–Lo verás por tí misma, pero será más fácil que encuentres una rara mezcla de hierbas para hacer una infusión que un restaurante de comida rápida.
–¡Fantástico! –dijo ella con una resplandeciente sonrisa que dejó a Pedro sin aliento–. ¡Ya sé qué comprar a Gonzalo por Navidad!
Cuando el técnico los ayudó a bajar de la cabina les recordó una vez más que «sonrieran a la rana», que resultó ser una cámara fotográfica con forma de rana. Ambos obedecieron y Paula inclinó la cabeza hacia Pedro hasta casi rozarle el hombro. Sin pensarlo y dejándose llevar por la felicidad que sentía en aquel instante, él le tomó la mano para guiarla. Al volverse y ver que ella sonreía con expresión relajada, sus labios se curvaron en una suave sonrisa de satisfacción. Entró solo en una tienda y salió con un sombrero para protegerla del sol.
–No puedo aceptarlo –dijo ella.
–Claro que sí –dijo él–. Recuerda que cobro un montón por mis muebles. Además, se te está poniendo roja la nariz.
Paula cedió y se puso el sombrero sobre la melena que se había peinado con tanto esmero mientras continuaban mirando escaparates. En medio de las animadas y coloridas tiendas que vendían todo tipo de objetos de artesanía, estaba Sloppy Joe’s, un viejo café en torno al cual parecía haber surgido el resto del pueblo. En cuanto entraron, dos mujeres que estaban sentadas en una mesa junto a la ventana, fumando, se pusieron en pie. Una de ellas sacó un cuaderno y la otra se dirigió a la cocina.
–¡Veo que tienen mucho trabajo! –bromeó Pedro.
–Para mi gusto, demasiado –contestó ella. Luego sonrió y les indicó una mesa apartada.
–¿Crees que en este sitio van a saber hacer un capuchino? –susurró Paula, al tiempo que se quitaba el sombrero y se pasaba una mano por el cabello. A pesar de sus esfuerzos para evitarlo, empezaban a formársele rizos en la parte de atrás.
–Pronto lo descubriremos.
–¿Vienes aquí a menudo? –preguntó Paula, recorriendo con la mirada los cuadros de colores vivos que colgaban de las paredes, el suelo de cemento que necesitaba ser barrido, y los lentos ventiladores de techo que removían el cálido y húmedo aire.
–Antes sí. Mi abuelo, que también era carpintero, tenía un puesto en el mercado. Solía decir que en este café servían el mejor desayuno del mundo.
–¿Aprendiste de él todo lo que sabes?
–No todo –Pedro fue consciente de que podía parecer que había buscado dar un doble sentido a su respuesta. Y quizá lo había hecho. Tal vez necesitaba que Siena se diera cuenta de que aquella ocasión era muy especial para él.
Paula pestañeó y lo miró fijamente antes de tomar el azucarero y concentrarse en él mientras le daba vueltas entre las manos.
–¿Qué quieren? –preguntó la camarera, que aparentaba tener tantos años como el propio café.
–Dos capuchinos y dos desayunos especiales.
–Estupendo –dijo Paula secamente. Algo le había hecho cambiar de actitud. De pronto parecía estar en guardia, tensa.
La camarera les guiñó el ojo, guardó el cuaderno en el bolsillo del delantal, se puso el lápiz detrás de la oreja y fue a la cocina. Y ellos se quedaron solos. James y una mujer. Una cita…, en cierto sentido. Siena miró a su alrededor con gesto intranquilo, esquivando la mirada de James, y él se preguntó si no se habría equivocado al ir a buscarla.
–¿Cómo has llamado a tu hermano antes? ¿Gonzalo Ariel?
Tal y como había pretendido, el comentario arrancó una sonrisa a Paula.
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