Suspiró para sus adentros. Jimena era todo lo que ella no era: Delicada, con cara de muñeca… ¡Y tenía una figura tan, tan esbelta! El contraste con ella no podría ser mayor: Aún llevaba puesto el chándal de entrenadora –daba clases de gimnasia y geografía en un colegio privado para chicas–, se había recogido su melena indomable en una coleta, y no llevaba ni pizca de maquillaje.
–Han llamado de la inmobiliaria esta tarde –comenzó a decir Graciela, fijando su mirada penetrante en ella–. Ha habido otra persona que ha expresado interés por…
–¡Y no queremos que lo estropees! –intervino Jimena con fiereza, lanzándole una mirada asesina–. Sobre todo tratándose de quien se trata – añadió.
Algo en su tono de voz escamó a Paula, igual que la ufana expresión de Graciela.
–Pedro Alfonso está buscando una nueva adquisición, y cree que Haughton podría ser justo lo que está buscando –le aclaró su madrastra.
Paula la miró sin comprender, y Jimena resopló burlona.
–¡Por favor, mamá!, no esperes que sepa quién es Pedro Alfonso– exclamó–. Es un tipo asquerosamente rico con un montón de propiedades en medio mundo. Acaba de romper con Tamara Brentley. De ella por lo menos sí que habrás oído hablar, ¿No?
Sí que sabía quién era Tamara Brentley. Era una actriz inglesa que había alcanzado la fama en Hollywood con una película romántica que había sido un éxito de taquilla. Sus alumnas la idolatraban. Pero ese Pedro Alfonso… Aparte de la lógica deducción de que con ese apellido podría de ser de origen griego, no sabía nada de él. Sin embargo, un escalofrío le recorrió la espalda de solo pensar que un tipo así pudiera llegar a hacerse con Haughton, con su hogar. Lo único que haría sería vender la propiedad por un precio exorbitante a un oligarca ruso o a un jeque árabe que solo pasarían allí una o dos semanas al año, a lo sumo. Y sin ser amado, sin nadie que lo habitara… Haughton languidecería.
–Quiere venir a ver la propiedad en persona –dijo Graciela–, y le he invitado a almorzar hoy con nosotras.
Paula se quedó mirándola.
–¿Y sabe que tenemos la casa en copropiedad, y que yo no estoy dispuesta a vender mi parte? –le preguntó, yendo directa al grano.
Graciela obvió ese desagradable detalle con un ademán.
–Lo que yo sí sé, Paula –le dijo mordaz–, es que seremos muy, muy afortunadas si se decide a comprar la propiedad. Y no quiero que lo estropees. De hecho, confío en que, ya que yo no puedo convencerte, el señor Alfonso sí logre hacerte entrar en razón.
Jimena soltó una risa ahogada.
–¡Mamá, por Dios! ¡No puedes hacerle algo tan cruel a ese pobre hombre! ¡Pretender que intente razonar con Paula…! –se mofó.
–Ella también tiene que estar presente –insistió su madre–. Y mostraremos un frente unido.
A Paula aquello le apetecía tan poco como que le sacaran una muela, pero al menos tendría la oportunidad de dejarle bien claro a ese Pedro Alfonso que no estaba dispuesta a vender su hogar, se dijo levantándose. Tenía que darse una ducha, pero como el ejercicio le había abierto el apetito decidió que pasaría antes por la cocina para picar algo. Se había convertido en su lugar favorito de la casa porque Graciela y Jimena, a quienes no les gustaba ensuciarse cocinando, raramente entraban allí. De hecho, ahora dormía en una de las habitaciones en esa parte de la casa, la que daba al patio de atrás, había acondicionado la habitación contigua para usarla como salita, y apenas pisaba la parte frontal para evitar a su madrastra y a su hermanastra. Sin embargo, en ese momento, mientras se dirigía por el pasillo a la puerta verde que conducía a lo que antaño habían sido las dependencias del servicio, sintió que se le encogía el corazón al mirar la imponente escalera, la oscura madera que recubría las paredes, las antiguas baldosas de piedra bajo sus pies… ¡Cómo amaba aquella casa…! Sentía por ella una fuerte y profunda devoción, y jamás renunciaría a ella voluntariamente. ¡Jamás!
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