví el otro día, cuando había salido a correr.
Paula se sintió azorada al recordar que solo había llevado puestos un top deportivo y unos pantalones cortos de chándal.
–Y le aseguro que me gustó lo que ví. Me gustó, Paula –murmuró Pedro–. Mucho –se echó hacia atrás en su asiento y esbozó una sonrisa–. He visto a muchas mujeres con una figura fantástica, así que puede fiarse de mi juicio. Y también puede confiar en que, cuando hago una promesa, la cumplo –de pronto se puso serio–. Esta es la promesa que le hago: Le haré una donación de quince mil libras para su proyecto si accede a lo que voy a proponerle. Se pondrá en las manos de las estilistas que he contratado y dejará que se ocupen de usted. Cuando hayan terminado, si sigue sin querer venir a la fiesta conmigo, la dejaré marchar y le daré un cheque por esa suma. Pero, si cambia de opinión y me acompaña, haré una donación por el doble de esa cifra. ¿Hecho?
Paula se quedó mirándolo anonadada. Quince mil libras… Le daba igual que le ofreciera el triple por ir a la fiesta; de ninguna manera accedería a pasar por un calvario semejante. Por muy bien que hicieran su trabajo esas estilistas, se sentiría como un pez fuera del agua en un evento así.
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