Pedro estaba seguro de haber oído un chirrido de ruedas. Apagó la lijadora eléctrica y se quitó las gafas protectoras para escuchar con atención, pero sólo le llegaron los ruidos característicos de un barrio residencial: la ropa tendida sacudida por la brisa tropical, los pájaros peleando por algunas migajas, un alumno de piano practicando escalas… Debía haberlo imaginado. Iba a colocarse las gafas cuando oyó la puerta de un coche delante de su casa y salió a toda velocidad. Lo primero que vió fue un coche montado sobre la acera, con la puerta del conductor abierta, el guardabarros delantero empotrado en un árbol y un hilo de humo formando una espiral sobre el capó. Lo segundo, fue la bicicleta de Mateo en el suelo, detrás del coche. Y la imagen lo atravesó como un puñal. Si a Mateo le había pasado algo… Avanzó precipitadamente hasta que vio lo bastante como para tranquilizarse: Mateo estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada en la parte delantera del coche hablando animadamente con una mujer que, agachada delante de él, le recorría las piernas y los brazos con manos nerviosas. Se trataba de una mujer joven y delgada, con una corta melena rizada. Al inclinarse hacia delante, la camiseta que llevaba dejaba al descubierto una franja amplia de piel cetrina que Pedro no pudo evitar observar con una curiosidad que le desconcertó. Se paró en seco y sus botas crujieron sobre la gravilla. Mateo volvió la cabeza y lo miró con sus grandes ojos castaños. Como si sólo al tener a Pedro de testigo se diera cuenta de lo que acababa de sucederle, se echó a llorar.
–¡Papá! –lo llamó con voz quebradiza.
–Ya estoy aquí –dijo Pedro, avanzando hacia él mientras se repetía: «Paso a paso», un mantra que le había proporcionado alguno de los muchos terapeutas que había visitado y que parecía adecuado para aquella ocasión. Llegó hasta su hijo con aprensión, consciente de que no sabría cómo reaccionaría si estaba sangrando o si se había roto algún hueso–. ¿Estás bien, compañero?
Mateo asintió con la cabeza y se puso en pie.
–Perfectamente. Me he raspado el brazo pero, como le he dicho a Paula, casi no me duele.
Pedro se volvió hacia la mujer que a su vez lo miraba con unos inmensos ojos verdes y expresión angustiada. También ella se incorporó, al tiempo que se frotaba las manos en unos vaqueros ceñidos y de cintura baja, y recuperaba el equilibrio sobre unos altísimos tacones que él consideró completamente inapropiados para conducir. Y aunque estuvo tentado de decírselo y convertir el miedo que acababa de pasar en ira hacia ella, la expresión de vergüenza y mortificación que vio en su rostro le hizo cambiar de idea.
–Soy Paula Chaves–dijo con voz cantarina, al tiempo que le tendía la mano.
–Pedro Alfonso–dijo él, estrechándosela. Tenía una mano suave y delicada, y por primera vez en su vida James se avergonzó de sus manos ásperas y toscas.
Ambos retiraron la mano rápidamente. Ella llevó la suya al bolsillo trasero del pantalón y Pedro se fijó en una franja de vientre plano y moreno que quedó al descubierto. Instintivamente alzó la mirada y se encontró con sus impactantes ojos verdes. No era fácil decidir dónde mirar.
–Éste es mi coche –dijo la mujer. Tras una pausa añadió–: Bueno, es de mi hermano. Gracias a Dios, iba muy despacio, pero no he visto a Mateo hasta que se me ha echado encima y, al frenar bruscamente, el coche se ha deslizado. Menos mal que no le he dado –se volvió hacia Mateo con cara de preocupación–. ¿Estás seguro de que ni te he tocado?
El niño la miró y movió la cabeza afirmativamente y Pedro se dió cuenta de que estaba tan fascinado con ella como él.
–¡Menos mal! –dijo ella, aliviada–. Como es lógico, pagaré cualquier reparación que tengas que hacer.
Pedro miró a Mateo y vió que había dejado de llorar, aunque seguía sujetándose el codo con fuerza. Aun así, de los dos implicados en el accidente, parecía evidente que ella estaba más conmocionada que el niño. Sonrió a la mujer como muestra de que aceptaba sus disculpas y cuando ella le devolvió la sonrisa, pensó que sus ojos tenían el color esmeralda de las aguas de Green Island. Desconcertado por sus propios pensamientos, tomó la bicicleta y se la apoyó en la cadera para erigir una barrera entre él y aquella encantadora desconocida..
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