Acercó un taburete a la mesa de trabajo sin dejar de pensar en Paula Chaves. Tal y como Mateo la había descrito a Leonardo durante la cena, era atómica. Lo era su ropa, su manera de moverse, su sentido del humor… El conductor de la grúa se había referido a ella como «la fugitiva» lo cual debía haber bastado para apartarla de su mente al instante. Lo último que él necesitaba en su vida era alguien volátil. Pero Leonardo había encontrado las palabras exactas al dirigirse a ella como una «Preciosa flor». Paula no se parecía a ninguna mujer que conociera. Tenía energía suficiente para iluminar toda una ciudad. Las dos veces que se habían tocado, primero en su casa y luego en el coche, había sentido chispas en su interior que, como si se tratara de un motor sin batería, habían conseguido arrancar su corazón y hacerlo latir con fuerza. No era un hombre que hubiera experimentado la atracción a primera vista. Con Diana, el proceso había sido lento. Una noche había entrado en el bar de hard rock Pig’s Head con sus amigos. Al encontrarse con que dentro había unos tipos duros, con cazadoras de cuero y tatuajes en los brazos, decidieron marcharse, pero cambiaron de opinión al ver a una mujer menuda, rubia, con una camiseta que dejaba al desnudo su cintura, minifalda, medias de rejilla y botas, que bailaba con los ojos cerrados en medio del local, como si no quisiera saber nada del mundo exterior. Al final de la noche, Pedro estaba sentado solo en la barra, esperando a que sus amigos volvieran del cuarto de baño, cuando la mujer apareció a su lado, despeinada, sudorosa y con el rímel corrido.
–Diana –se presentó, tendiéndole una mano delgada y frágil.
–Pedro –respondió él. Y al estrechársela le desconcertó lo fría que estaba a pesar del calor del local y de que no había parado de bailar.
–Te he estado observando –dijo ella. Pedro arqueó una ceja con cara de incredulidad–. ¿Por qué no me has pedido que bailara contigo?
Pedro soltó una carcajada y ella sonrió.
–¡Por fin! –exclamó–. Empezaba a preguntarme si eras capaz de reírte.
–Suelo reírme cuando algo es divertido –dijo él, sin dejar de sonreír.
–Me alegro. Quiero marcharme de aquí e ir a tomar un café. ¿Te apetece?
Lo que en realidad había insinuado era: «¿Te apetezco?» Y Pedro no se lo pensó dos veces. Desde aquel día se convirtieron en Pedro y Diana, el ebanista con horarios regulares y la chica rebelde que resultó ser madre de un niño de tres años, tímido y dulce, del que él se encariñó en cuanto lo vió. Con el tiempo, se preguntaría a menudo si Diana no lo habría elegido a él aquella noche porque estaba buscando un padre para su hijo. Él la había amado profundamente, en parte por la desesperación con la que ella lo necesitaba. Diana había insistido en mudarse a las afueras y él en adoptar a Mateo, y pronto se habían convertido en una familia normal, que recibía a sus amigos los fines de semana y organizaba barbacoas. Hasta que, cuando tenía treinta años, habían diagnosticado a Diana una cirrosis. Después de seis meses de tratamiento infructuoso y de noches de desesperación en los que ella se maldecía por sus años de vida disoluta, murió.
A pesar de lo que había padecido durante los dos años anteriores, Pedro acababa de descubrir que su corazón no estaba parado completamente y que aspiraba a volver a tener sentimientos. Sus instintos se removían en su interior y pretendían ser oídos. Paula. Quizá debía… ¿Llamarla para quedar? ¿Mandarle flores? ¿Escribirle una nota? Hacía Paula tiempo que no hacía nada de eso que ni siquiera sabía si estaba pasado de moda. ¿Todavía se harían llamadas o con los nuevos tiempos lo normal era mandar mensajes provocativos al ordenador o al móvil? Sonó un ruido en el monitor que lo puso alerta, pero después de girarse y balbucear algo, Mateo se quedó tranquilo. Mateo. Aquel nombre bastaba para adormecer sus instintos. Fueran cuales fueran sus sentimientos, Mateo tenía que estar por encima de sus deseos o intereses. Se pasó la mano por el cabello como si con ello pudiera quitarse el súbito dolor de cabeza que sintió. Estaba metiéndose en un terreno pantanoso. Paula era joven, sofisticada y pasaba la mayoría de su tiempo de viaje. Y todo el mundo: terapeutas, profesores, amigos, coincidía en que Mateo necesitaba atención. Aturdido, Pedro abrió la pantalla del ordenador y localizó la página de su blog. La única ocasión en la que había acudido a un terapeuta para que le asesorara, le sugirió que escribiera un diario para transferir al papel sus preocupaciones. Él había optado por la versión informática del diario. Le resultaba más liberador pensar que sus palabras quedarían flotando en un limbo, que atrapadas en un cuaderno en el fondo de un cajón como si se trataran de un vergonzoso secreto. Hizo sonar los nudillos y comenzó a teclear.
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