–Yo también tengo una confesión que hacerte –le susurró, inclinándose hacia ella–: Fue mi hermano Federico quien me dió de alta en la página de contactos, y quien rellenó mi perfil. Dice que estaba tan harto de que no hiciera más que quejarme de lo difícil que me es conseguir una cita cuando vengo a Londres –levantó su taza de café y, cuando la miró a los ojos, ella fue incapaz de apartar la vista–. Por las primeras citas –murmuró, y bebió un largo trago antes de esbozar una sonrisa lobuna.
¿Por las primeras citas? Ese brindis resultaba irónico viniendo de un hombre al que no solía faltarle, según él, la compañía femenina. La sonrisa de Pedro había hecho que una ola de calor aflorase en su estómago, y Paula se sintió como si estuviese a punto de escapársele una risita. Pero ella no era de esas bobas que se deshacían en risitas. Ni aunque tuviese enfrente a un hombre guapísimo, bebiendo café y mirándola fijamente, esperando su reacción. ¿Estaría poniéndola a prueba?
–No es que es no quiera unirme a tu brindis –contestó, esbozando una media sonrisa–, pero hay algo que me tiene intrigada.
–¿El qué?
–Pues qué planeabas hacer con esas galletas con avellana.
Él se echó a reír con ganas, y ella, por primera vez en mucho tiempo, se encontró también riendo; riendo de verdad, hasta que las lágrimas le rodaron por las mejillas y le faltó el aliento. Se rieron tanto que las personas que estaban sentadas cerca de ellos empezaron a lanzarles miradas furtivas. Habría abochornado a Iván, su ex novio, si estando con él en público se hubiese puesto a reírse de esa manera. Al cruzar de pronto ese pensamiento por su mente, Paula se sintió como si le hubiesen echado un cubo de agua helada por la cabeza, y de inmediato se sentó derecha y trató de recobrar la compostura. Se estaba comportando como una idiota. No había ido allí a flirtear y a reírse con él. No estaba preparada para eso. Aquello era un error, un terrible error; era Marcela quien debería estar sentada allí con Pedro, no ella. Ya iba siendo hora de que pusiera fin a aquella charada y pusiera pies en polvorosa. Justo cuando iba a darle una excusa para marcharse, apareció a su lado una compañera de trabajo de Iván, que tenía fama de ser de las más cotillas de la oficina, y se quedó mirándola con descaro y mala intención. Paula dió un respingo, horrorizada. Seis semanas atrás se había marchado de allí hecha un mar de lágrimas, y era la primera vez que se encontraba con alguien de la empresa. No, era aún peor, porque aquella chismosa no estaba sola; justo en ese momento apareció tras ella otra compañera que no le iba a la zaga, y miró a Pedro como una perra en celo, y luego a ella, muda de asombro.
–¡Vaya, hola, Pau! –exclamó la primera–. ¡Qué sorpresa encontrarte aquí!
–Pues sí, ya ven –contestó Paula en un tono despreocupado, negándose a darles ningún tipo de explicación–. ¿Y ustedes?, ¿Qué hacen por aquí?
–Se nos ocurrió que podíamos ir al cine después del trabajo y paramos aquí a tomar algo –contestó la otra. Y con una sonrisa maliciosa añadió–: ¡Qué casualidades tiene la vida!
–¿Verdad? Bueno, pues que les guste la película, y a ver si nos vemos otro día –dijo Paula, forzando una sonrisa también.
Las dos chismosas, aunque visiblemente chafadas por que les hubiese despachado sin presentarles al misterioso y atractivo hombre que estaba con ella, se alejaron hacia la única mesa vacía que quedaba en el local. Esta estaba bastante apartada de la suya, pero por las miradas que les lanzaban y el cuchicheo entre ellas era evidente que les había alegrado la tarde. ¿Quién necesitaba ir al cine cuando acababan de descubrir a Paula Chaves con un guaperas en una cafetería? «¡Fíjate!», se estarían diciendo la una a la otra. «¿Quién lo iba a decir?, con lo mal que se quedó al descubrir que Iván se había estado riendo de ella…». Y al día siguiente lo contarían en la oficina y sería de dominio público en cuestión de minutos. De hecho, probablemente en ese momento estarían enviándoles mensajes de texto con el móvil a otros compañeros.
–¿Amigas tuyas? –le preguntó Pedro.
–Compañeras de la empresa en la que trabajaba antes. Y no, desde luego que no son amigas mías. Las detesto; son unas chismosas de la peor calaña.
¿Por qué había dicho eso? No era culpa de ellas que se hubiese creído todas las mentiras de Iván, ni que ella hubiese aceptado ayudarle en sus propuestas de negocios a cambio de nada, noche tras noche, para descubrir al final que durante todo ese tiempo había estado viviendo con la hija del jefe y llevándose el mérito de su trabajo. Ella era la única que no se había enterado de nada, mientras que el resto de la oficina había estado riéndose a sus espaldas durante semanas, esperando a que Iván la plantase en cuanto consiguiese el ascenso… Como ocurrió. Y delante de todo el mundo. La humillación y la amarga decepción que había sentido entonces volvió a embargarla, y se estremeció.
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