-Aún dispone de la compañía de Laura Myss. En todo caso, ella me ha comentado que usted no tardará en regresar a la capital -comentó con fingido entusiasmo-. Estoy ansiosa por conocer la ciudad.
-¿Tienes dónde quedarte?
Ella asintió, con la esperanza de que no la invitara a quedarse en el palacio.
-Laura me ha ofrecido que me quede en casa de su familia. Me presentó al propietario de una galería de Solano, quien ha aceptado exponer algunos de mis cuadros. No espero que se vendan, ya que soy una desconocida, pero me gustará ver mi obra expuesta.
-¿No te arrepientes de nada?
-He disfrutado trabajando para usted y para Joaquín, alteza -repuso, malinterpretándolo adrede.
-Maldita sea, Paula -frunció el ceño-, no tengo por costumbre declararme a mi personal. Sabes muy bien que eres más que una empleada para mí.
Pensando en el cielo que había estado a punto de encontrar en sus brazos, supo que lo amaba. Esperó con tensión, deseando que le diera alguna señal de que él sentía lo mismo. Cuando permaneció en silencio, ella supo que todo había acabado.
-Hablaré mañana con Joaquín y me encargaré de que comprenda por qué he de irme -huyó para que no le viera los ojos llenos de lágrimas.
Después de la tranquilidad de Allora y de la villa real, Solano le resultó atestada, colorista y bulliciosa. La atmósfera subtropical le recordó a su nativa Brisbane y al instante se sintió como en casa. El piso de la familia de Laura daba al mar, próximo a la plaza central llena de cocoteros. El único inconveniente era la presencia del palacio real en un promontorio que daba a la plaza, diseñado para exhibir lo mejor de la arquitectura europea y del Pacífico. Cada vez que Paula regresaba a la casa sentía como si Pedro la mirará desde lejos. El portero del edificio le explicó que la bandera azul y jade de Carramer que ondeaba en lo alto del palacio significaba que el príncipe había vuelto. De algún modo era más fácil pensar que Pedro y Joaquín seguían en la villa, y no tan cerca como para poder encontrárselos en cualquier momento. Desterró el pensamiento de la mente. No iba a pasar cerca del palacio. Eran casi las seis de la tarde y tenía una cita con el propietario de la galería. La perspectiva la animó. Antonio, el dueño, no solo había mostrado entusiasmo por su obra, sino que había aceptado exponer todo lo que había pintado en la villa. Su mayor alabanza la había reservado para el retrato de Pedro. De modo que ahí estaba, tres semanas después de haber dejado de trabajar para el príncipe, preparándose para observarlo en el óleo que sería la pieza principal de su exposición. Antonio le sonrió al recibirla en la entrada de la galería. La tomó de las manos y la condujo hacia la sala donde se exponían sus cuadros.
-Tengo una sorpresa para tí, querida -comentó.
Era un buen amigo de la familia de Laura Myss y como un tío para la niñera, por lo que se había otorgado el mismo papel con Paula. Ella había agradecido esa muestra de amistad.
-¿Qué? -preguntó al captar el entusiasmo en la voz de él-. No me digas que alguien ha comprado uno de mis cuadros...
-Mejor que eso -afirmó-. Míralo por tí misma.
Al llegar a la sala la hizo pasar por delante. Al principio Paula no notó nada raro, salvo la incómoda sensación de que Pedro la observaba desde el lienzo. Reconoció que tenía sus ventajas pintar a alguien con amor. Entonces comprendió por qué Antonio estaba tan entusiasmado y se quedó boquiabierta.
-No puedes haberlos vendido todos -comentó sorprendida al ver las etiquetas rojas en todos los marcos-. ¿Quién compraría tantas obras de una desconocida artista australiana? -no era necesario que se lo dijera. De algún modo lo supo. Movió la cabeza con vehemencia-. No, he decidido que no están en venta -y menos para Pedro Alfonso.
-No puedes retirarlos ahora -manifestó Antonio aturdido-. Mi comprador...
-Es el príncipe Pedro, lo sé -comentó, obteniendo confirmación por el rubor del galerista- En realidad, no quiere comprar mis cuadros; a la que quiere comprar es a mí.
-Correcto en todos los sentidos -corroboró una voz demasiado familiar.
A Paula se le aflojaron las rodillas; Antonio hizo una profunda reverencia:
-Alteza, es un placer inesperado. No estaba informado de que nos visitaría.
-Ni yo mismo lo había decidido hasta que me informaran de que la artista vendría hoy -indicó sin apartar la vista de Paula-. Me alegra haberlo hecho. Es un placer verte de nuevo, Paula. Joaquín te ha echado de menos.
Antonio se mostró impresionado. Por Laura, sabía que Paula había estado empleada con la familia real, pero eso era todo.
-¿Cómo se encuentra Joaquín, alteza? -preguntó ella con tono de voz cuidadosamente neutral.
-Está bien, aunque pregunta por tí todos los días. Espero que el comienzo de la escuela lo distraiga de tu ausencia.
-¿Le permite ir a la escuela? -inquirió con los ojos muy abiertos.
-Un buen gobernante sabe cuándo aceptar un buen consejo -la inmovilizó con la mirada.
Paula no podía creer que hubiera tenido un efecto semejante en él.
-Me alegro por el bien de Joaquín -musitó-. Por favor, transmítale todo mi cariño.
-Preferiría darle mucho más.
-Por favor, Ped... alteza -se pasó una mano por los ojos-, ya hemos hablado de esto. Comprar mis cuadros no modificará nada.
-Entonces no tendrás problema en aceptar cenar conmigo esta noche - indicó con expresión pétrea-.Para cerrar los últimos detalles de la compra - añadió.
Ella había olvidado la solícita presencia del dueño de la galería. Pedro había apostado que no discutiría con él delante de Antonio. Como de costumbre, el príncipe tenía razón.
-Muy bien, cenaré con usted... para hablar de los cuadros -concedió, preguntándose en que se estaba metiendo.
Por primera vez notó que Pedro había llegado sin guardias. Lucía un impecable traje gris oscuro con una camisa blanca y una corbata de color burdeos, nada que sugiriera su condición real. Podría haber sido un hombre corriente invitándola a cenar. Pero ambos sabían que no era así. Fue una experiencia extraña entrar en un restaurante del brazo de un príncipe sin que nadie reconociera quién era él. Sospechaba que Pedro había elegido adrede un restaurante francés alejado del centro, donde la iluminación era tan tenue que tenían que mirar muy bien dónde pisaban.
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