jueves, 22 de julio de 2021

Conectados: Capítulo 2

Paula Chaves se bajó del autobús rojo de dos pisos, y corrió a ponerse a cubierto bajo la marquesina de la tienda más próxima. La lluvia de noviembre caía incesante sobre la ciudad de Londres. Sus ojos se posaron en el letrero de la cafetería al otro lado de la calle. Inspiró profundamente, tiró un poco del bolso, cruzado sobre el pecho, y abrió su paraguas morado. Luego dejó caer los hombros y se metió la mano libre en el bolsillo de su gabardina, de color azul marino con ribetes blancos. Aunque esas gabardinas estaban a la última, la había comprado en una tienda de ropa de segunda mano. ¡Las cosas que hacía por ahorrar dinero para su vocación artística! Claro que, mientras se atuviera al plan, tampoco tenía que preocuparse por lo que llevaba puesto ni dónde lo había comprado. Lo único que tenía que hacer era entrar en la cafetería, esperar a que llegara @deportista, disculparse educadamente en nombre de Marcela y marcharse. En diez minutos habría terminado. Aunque la @chicadeciudad a la que estaba esperando era la sofisticada y eficiente directora de la mayor agencia de publicidad de Inglaterra. De hecho, Marcela había insistido en que en su perfil de la página de contactos escribiera que aspiraba a convertirse en «una gurú del marketing a nivel internacional».


Paula puso los ojos en blanco. En fin, todo eso daba igual. Despacharía a @deportista en diez minutos, se subiría de nuevo al autobús y volvería a ser la Paula Chaves de siempre: Secretaria por las mañanas, proyecto de ilustradora por las tardes e historiadora de arte los fines de semana, cuya única aspiración, de momento, era pagar sus facturas. Enarbolando su paraguas, se lanzó a cruzar la calle, zigzagueando entre los coches parados por el típico atasco de la hora punta. Casi había llegado a la otra acera cuando, al esquivar a un mensajero en bicicleta, plantó sin querer el pie derecho en un charco. El agua, fría y sucia, le salpicó la pantorrilla y se le coló por dentro del chic botín de tacón, haciéndola estremecer. Maldiciendo entre dientes, subió a la acera, cerró el paraguas, que con el viento que hacía no le había servido de mucho, y entró en la cafetería. El delicioso aroma a café recién molido y el runrún de las conversaciones la envolvieron de inmediato. Paseó la vista por el local, pero no había ningún hombre ataviado con una camisa hawaiana, lo que @deportista le había dicho que iba a llevar. Y sería difícil que escapase a su mirada alguien con esa clase de atuendo en una tarde de noviembre en el centro de Londres. Fue al mostrador a pedir un café, y cuando se lo sirvieron fue a sentarse en una mesita libre en el rincón, de espaldas a la pared. Apoyó en ella el paraguas, se quitó la gabardina y la colgó en el respaldo de la silla antes de alisarse con las manos la falda gris de su traje preferido. 


Sintió un cosquilleo nervioso en el estómago. Aquello era ridículo. No era una cita de verdad; no tenía por qué estar nerviosa. Había ido allí para disculparse en nombre de Marcela; eso era todo. Además, ¿Y qué si había intentado imaginar cómo sería @deportista en persona? En la pequeña fotografía de su perfil no se le veía demasiado bien, y las fotografías podían ser engañosas. Era normal que sintiese curiosidad, ¿No? Sobre todo cuando @deportista le había hablado de su intensa vida social, de que hacía surf en lugares como Hawái o California, y la había hecho reír con sus historias. Tenía sentido del humor y eso, al principio, le había parecido un punto a su favor, puesto que cualquiera que pretendiese salir con Marcela lo necesitaría.

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