Paula Chaves volvía a casa, pero lo que para la mayoría de la gente era un motivo de alegría, a ella le causaba un profundo malestar. Y a su estado de ánimo se unía la incomodidad de tener el traje manchado por el refresco que su vecino de cinco años le había tirado encima. Al tiempo que se separaba del cuerpo la húmeda falda, miró hacia atrás buscando a la azafata de vuelo. Al no verla, se dijo que se trataba de una señal. Era un error ir a Cairns como pasajera en lugar de vestida de uniforme, en su condición de jefa de cabina de MaxAir, la cosmopolita y vanguardista línea aérea para la que trabajaba. Maximilliano Sned, el excéntrico septuagenario dueño de las aerolíneas, la había convocado a una reunión en su mansión del norte de Cairns para proponerle, según él, «un fantástico salto en su carrera». Y Paula no había podido negarse a acudir, a pesar de que temía que el «fantástico salto» significara tener que mudarse a Cairns. Una dolorosa patada en la espinilla la devolvió al presente. Tomó aire, cerró los ojos y trató de ignorar al inquieto pequeño que tenía a su izquierda invocando imágenes agradables: una playa en Hawai, una pista de esquí en Suiza, la zapatería de Madison Avenue en la que se gastaba parte de su salario… Pero no lo consiguió. Sólo podía imaginar el avión en el que se encontraba.
–Siento haber tardado tanto. En la última fila hay un chico que sabe hacer malabares con latas de refrescos y me ha estado enseñando. Casi lo consigo.
Paula abrió los ojos y vió a una atractiva azafata cuyo nombre, según indicaba la tarjeta que llevaba en el pecho, era Jessica. Con una encantadora sonrisa, la joven le dio un paquete de toallitas húmedas y otro refresco a su vecino de asiento. Supo entonces que su día no iba a mejorar. Siete años como azafata le habían servido para adivinar la personalidad de la gente a primera vista. Sabía qué pasajero intentaría fumar a escondidas en los lavabos, cuál necesitaría una copa para superar el miedo a volar, o cuál tendría que ser desplazado a un asiento de ventanilla para evitar que pellizcara a las azafatas.
Jesica acababa de darle al niño otro refresco. De haber sido ella, Paula habría optado por un vaso de leche y unos lápices de colores. Era evidente que Jesica era encantadora, pero incompetente, y por un instante Siena se preguntó si debía decírselo a Maximilliano. Pero le bastó pensar en su hermano, doce años mayor que ella, siempre dispuesto a darle consejos que ni siquiera le había pedido, para descartar esa posibilidad.
–A ver, Bruno –dijo Jesica con dulzura–, te he traído una pajita para que bebas con cuidado y no salpiques.
En cuanto el niño se puso a beber, Jesica se dirigió a Paula con su dulce sonrisa.
–Me resultas familiar. ¿Nos hemos visto antes? –preguntó.
«Ya empezamos…» Paula estaba acostumbrada a que la reconocieran. Durante el último año, su rostro aparecía por todo el país, sonriendo desde las vallas publicitarias de las aerolíneas MaxAir. De hecho, sospechaba que Max la había llamado para proponerle que se convirtiera en la imagen de la compañía, lo que significaría mudarse permanentemente a Cairns. Y si los rumores se confirmaban, no estaba segura de cómo reaccionaría. Su identidad y sus amistades estaban tan vinculadas a su trabajo que pensar en dejar la compañía le resultaba inimaginable, pero la idea de mudarse a Cairns era aún más inconcebible.
–Puede que hayamos coincidido en una fiesta de Navidad –Siena optó por decir una verdad a medias–. Soy azafata de vuelos internacionales con Max.
–Será de eso –dijo Jesica, animada–. ¿Estás de año sabático o vas a pasar el fin de semana a la playa?
Paula mantuvo la misma estrategia.
–Mi hermano y su familia viven en Cairns. Acaba de tener un hijo –no dijo que ni siquiera conocía a los gemelos de cuatro años.
–¡Caramba! –exclamó Jesica–. ¡Qué maravilla!
Pero Paula sabía que no estaba escuchando. Por el bien de la compañía confió en que fuera una novata.
–Bueno, ¡Feliz estela! –añadió la azafata mientras buscaba con la mirada al malabarista.
–¡Feliz estela! –Paula repitió el slogan de la compañía mecánicamente y vió cómo Jesica se alejaba en sus altos tacones, asiéndose a los respaldos de los asientos para no perder el equilibrio.
Hacía años que ella había superado esa fase. Estaba hecha para volar…
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