–Nunca había conocido a ninguna azafata en persona. Empezaba a creer que todas eran robots y que Max los guardaba en sus oficinas centrales de Port Douglas cuando no estaban trabajando –dijo Pedro.
Y se arrepintió de inmediato por temor a que Paula se sintiera ofendida. Era evidente que tenía que practicar en privado antes de volver a relacionarse con el mundo exterior. Siena bajó la mirada hacia sus pies desnudos, y sus rizos acompañaron el movimiento de su cabeza.
–¿Tengo pinta de robot?
–Desde luego que no. A mí me pareces muy real –dijo Pedro de inmediato.
Y en esa ocasión no le importó que Paula interpretara el comentario como un intento de flirtear porque expresaba exactamente lo que pensaba. En pago a su sinceridad, recibió una cautivadora sonrisa que lo sacudió por dentro. Entre tanto, ella lo estudiaba con expresión pensativa, como si intentara adivinar lo que pensaba o cómo era en realidad. Quizá sí que se conocían. Tal vez ésa era la causa de que Paula despertara sensaciones tan peculiares en él. No se trataría entonces de una cuestión de atracción, sino de familiaridad. Estuvo a punto de preguntar si habían coincidido con anterioridad, pero decidió que iba a sonar como un cliché, así que optó por callar.
–En primer lugar –dijo Paula, con la mano en la cadera–, no soy una azafata cualquiera, sino una de las principales jefas de vuelo. En segundo lugar, la única razón por la que estoy vestida así y no con uno de mis trajes favoritos de Dolce y Gabbana, perfectamente maquillada y con un mecanismo para ponerme en marcha como si fuera un robot, es que un pequeño derramó su refresco sobre mi falda en el vuelo que me trajo de Melbourne. Por favor, prométeme que Mateo no bebe refrescos de cola.
Pedro sonrió.
–Mateo no bebe refrescos de cola –repitió, obediente–. Desde que Leonardo le enseñó el truco de la moneda y la cola, no ha vuelto a probarla.
Tal y como esperaba, Paula sonrió y sus ojos verdes como el océano se iluminaron. Era verdaderamente preciosa.
–Fantástico –dijo ella con tal vehemencia que se le alborotaron los rizos.
–Fantástico –repitió él con voz grave.
A pesar de que el aire acondicionado estaba funcionando, cada vez estaba más acalorado. Se produjo un silencio durante el que Pedro intentó pensar en algo que decir, pero su mente estaba demasiado ocupada librando una batalla entre la atracción que Paula despertaba en él y el sentimiento de culpa que eso le causaba.
–¿Has llamado a la grúa? –preguntó ella, dejando el vaso en el fregadero.
–Sí. No creo que tarde.
Paula se sintió aliviada. No quería llamar a Rafael, pero al mismo tiempo había llegado la hora de marcharse. En parte, porque después de haber leído el diario de Pedro había averiguado la causa de que sus ojos grises tuvieran la mirada velada. Y saberlo, le había emocionado de tal manera que, en lugar de hacer las cosas que tenía que hacer, estaba en su cocina intercambiado comentarios ingeniosos con él. Porque en el fondo estaba deseando ver qué pasaba cuando perdía el control y su sonrisa llegaba a iluminar su rostro y sus ojos. Pero todo eso debía darle lo mismo, pues en un par de días ella volaría a Melbourne, bien para buscar otro trabajo o, si tenía suerte, para hacer las maletas y partir rumbo a Roma, el lugar más alejado de Cairns que conocía. De pronto se dio cuenta de que ella y James mantenían exactamente la misma postura, uno frente a otro, separados apenas por unos centímetros, y decidió que había llegado el momento de marcharse.
–Excelente –dijo, elevando el tono de voz al tiempo que daba una palmada para romper el silencio–. Será mejor que espere fuera. Tengo que indicar al conductor adónde debe llevar el coche antes de que mi hermano me mate.
Fue hacia la puerta de entrada confiando en que aquellas palabras sirvieran de despedida, pero Pedro la siguió, mirándola con aquellos ojos de mirada intensa y profunda que despertaban en ella el deseo de quedarse, como si una correa tirara de ella para que se quedara. Pero no. De ninguna manera. Fue hasta el piano y tomó su bolso. Luego fue directa a la puerta. Iba tan deprisa que se tropezó con una de las alfombras. James la sujetó por la muñeca para evitar que cayera y, al recuperar el equilibrio, se quedaron frente a frente, con sus rostros a apenas unos milímetros el uno del otro. El corazón de Paula latió desbocado. Pedro la asía con firmeza. La muñeca le ardía bajo su mano. Había algo en él que le hacía pensar en palabras como «Tradición», «Familia», «Hogar». Un recuerdo de infancia la asaltó de improviso. Su padre solía insistir en que la mesa de madera del comedor debía estar encerada y resplandeciente. Ella siempre había creído que era una costumbre de su madre que él quería mantener viva. Era una de las pocas tareas domésticas que Siena hacía con gusto, adoraba el olor de la cera, el placer de deslizarla sobre la madera y sentir que la nutría. Y era la única labor que lograba una caricia de su padre en recompensa.
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