Tomó un trozo de algodón.
–¡Auuu! –exclamó Mateo antes de que Paula llegara a acercarle el algodón.
–Me estás haciendo sentir como un monstruo, Mateo.
–Leonardo ha hecho un cursillo de primeros auxilios porque antes era conductor de ambulancias –dijo Mateo, abriendo mucho los ojos–. ¿Tú por qué lo has hecho?
–Porque soy jefa de vuelo de MaxAir, la compañía de los aviones azul claro, así que tengo que poder atender a cualquier pasajero que se ponga enfermo durante el viaje. ¿Sabías que en los primeros vuelos, las azafatas eran enfermeras? –al ver que a Mateo su experiencia no le impresionaba nada comparada con la de Leonardo, decidió utilizar otra táctica–. Si te hace sentir mejor, te diré que he hecho otros muchos cursos.
–¿De qué?
–De fontanería, de defensa personal; además tengo el título de submarinista y puedo hablar cuatro lenguas.
–¿Cuatro? –preguntó Mateo con admiración.
–Sí. Mis padres eran italianos, así que aprendí italiano antes que inglés. Además puedo hablar alemán y francés –dijo.
Los ojos de Mateo estaban a punto de salirse de sus órbitas.
–¿Quieres que te enseñe a contar hasta diez en italiano? –preguntó Paula. Mateo asintió y ella, al tiempo que le pasaba el algodón empapado en agua comenzó–: Muy bien: uno… –le retiró la sangre y la gravilla con delicadeza mientras se esforzaba en que el niño se concentrara en sus labios y no en sus manos–. Due… –le secó la herida–. Tre… –abrió la botella de líquido antiséptico–. Quattro… –empapó un algodón con el líquido–. Cinque… – aplicó el algodón a la herida, que se tiñó de marrón–. Sei… –Paula cerró la botella–. Sette… –cortó un trozo de venda–. Otto… –la colocó sobre la herida–. Nove… –alisó la venda con cuidado para asegurarla en su sitio–. ¡Dieci! ¡Ya está! ¿Puedes decirlos todos seguidos?
Mateo sacudió la cabeza.
–No, ¿Puedes repetirlos?
Paula lo hizo y Mateo los repitió tras ella. Cuando iban por la mitad, ella sintió un cosquilleo en la nuca y supo que Pedro la estaba observando. Al mirarlo por el rabillo del ojo, él le dedicó una sonrisa más cálida que todas las anteriores, y sintió un absurdo bienestar. Tardó unos segundos en darse cuenta de que se había quedado mirando a Pedro el tiempo suficiente como para haber descubierto que sus plateadaspupilas estaban rodeadas de un círculo azul. Él tragó saliva y la nuez se movió en su garganta. Por la forma en que la miraba, Siena tuvo la certeza de que también él habría podido describir sus ojos con exactitud.
–¡Enséñame otro idioma! –pidió Mateo, rompiendo con sus palabras el hechizo por el que Pedro y Paula no podían dejar de mirarse.
–En otro momento –dijo Pedro, tomándole la mano y haciéndole levantarse–. No sé ustedes, pero ahora mismo yo estoy deseando beber algo fresco.
Y por el tono de su voz, Paula tuvo la seguridad de que, de no haber estado Pedro presente, él hubiera optado por un gin tonic en lugar de una limonada.
–¿Me dejas que te tiente? –añadió él.
Paula se levantó y metió las manos en los bolsillos de los vaqueros. Aún sabiendo que James se refería a algo tan inocente como un refresco, no pudo evitar pensar en el doble sentido que aquella misma pregunta hubiera tenido en otras circunstancias.
–¿Con una limonada? –dijo, finalmente–. Claro que sí.
–¡Hurra! –exclamó Mateo–. Quiero enseñarte mi dormitorio.
Y, automáticamente, Paula se quedó paralizada.
-No sé, Mateo –dijo Paula, dando un paso atrás tanto física como mentalmente.
Sin darle tiempo a reaccionar, Mateo le tomó la mano.
–Tengo un ordenador nuevo con juegos y canciones –sus ojos brillaban llenos de entusiasmo.
Paula sabía cómo actuar con un niño en medio de una pataleta, ella misma había sido una niña gritona, pero no sabía qué hacer con un niño de mirada inocente a punto de echarse a llorar. El que hubiera sentido compasión durante el vuelo por Bruno y en ese momento tuviera aquel sentimiento hacia Mateo contradecía a aquellos compañeros de trabajo que la acusaban de no tener corazón.
–¿Sabes qué? –dijo, con cara de angustia–, preferiría ver el jardín. He venido hasta aquí porque cuando era pequeña vivía en esta casa.
–¿De verdad? –Mateo la miró sorprendido.
–Así es. El jardín era mi sitio favorito. Teníamos un columpio y una alberca. Una de las estacas de la valla siempre se salía y yo solía colarme porel hueco que dejaba libre.
–¡Ya sé a cuál te refieres! Papá la arregló cuando vinimos. ¡Qué divertido! ¿En qué cuarto dormías?
–Yo diría que en el de delante –intervino Pedro.
Paula se volvió hacia él y asintió.
–¿Cómo lo has adivinado?
–Me llevó al menos una semana tapar los agujeros de chinchetas que agujereaban las paredes.
Paula sonrió.
–Estaba loca por algunos grupos de música grunge y cubría las paredes con sus fotografías.
–¿Y sigues oyendo la misma música?
–Ahora tengo gustos más… adultos.
–¿Jazz, blues?
-No: La realidad.
La carcajada que soltó Pedro envolvió a Paula como una ola refrescante enuna tarde calurosa, y en su interior sintió un golpe de calor. No tuvo ningún problema en identificar aquella emoción: era la que sentía cuando estaba coqueteando y pasándolo bien con un hombre. Pero había un niño y una mujer a la que tener en cuenta, así como un traje que necesitaba urgentemente pasar por la tintorería. Cambió de tema.
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