Dejó el azucarero y jugueteó con las servilletas.
–Tanto mi hermano como mi primo y yo tenemos nombres de pueblos de la Toscana, que es de donde eran originarios mis padres –explicó–. Gonza es Gonzalo Gabriel, mi primo Rodri es Rodrigo Daniel y yo, Paula.
Pedro tuvo la tentación de posar su mano sobre la de Paula para que dejara de mover las manos, pero parecía tan alterada que temió irritarla.
–Es un nombre precioso –dijo. Contagiado por el nerviosismo de Paula, movió los pies en un zapateado sordo–. Te va muy bien.
Paula intentó sonreír, pero el gesto se quedó en una mueca, y Pedro llegó a la conclusión de que había cometido un grave error. Había interpretado equivocadamente las señales que le había mandado ella. Era evidente que había confundido su capacidad de escuchar por un interés en él que no existía en la realidad. Que él sintiera cosas al estar con ella que no había experimentado con anterioridad no significaba que esos sentimientos fueran recíprocos. Por primera vez desde hacía mucho tiempo se había dejado llevar por sus instintos y le habían fallado. Iba a concluir que la ciencia no parecía ser tan fiable como siempre había creído cuando Paula le dirigió una mirada que lo sacudió de arriba abajo y que fue mucho más elocuente que lo que ninguno de los dos hubiera estado dispuesto a admitir en un interrogatorio.
Pedro sintió que una traca de fuegos artificiales le estallaba en el estómago y tuvo la seguridad de que aquella mañana había estado pensando con las entrañas y no con la cabeza. Paula no conseguía apartar la mirada. En los ojos de él seguía habiendo una profunda capa de melancolía, pero había algo nuevo en ellos, una renovada determinación, como si hubiera conseguido rasgar la niebla de tristeza y estuviera decidido a atravesarla definitivamente. Y aunque estaba aterrorizada de que creyera que ella podía ayudarlo en aquel tránsito hacia la luz, lo cierto era que nadie la había mirado en toda su vida de la forma en la que Pedro lo hacía en aquel instante. Ella estaba acostumbrada a ser la hermana pequeña rebelde, la ambiciosa adicta al trabajo o la exótica australiana de paso por la ciudad para una noche. Sin embargo, el reflejo de sí misma que veía en los ojos de Pedro tenía mucho más valor que todo eso. Y le daba pánico. No debía haber usado a Pedro para escapar de su hermano Gonzalo, y mucho menos después de que él le hablara de Diana y de haber leído su diario la noche anterior. Pero su loción de afeitado, la seguridad que le había transmitido su presencia y la promesa de un viaje en teleférico, le habían hecho olvidar que él no era un hombre con el que mantener una relación frívola y sin ataduras. Él era un hombre con raíces y familia, ella, una nómada. Una destroza familias. Y por encima de todo, alguien que no podía asumir la responsabilidad de la vida de otra persona. Tenía que impedir que James se sintiera atraído por ella, con la suficiente delicadeza como para que se diera cuenta de que lo hacía por su bien. Así que dijo aquello con lo que creyó poder conseguirlo:
–Háblame de Diana.
En lugar de agachar la cabeza con pesadumbre, tal y como Paula había esperado, Pedro mantuvo la mirada fija en ella. Aun así, confió en que empezara a hablar de Diana, que al cabo de un rato se sintiera avergonzado de haber abierto su corazón a una desconocida y que decidiera no volver a verla. Pero quizá eso sólo pasaba con los hombres que acababan de divorciarse.
–¿De qué aspecto de su personalidad quieres que te hable? –preguntó el, dando un sorbo a su vaso de agua sin apartar la mirada de ella. Sonreía con sorna, como si intuyera que Diana no era más que una excusa para distraerlo.
–Ayer ví su fotografía en el piano cuando estaba curioseando. Tengo que admitir que soy muy curiosa. Es un hábito horrible, incorregible, inmoral… El caso es que tuve la impresión de que Mateo se parece mucho a ella. ¿Cómo era?
–Diana era… –Pedro miró al techo mientras buscaba la palabra adecuada–. Incandescente.
Paula sintió un nudo en el estómago. ¿Habría usado en serio la palabra «Incandescente»? ¿Era su venganza por haber sacado el tema de la «Difunta esposa» como arma para enfriar la situación? Ella nunca había sido descrita con aquella palabra. «Mona» y «Testaruda» eran los dos adjetivos más utilizados para referirse a ella. Pero, ¿«incandescente»? ¿Qué hombre habría buscado una palabra tan maravillosa para describir a su mujer? Sólo un hombre de espíritu artístico, el mismo que la había invitado a tomar un café y a un viaje por el cielo. El hombre que tenía ante sí.