A pesar de la felicidad exultante que sentía por estar con ella, Pedro intuía que Paula no estaba contenta. Apretaba los labios en una línea tensa y fruncía el ceño. No parecía especialmente animada con la idea de ir a tomar un café. Más bien daba la sensación de ser la chica a la que le había tocado bailar con el feo de la fiesta.
–¿Adónde vamos tan deprisa? –preguntó.
Paula desaceleró el paso y lo miró como si hasta ese momento no se hubiera dado cuenta de que estaba acompañada.
–Perdona. ¿Hay algún sitio por aquí donde podamos comer algo? Ni siquiera he desayunado y estoy muerta de hambre. Como no tome un café pronto me voy a desmayar.
Pedro tenía pensado un sitio, pero no estaba en el barrio. Evaluó las dos posibilidades que se le presentaban: Arriesgarse a una demostración del fogoso temperamento de Paula como la que acababa de presenciar o disfrutar de su compañía por más tiempo que los cinco minutos que tardaría en tomarse un café. Eligió su compañía.
–¿Qué prefieres: un café mediocre y un bollo ahora mismo, o un fantástico capuchino con los mejores huevos y beicon de la ciudad dentro de un rato? Te juro que valen la pena.
Paula miró a Pedro con curiosidad.
–Está usted muy misterioso, señor Alfonso –bromeó.
–Así es. ¿Qué contestas?
Paula se mordisqueó el labio y acabó asintiendo. Quince minutos más tarde, hacían cola para subir al famoso teleférico Skyrail, que subía hasta lo alto del monte Kuranda. Estaba tan excitada e hiperactiva que Pedro llegó a plantearse si debía o no invitarla a café.
–¡Me había olvidado de esta excursión! –exclamó ella cuando ya llegaban al principio de la cola–. Inauguraron el teleférico un par de años antes de que me marchara. Le supliqué a Gonzalo que me trajera, pero él se negó porque tiene miedo a las alturas. En realidad ésa era una de las razones por las que yo quería venir –sonrió a Pedro–. Ahora que lo conoces sabrás que se lo merecía.
–Probablemente.
Un trabajador vestido de uniforme los ayudó a entrar en una cabina. Al cerrarla, les dijo que no olvidaran «sonreír a la rana» al llegar al final del trayecto.
–¿Sonreír a quién? –preguntó Paula. Pero antes de recibir una respuesta, al ver que la cabina abandonaba el suelo y quedaba suspendida en el aire, miró hacia abajo con la boca abierta y exclamó–. ¡Qué maravilla!
Pedro se acomodó en el asiento y la observó mirar a su alrededor con la expresión de una niña ilusionada.
–¿Has visto qué cosas hacemos para impresionar a los turistas? –bromeó cuando ella se volvió hacia él con los ojos brillantes.
–¡Es impresionante! ¿Cuánto se tarda en llegar a Kuranda?
–Unos treinta y cinco minutos –dijo él con cautela.
Temía que Paula se molestara por no haber sido más específico respecto al «rato» que tardarían en llegar a la cafetería, pero ella se limitó a sonreír y a ir de una esquina a la otra de la cabina para contemplar el paisaje desde todos los ángulos posibles. La cabina se deslizó lentamente por encima de helechos, viñas, árboles de hojas rojas como lenguas de fuego, coníferas esbeltas y bosques de tupida vegetación. En cierto momento, los destellos plateados del gran río Barron surgieron entre el follaje.
–Prepárate a bajar. Estamos a punto de llegar a la cumbre –dijo Pedro.
Paula le dedicó una dulce sonrisa. Tenía las mejillas sonrosadas y Pedro pensó que era la primera vez que la veía verdaderamente relajada.
–Como haya un centro comercial en lugar del mercado de artesanía voy a tener que cambiar mi idea de que en Cairns todo avanza a paso de tortuga – dijo ella.
Pedro rió.
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