Sacudió la cabeza. Por más que estuviera pasando un mal trago, no tenía sentido que tratara de distraerse con la anatomía de aquel hombre. Y menos, tratándose de un padre. Además, era la antítesis de los hombres que conocía y hacia los que se sentía atraída. A ella le gustaba que llevaran traje y fueran bien afeitados; solteros con tiempo, dinero y ambición que sabían lo que querían y luchaban por ello. Hombres parecidos a ella. Si no se equivocaba, y raramente lo hacía, aquel hombre debía ser un trabajador manual, tal y como demostraban sus ásperas manos. Pero eso era todo lo que, extrañamente, había logrado intuir. Por algún motivo, aquel hombre se rodeaba de una sólida muralla para evitar que los desconocidos pudieran ver más allá de su media sonrisa. Aun así, había algo innegable: estaba cubierto de serrín, era excesivamente formal y vivía en Cairns. Así que no tenía ningún interés para ella. Pertenecía a un territorio ajeno y desconocido.
Al llegar a la puerta, Pedro se quitó las botas y dejó al descubierto unos calcetines con agujeros en ambos pies. Mateo se apoyó en el marco e, imitando los movimientos de su padre con absoluta precisión, hizo lo mismo con sus deportivas. La tierna escena conmovió a Paula con una intensidad aún mayor que la que le causaba entrar en la casa de su infancia, y un sentimiento nuevo, de una extraordinaria profundidad, estalló en su interior. Se parecía mucho a la añoranza, pero ésa era una emoción vedada a la mujer centrada, cosmopolita e independiente en la que se había convertido. Debía tratarse de una variedad de náusea. Después de todo, acababa de sufrir un accidente de coche, lo que también justificaba que le temblaran las rodillas y que, al mirar el cuello de un desconocido, sintiera una peculiar sensación en las entrañas. Cuando se detuvo en el umbral de la puerta, el hombre objeto de su atención le dedicó la misma media sonrisa que ya había mostrado con anterioridad. A tan corta distancia, se veía con claridad que no era una sonrisa espontánea, sino más bien fría y distante. Ni siquiera llegaba a iluminar sus ojos grises.
–Papá –Mateo tiró de la manga de Pedro y la sonrisa de éste adquirió una genuina dulzura.
Sus ojos se iluminaron, adquiriendo tonalidades azuladas, y se le formó un hoyuelo en la mejilla derecha. De pronto Paula pensó que era alguien en quien se podía confiar.
–Adelante. No mordemos –dijo Pedro, compartiendo con ella la afectuosa sonrisa que había dedicado a su hijo.
Luego se volvió y siguió a Mateo al interior, dejando la puerta abierta para que Paula entrara. Ella pensó que no tenía más remedio que seguir adelante. No quería sentirse en deuda con aquel hombre por haber estado a punto de atropellar a su hijo. Sobre todo culpable. La culpabilidad era un sentimiento familiar para ella del que sabía que uno nunca llegaba a librarse. Si era capaz de confiscar teléfonos móviles de altos mandos militares, ordenar a jeques que se sentaran y callaran, y enseñar a futbolistas multimillonarios a usar las bolsas para vomitar, debía ser capaz de entrar en la casa. Con ademán decidido se quitó las botas rojas de Jimmy Choos y rezó para que no pasara cerca ninguna mujer con gustos caros. Luego, entró y sus pies sintieron el contacto del frío suelo. En cuanto dió un par de pasos se dio cuenta de que la casa, que en el exterior permanecía idéntica, había sufrido una transformación radical en el interior. La casa que ella recordaba era oscura y estaba sobrecargada de estatuas italianas, viejos muebles y numerosas alfombras, mientras que la de Pedro Alfonso era tan luminosa como una tarde de verano. Las paredes color vainilla, una moqueta clara y una preciosa colección de delicadas sillas, mesas y muebles de madera, lograban el efecto de una gran amplitud. Gracias a la desaparición de algunas paredes, el espacio que ella recordaba como claustrofóbico había sido transformado en un lugar diáfano. Desde donde se encontraba, alcanzó a ver la cocina, de cuyo techo colgaban varios objetos de cobre, iluminada por varios tragaluces. También descubrió una galería acristalada que había sido añadida a la casa original, con un sofá de caña y numerosos almohadones. Al encontrarse sola, caminó mecánicamente hacia un piano que estaba en el mismo lugar en el que ella había tenido el suyo. Como el de ella, se había convertido en la superficie donde se exponían las fotografías enmarcadas de la familia.
Paula dejó el bolso sobre la tapa y se inclinó para mirarlas. El Pedro de la actualidad tenía el cabello castaño, corto y salpicado de canas, pero en una de las fotografías lo llevaba largo, vestía pantalones cortos y camiseta, y corría por una duna con Mateo al hombro. Ella suspiró al reconocer el paisaje de Palm Cove, el tranquilo pueblo en el que ella habría estado de no haberse dejado convencer por Gonzalo para que fuera a alojarse a su casa. Recorrió las demás fotografías con la mirada: Pedro pescando, saltando de aviones, enseñando a Mateo a patinar. Y en todas ellas, exhibía una amplia sonrisa, mejillas sonrosadas por el viento y una mirada chispeante en la que dominaba el azul sobre el gris.
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