-Una esposa no es algo que contrates, como una niñera o una acompañante -comenzó con cautela. Carraspeó para desterrar la emoción que la dominaba-. Deja de pensar en ello como un puesto a ocupar y escucha a tu corazón. A mí me da la impresión de que quien lo piensa todo es el príncipe, cuando una decisión semejante tendría que tomarla el hombre y solo el hombre.
-Son un todo indivisible.
Lo miró y al instante se arrepintió. Lo amaba con todo su corazón. Quería casarse con ella. Debía estar loca para decirle que no. Decidió resistir. Pedro podía pensar que el príncipe y el hombre eran lo mismo, pero ella sabía que no.
-Por eso mismo no puedo casarme contigo -repuso, asombrada por lo mucho que le costaba pronunciar las palabras-. Yo no estoy hecha para la realeza y para tener que compartir a mi marido con el país. Quiero... -no pudo continuar. Lo que quería y lo que él podía ofrecerle eran cosas muy distintas.
-Quieres que te corteje -concluyó él, malinterpretándola- Claro, tendría que haberlo visto.
-¿De qué hablas? -lo miró aturdida.
Él giró el cuerpo hasta que sus rodillas casi se tocaron.
-Dime cómo se desarrollaría en tu país el romance ideal.
Paula se humedeció los labios.
-Sí, mi idea del romance ideal incluye que me cortejes -se oyó admitir como desde muy lejos-. Mi amor me traería flores y champán. Hablaríamos en voz baja cenando a la luz de las velas. Y, poco a poco, descubriríamos lo importantes que éramos el uno para el otro y lo poco que significaría la vida si tuviéramos que estar separados.
-¿Se besarían?
-Es lo que hacen los enamorados -sintió un nudo en la garganta.
La voz le vibraba y tenía los ojos húmedos al terminar de hablar. Debía de estar loca para compartir su fantasía con él, cuando nada de eso iba a pasar. Pedro tenía razón. El príncipe y el hombre eran uno. El hombre podía contemplar un cortejo lento e íntimo como el que ella había descrito, pero el príncipe estaba demasiado atado por el protocolo.
-Pareces muy segura de lo que quieres -observó él.
No parecía complacido y Paula se preguntó si habría preferido que le pidiera diamantes y rubíes como precio de su amor. Al menos en ese caso habría sabido qué hacer.
-Estoy segura -confirmó.
Él le quitó la copa de champán y sus dedos se rozaron en un toque sutil. En ese momento comprendió que era libre. Con el fin de declararse, Pedro la había liberado del vínculo. Una punzada de angustia la pilló desprevenida. ¿Era posible que quisiera seguir atada a él, sabiendo que no había futuro en la relación? Como mujer libre podía volver a tomar las riendas de su vida, seguir adelante, encontrar a alguien que la pudiera amar de verdad. Aquella idea no la consoló tanto como había imaginado.
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