Pedro colgó el teléfono tras hablar con el mecánico, apoyó las manos en la encimera de la cocina y observó cómo su hijo tiraba de Paula para llevarla hacia el columpio. Ella lo seguía descalza. Sus rizos se movían al compás de sus pisadas, el bajo de sus pantalones rozaba el suelo, pero no parecía importarle. Mateo trepó a su nuevo juguete y ella lo observó con los brazos en jarras mientras el niño parloteaba sin cesar. Tomó aire. Paula Chaves tenía algo especial y, lo mirara como lo mirara, no podía negar que durante la cura de Mateo habían estado coqueteando. Aunque no pudiera señalar quién había comenzado, lo cierto era que se había encontrado haciéndolo con absoluta naturalidad. Giró la cabeza para relajar los hombros y sonrió. Le agradaba haber utilizado músculos que hacía tiempo tenía agarrotados. Pero no tuvo tiempo de reflexionar más sobre el tema porque de pronto vió que Paula iba hacia la puerta de la cocina.
–Tengo una sed terrible –dijo al llegar junto a él–. Hace tanto calor… Claro que aquí esto es lo habitual –señaló con la mirada la bandeja con las bebidas y añadió–: ¿Puedo?
Pedro asintió y se quedó mirándola mientras Paula bebía el vaso de un trago. Al ver que se frotaba la nuca con la mano que le quedaba libre, se dió cuenta de que no se había planteado la posibilidad de que hubiera resultado herida en el accidente, y le pareció imperdonable no haberse cerciorado de que estaba bien en cuanto comprobó que Mateo no había sufrido ningún daño. Llevaba tanto tiempo obsesionado con cuidar de él, que ya no sabía cómo relacionarse con un adulto. ¿Limonada y galletas? ¿No era ésa la prueba de una mentalidad infantil? Paula siguió frotándose la nuca, pero no parecía estar dolorida, debía tratarse de un gesto habitual en ella, y a Pedro le pareció lógico. También a él le hubiera gustado hundir sus dedos por aquellos oscuros tirabuzones.
–Tienes una taller fabuloso –dijo ella cuando acabó de beber. Se secó los labios–. He echado un ojo al cambiador en el que estás trabajando. Es maravilloso. Tienes mucho talento.
Pedro ladeó la cabeza a modo de agradecimiento.
–Eso me dicen.
–¿Cuánto cobras por un trabajo como ése? –Paula apoyó la cadera en la encimera y cruzó un pie sobre el otro.
Al ver que tenía la planta llena de barro, Pedro miró hacia la entrada y vió las marcas de las pisadas. Leonardo les echaría una buena bronca cuando viera que su inmaculado suelo estaba manchado, pero habría valido la pena. Eran la prueba de que, por primera vez en mucho tiempo, estaba manteniendo una conversación con un adulto, y eso sí que tenía un carácter excepcional.
–Más de lo que imaginas –dijo–. Esa pieza es un encargo de un famoso actor australiano, y ya sabes que los famosos sólo compran cosas caras.
–¿Intentas decirme amablemente que no estaría al alcance de mi bolsillo?
–En absoluto –dijo él conteniendo la risa–. Pero si quieres hacer un encargo tendrás que ponerte en la lista de espera.
Paula arqueó una ceja en un gesto de desdén, pero en lugar de poner a Pedro en su sitio, sólo logró que pensara que aquellas móviles cejas le resultaban tan atractivas como sus desordenados rizos.
–Me temo que desde que trabajo en casa, la firma Alfonso se ha encarecido exponencialmente –dijo él, apoyándose en la encimera de frente a Siena–. Mi representante está encantado porque puede subir los precios sin que yo tenga la posibilidad de quejarme.
–Está bien, está bien –dijo Paula, y alzó la mano como si fuera un policía de tráfico–. Mensaje recibido: No tengo suficiente dinero para comprar una de tus piezas.
Pedro rió y sintió placer al usar sus pulmones por primera vez en mucho tiempo para algo más que tomar aire.
–¿No te vuelve loco estar todo el tiempo en casa? –preguntó Paula con curiosidad.
–No. Tengo un horario flexible y Mateo siempre puede llamarme por el telefonillo interno. No lo cambiaría por nada del mundo.
Decidió no decir que su vida giraba de tal manera en torno al estado de ánimo de Mateo que aun sin telefonillo era capaz de intuir a distancia cómo se encontraba. Hasta él sabía que contar algo así enturbiaría el ambiente distendido que había conseguido crear entre ambos.
–Es curioso –dijo ella, mordisqueándose el labio inferior–. Creo que si pasara el día encerrada entre cuatro paredes me volvería loca.
–¿No tienes esa sensación dentro de los aviones?
Paula reflexionó unos segundos.
–Supongo que la gran diferencia es que en cada vuelo hay doscientas caras distintas.
–Eso es verdad. ¿Cuánto tiempo llevas volando? –preguntó Pedro, que de pronto sintió la necesidad de prolongar aquella charla que, por el motivo que fuera, le estaba haciendo sentir tan relajado y cómodo.
Pero al ver que Paula alzaba una ceja pensó que estaba tan fuera de práctica que tal vez había dicho o hecho algo improcedente sin ni siquiera darse cuenta. ¿Habría actuado como si quisiera ligar con ella? Eso era ridículo. Sólo estaban charlando. Ella pestañeó y pareció medir sus palabras:
–Siete años. ¿Por qué?
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