jueves, 22 de abril de 2021

Soy Tuya: Capítulo 14

 –Paula Chaves–se presentó– la conductora del coche que se ha empotrado contra el árbol de Pedro –le tendió la mano y Leonardo se la estrechó con firmeza.


–Paula vivía en esta casa de pequeña –explicó Pedro.


–Encantado de conocerte, Paula. ¿Tienes algo que ver con Gonzalo Chaves, el mecánico?


–Es mi hermano.


–¡Vaya! Dile que O’Connor le manda recuerdos.


–Se los daré de tu parte –prometió Paula. La llegada de la grúa le salvó de ser sometida a un interrogatorio.


–Pero si es el coche de Gonzalo –exclamó el conductor al tiempo que bajaba de la cabina con su voluminoso estómago por delante.


–Y yo soy la hermana de Gonzalo –dijo Paula, señalándose.


–Ah, la fugitiva –dijo el conductor de la grúa.


Aquella descripción era muy propia de Gonzalo. Parecía increíble que su hermano tuviera la capacidad de irritarla incluso a través de terceras personas. Debía haber sabido que no pasaría desapercibida. Por mucho que Cairns hubiera crecido hasta ser prácticamente irreconocible para ella, todo el mundo se conocía. Pronto, toda la ciudad sabría que había tenido un accidente con el coche de su hermano y que había pasado el día en casa de Pedro Alfonso, el viudo Alfonso.


–¿Qué te parece si cargamos el coche y lo sacamos de aquí antes de que mi temperamental hermano se entere de este desastre? –dijo, con el tono a un tiempo seductor y firme que utilizaba en el avión para tratar con viajeros díscolos.


Chasqueó los dedos y el conductor, como si de pronto recordara que no era más que un tipo cuyo salario dependía de la cantidad de coches que remolcaba, se puso en acción. Paula se volvió hacia Leonardo y Pedro, que habían sido testigos mudos del intercambio, y decidió que se merecían una explicación sobre quiénes eran los Chaves.


–Nací y crecí aquí, pero me fui hace varios años –dijo–. Ésta es mi primera visita a mi intransigente hermano, que siempre se mete donde no le llaman – la mirada de desconcierto que le dirigió su público le dió ganas de hacer una reverencia.


–Así son las familias –dijo Leonardo–: una tortura.


Paula sonrió.


–Acabas de resumir la historia de mi vida.


–¿Así que ya no vives en Cairns? –preguntó Pedro.


–No –Paula sacudió la cabeza, concentrándose en la rosa para evitar mirarlo a la cara–. Tengo mi base en Melbourne.


–Melbourne –repitió Leonardo con una mueca de desagrado–. ¿Quién quiere vivir en el frío y húmedo Melbourne pudiendo elegir el paraíso?


–No sé –replicó Paula–. Puede que haya gente a la que le interesen sus fantásticos restaurantes, su vida social y cultural, sus fabulosas tiendas…


–¿Sus tiendas? –Leonardo repitió con incredulidad–. Ahora ya lo entiendo.


Pedro hizo un ruido muy parecido al de una carcajada. Paula lo miró y el brillo que vió en sus ojos le hizo recordar el calor que había sentido cuando la había sujetado por la muñeca. Y ese recuerdo le llevó al de su sonrisa y a la sensación de que, cuando sonreía, aquel padre viudo la atraía como un planeta a sus satélites. Y todo ello la devolvió a la realidad y a la necesidad de marcharse lo antes posible. Debía evitar ser atrapada por aquella poderosa fuerza gravitatoria. Desvió la mirada de la de Pedro, se despidió con un gesto de la mano, lanzó una última ojeada a la casa y corrió hacia la grúa.


–Si quieres que Pedro te lleve a alguna parte, yo puedo quedarme a cuidar de Mateo –le gritó Leonardo, al tiempo que le daba un codazo a éste.


–No, gracias –Paula se subió a la grúa y rezó para que el conductor acabara pronto. Prefería enfrentarse a la ira de Gonzalo que encontrarse en un espacio tan reducido como el de un coche con Pedro Alfonso–. Será mejor que esté presente cuando Gonzalo vea el coche o le dará un ataque de nervios –luego, dirigiéndose a Pedro, añadió–: Gracias por la limonada. Y da las gracias a Mateo por haberme enseñado tu taller. Ha sido maravilloso.


Finalmente, el conductor se puso detrás del volante y Paula tuvo ganas de darle un beso a pesar de que se encontraba varios grados por debajo de la escala evolutiva del tipo de hombres a los que solía besar.


–¿Lista? –preguntó él.


–Desde luego que sí –«Más de lo que imaginas», pensó.


Aunque tenía un nudo en el estómago, se sentía libre como un pájaro y la casa de Pedro era la jaula de la que acababa de escapar.


Leonardo se despidió con la mano y entró. Pedro no se movió, y Paula lo siguió viendo por el espejo retrovisor, de pie, haciéndose cada vez más pequeño y sin dejar de mirarla, hasta que la grúa dobló la esquina.

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