Tenía que conseguir que Max se diera cuenta de que podía representar mucho más para la compañía que una cara sonriente. Quizá el rumor de que Max le ofrecería Roma como destino no fuera tan descabellado. Paula suspiró y se acomodó en su asiento. Roma era uno de los principales destinos de MaxAir, la joya de la corona de la compañía. ¡Ése sí sería un gran salto en su carrera! El ruido que hacía el motor cambió y dedujo que empezaban a descender. Miró por la ventanilla y vio la tierra ondulante y verde, las playas blancas y el mar azul oscuro. Cairns. El paraíso. Su hogar… Tuvo que respirar hondo y tratar de distraer su mente con pensamientos felices Se encendieron las señales que indicaban a los pasajeros que se pusieran el cinturón de seguridad. Por el rabillo del ojo vió que el pequeño Bruno intentaba ponérselo mientras sujetaba en un precario equilibrio la lata de refresco entre las rodillas. No lograba comprender qué tipo de padres podían considerar a un niño de cinco años lo bastante independiente como para volar solo. Lo había visto innumerables veces a lo largo de su carrera y seguía sin comprenderlo. Ella sabía por propia experiencia el efecto que podía tener en un niño ese tipo de actitud: convertirlo en un ser errático y agresivo, capaz de cualquier cosa para llamar la atención, para que alguien le impusiera disciplina y le marcara límites.
–¿Quieres que te ayude? –se oyó decir.
–Sí, por favor –dijo él con una sonrisa angelical.
Alzó los brazos y Paula le abrochó el cinturón. Al alzar la vista vió dos lágrimas rodar por sus mejillas y no pudo evitar compadecerse de él. Así que, durante los siguientes quince minutos, se esforzó por distraerlo y animarlo. Para cuando aterrizaron y Jesica fue a recogerlo, se había transformado en un niño tranquilo y amable. Como no tenía prisa, ella esperó sentada a que el avión se vaciara. Luego, tomó su bolsa y la funda con el uniforme que llevaría en el viaje de vuelta a Melbourne el sábado por la noche, y desembarcó. El húmedo calor del norte de Queensland le golpeó el rostro. En el aire flotaba el olor a salitre del mar. Notó cómo el cabello se le rizaba al instante y le sudaban las manos. En la terminal, un hombre con bigote, vestido con un traje y un sombrero del color azul característico de MaxAir, completamente inapropiados para aquel calor, esperaba con un cartel en el que se leía: «CHAVES». Mandando un chófer, Max mostraba que le estaba dando un trato especial y aunque se sintió halagada, también notó que se le encogía el corazón.
–Soy Paula Chaves –dijo, acercándose a él.
El hombre asintió.
–Rafael –dijo con voz de barítono–. Maximilliano me ha pedido que esté a su disposición todo el fin de semana, señorita Chaves.
–Muy bien. Excelente –Paula se incorporó a la corriente de gente que abandonaba la terminal internacional. Podía ver a Rafael, con su equipaje, por el rabillo del ojo. Estaba segura de que si le señalaba a alguien y le daba la orden de matarlo, la cumpliría sin titubear.
–Tengo que hacer una llamada –dijo, justo antes de que salieran del aeropuerto.
Rafael se detuvo de inmediato. Paula buscó un rincón tranquilo para hacer la llamada que llevaba días angustiándola.
–Hola –respondió su hermano Gonzalo.
Por un instante, Paula tuvo la tentación de colgar. ¿Por qué tenía que anunciarle su presencia? No era más que un viaje de trabajo. Gonzalo ni siquiera tenía su móvil, así que no podría identificar la llamada.
–¿Hola? –insistió él.
–Gonza. Soy Paula.
–Vaya, vaya, Piccolo –dijo él, tras una pausa–. Hacía tiempo que no oía tu preciosa voz –su tono sarcástico despertó en Siena el deseo de colgar–. Una momento –exclamó Gonzalo. Y Paula oyó un ruido seguido de gritos de niños–. ¡Agustín! ¡Leo! Sientense a la mesa. Mamá les traerá los cereales en seguida. Perdona, Piccolo, el desayuno puede ser una batalla. ¿Dónde estás? ¿En París, en Londres?
Había llegado el tan temido momento.
–En el aeropuerto de Cairns.
Se produjo un profundo silencio y Paula se dió cuenta de que Gonzalo estaba tan desconcertado como ella de que hubiera vuelto después de tantos años.
–Pero… Vaya… Nuestro pajarito ha vuelto al nido. ¿Quieres decir que voy a poder ver tu bonito rostro en persona y no sólo en las vallas publicitarias?
Paula cerró los ojos y apoyó la frente en la mano.
–Claro. Estoy aquí hasta el sábado por la noche. Mañana por la tarde tengo una cita con Maximilliano, pero, aparte de eso, este pajarito está libre.
–Genial. Dime en qué terminal estás y pasaré a recogerte.
–No es necesario. Tengo chófer –Paula sintió una mezcla de vergüenza y orgullo al decirlo, y esperó en tensión una de las características risas forzadas de Gonzalo, pero no llegó.
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