Al final de la cena se pronunciaron varios discursos, y tras la subasta benéfica la orquesta empezó a tocar un vals, muy acorde con los disfraces eduardianos que llevaban todos los invitados. Paula, a quien le encantaba la música clásica, reconoció de inmediato la melodía.
–¡Me encanta esta pieza! –exclamó.
–¿No es de la opereta La viuda alegre? –preguntó otra de las mujeres sentadas en su mesa.
–Sí, del compositor Franz Lehár –respondió Paula, y se puso a tararear para sí la melodía al compás de la música.
Algunas personas de otras mesas estaban ya levantándose y dirigiéndose en parejas a la pista de baile. El director de la fundación se giró hacia Paula con una sonrisa.
–¿Me haría el honor de…?
Pero Pedro, levantándose se le adelantó antes de que pudiera acabar la pregunta.
–Perdóneme, pero la señorita Chaves me había prometido el primer baile –dijo.
Paula se sonrojó. El director, que no sabía que no era verdad, claudicó gentilmente con un asentimiento de cabeza, y Pedro la condujo hacia la pista. A Paula el corazón le latía como un loco y su respiración se había tornado agitada.
–Pero es que no sé bailar esto… –protestó mientras se alejaban–. Bueno, sé bailar el vals, pero no sé si el vienés es distinto del inglés. Y además no…
–Tú déjate llevar –la interrumpió Pedro.
Le rodeó la cintura con el brazo, tomó su mano en la suya y la arrastró consigo hacia el remolino de parejas que bailaban. Mientras giraba con Pedro al compás de la música, la larga y pesada falda de seda de su vestido se volvió ligera como una pluma. Se sentía como si flotara.
–¿Ves qué fácil es? –le dijo él sonriente–. No ha sido tan horrible como pensabas que sería, ¿A que no?
Paula supo de inmediato que no se refería solo al baile, sino también a su transformación de esa noche, a ir a aquella fiesta con él. Tenía razón; había resultado tan fácil… Una sensación de dicha la inundó. Se sentía maravillosamente libre, como si Pedro hubiese derrumbado los muros que la constreñían. La orquesta remató la melodía con una floritura, y aunque se sentía algo mareada cuando dejaron de dar vueltas, se unió a los demás invitados en sus aplausos. El director de la orquesta se volvió, hizo una reverencia para dar las gracias y comenzaron a tocar la siguiente pieza, una polca. A ella, que nunca había bailado una polca, le entró el pánico, pero Pedro la cortó antesde que pudiera decir nada.
–Tú haz lo mismo que yo –le indicó.
Paula le hizo caso, y cuando se despreocupó se encontró divirtiéndose con aquella rápida y vigorosa danza. Cuando la pieza terminó no pocas parejas estaban sin aliento.
–¡Ha sido muy intenso! –bromeó ella riéndose.
–Pues sí, estos bailes de salón son como una sesión de entrenamiento – asintió Pedro, tirándose un poco del cuello de la camisa, y abanicándose con la mano–. No sabes cómo te envidió por llevar los hombros y los brazos al aire. ¿Crees que se montaría un escándalo si me quito la chaqueta? No te imaginas el calor que da…
–¡Como hagas eso te pondrán al instante en su lista negra! –le advirtió ella riéndose.
–Bueno, como soy un extranjero y un advenedizo tampoco me importaría – contestó él, y volvió a rodearle la cintura con el brazo cuando comenzó la siguiente pieza.
¡Qué alivio que fuera un vals tranquilo!, pensó, aunque ya no se lo pareció tanto cuando sintió la mano de Pedro apretarle un poco más la cintura, y cuando sus ojos se encontraron notó que se le subían los colores a la cara.
–¿Te alegras de haber venido? –le preguntó Pedro.
Una amplia sonrisa acudió a los labios de Paula.
–¡Ya lo creo! Esto es… ¡Maravilloso! Todo, cada momento y cada detalle.
–¿Hasta el corsé que llevas bajo el vestido? –preguntó él con un brillo travieso en los ojos.
–Bueno, eso no –concedió ella.
–Me lo imaginaba. Aunque debo decir que te hace una figura estupenda… –observó Pedro.
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