jueves, 29 de abril de 2021

Soy Tuya: Capítulo 24

Dejó el azucarero y jugueteó con las servilletas.


–Tanto mi hermano como mi primo y yo tenemos nombres de pueblos de la Toscana, que es de donde eran originarios mis padres –explicó–. Gonza es Gonzalo Gabriel, mi primo Rodri es Rodrigo Daniel y yo, Paula.


Pedro tuvo la tentación de posar su mano sobre la de Paula para que dejara de mover las manos, pero parecía tan alterada que temió irritarla.


–Es un nombre precioso –dijo. Contagiado por el nerviosismo de Paula, movió los pies en un zapateado sordo–. Te va muy bien.


Paula intentó sonreír, pero el gesto se quedó en una mueca, y Pedro llegó a la conclusión de que había cometido un grave error. Había interpretado equivocadamente las señales que le había mandado ella. Era evidente que había confundido su capacidad de escuchar por un interés en él que no existía en la realidad. Que él sintiera cosas al estar con ella que no había experimentado con anterioridad no significaba que esos sentimientos fueran recíprocos. Por primera vez desde hacía mucho tiempo se había dejado llevar por sus instintos y le habían fallado. Iba a concluir que la ciencia no parecía ser tan fiable como siempre había creído cuando Paula le dirigió una mirada que lo sacudió de arriba abajo y que fue mucho más elocuente que lo que ninguno de los dos hubiera estado dispuesto a admitir en un interrogatorio.


Pedro sintió que una traca de fuegos artificiales le estallaba en el estómago y tuvo la seguridad de que aquella mañana había estado pensando con las entrañas y no con la cabeza. Paula no conseguía apartar la mirada. En los ojos de él seguía habiendo una profunda capa de melancolía, pero había algo nuevo en ellos, una renovada determinación, como si hubiera conseguido rasgar la niebla de tristeza y estuviera decidido a atravesarla definitivamente. Y aunque estaba aterrorizada de que creyera que ella podía ayudarlo en aquel tránsito hacia la luz, lo cierto era que nadie la había mirado en toda su vida de la forma en la que Pedro lo hacía en aquel instante. Ella estaba acostumbrada a ser la hermana pequeña rebelde, la ambiciosa adicta al trabajo o la exótica australiana de paso por la ciudad para una noche. Sin embargo, el reflejo de sí misma que veía en los ojos de Pedro tenía mucho más valor que todo eso. Y le daba pánico. No debía haber usado a Pedro para escapar de su hermano Gonzalo, y mucho menos después de que él le hablara de Diana y de haber leído su diario la noche anterior. Pero su loción de afeitado, la seguridad que le había transmitido su presencia y la promesa de un viaje en teleférico, le habían hecho olvidar que él no era un hombre con el que mantener una relación frívola y sin ataduras. Él era un hombre con raíces y familia, ella, una nómada. Una destroza familias. Y por encima de todo, alguien que no podía asumir la responsabilidad de la vida de otra persona. Tenía que impedir que James se sintiera atraído por ella, con la suficiente delicadeza como para que se diera cuenta de que lo hacía por su bien. Así que dijo aquello con lo que creyó poder conseguirlo:


–Háblame de Diana.


En lugar de agachar la cabeza con pesadumbre, tal y como Paula había esperado, Pedro mantuvo la mirada fija en ella. Aun así, confió en que empezara a hablar de Diana, que al cabo de un rato se sintiera avergonzado de haber abierto su corazón a una desconocida y que decidiera no volver a verla. Pero quizá eso sólo pasaba con los hombres que acababan de divorciarse.


–¿De qué aspecto de su personalidad quieres que te hable? –preguntó el, dando un sorbo a su vaso de agua sin apartar la mirada de ella. Sonreía con sorna, como si intuyera que Diana no era más que una excusa para distraerlo.


–Ayer ví su fotografía en el piano cuando estaba curioseando. Tengo que admitir que soy muy curiosa. Es un hábito horrible, incorregible, inmoral… El caso es que tuve la impresión de que Mateo se parece mucho a ella. ¿Cómo era?


–Diana era… –Pedro miró al techo mientras buscaba la palabra adecuada–. Incandescente.


Paula sintió un nudo en el estómago. ¿Habría usado en serio la palabra «Incandescente»? ¿Era su venganza por haber sacado el tema de la «Difunta esposa» como arma para enfriar la situación? Ella nunca había sido descrita con aquella palabra. «Mona» y «Testaruda» eran los dos adjetivos más utilizados para referirse a ella. Pero, ¿«incandescente»? ¿Qué hombre habría buscado una palabra tan maravillosa para describir a su mujer? Sólo un hombre de espíritu artístico, el mismo que la había invitado a tomar un café y a un viaje por el cielo. El hombre que tenía ante sí.


Soy Tuya: Capítulo 23

 –Lo verás por tí misma, pero será más fácil que encuentres una rara mezcla de hierbas para hacer una infusión que un restaurante de comida rápida.


–¡Fantástico! –dijo ella con una resplandeciente sonrisa que dejó a Pedro sin aliento–. ¡Ya sé qué comprar a Gonzalo por Navidad!


Cuando el técnico los ayudó a bajar de la cabina les recordó una vez más que «sonrieran a la rana», que resultó ser una cámara fotográfica con forma de rana. Ambos obedecieron y Paula inclinó la cabeza hacia Pedro hasta casi rozarle el hombro. Sin pensarlo y dejándose llevar por la felicidad que sentía en aquel instante, él le tomó la mano para guiarla. Al volverse y ver que ella sonreía con expresión relajada, sus labios se curvaron en una suave sonrisa de satisfacción. Entró solo en una tienda y salió con un sombrero para protegerla del sol.


–No puedo aceptarlo –dijo ella.


–Claro que sí –dijo él–. Recuerda que cobro un montón por mis muebles. Además, se te está poniendo roja la nariz.


Paula cedió y se puso el sombrero sobre la melena que se había peinado con tanto esmero mientras continuaban mirando escaparates. En medio de las animadas y coloridas tiendas que vendían todo tipo de objetos de artesanía, estaba Sloppy Joe’s, un viejo café en torno al cual parecía haber surgido el resto del pueblo. En cuanto entraron, dos mujeres que estaban sentadas en una mesa junto a la ventana, fumando, se pusieron en pie. Una de ellas sacó un cuaderno y la otra se dirigió a la cocina.


–¡Veo que tienen mucho trabajo! –bromeó Pedro.


–Para mi gusto, demasiado –contestó ella. Luego sonrió y les indicó una mesa apartada.


–¿Crees que en este sitio van a saber hacer un capuchino? –susurró Paula, al tiempo que se quitaba el sombrero y se pasaba una mano por el cabello. A pesar de sus esfuerzos para evitarlo, empezaban a formársele rizos en la parte de atrás.


–Pronto lo descubriremos.


–¿Vienes aquí a menudo? –preguntó Paula, recorriendo con la mirada los cuadros de colores vivos que colgaban de las paredes, el suelo de cemento que necesitaba ser barrido, y los lentos ventiladores de techo que removían el cálido y húmedo aire.


–Antes sí. Mi abuelo, que también era carpintero, tenía un puesto en el mercado. Solía decir que en este café servían el mejor desayuno del mundo.


–¿Aprendiste de él todo lo que sabes?


–No todo –Pedro fue consciente de que podía parecer que había buscado dar un doble sentido a su respuesta. Y quizá lo había hecho. Tal vez necesitaba que Siena se diera cuenta de que aquella ocasión era muy especial para él.


Paula pestañeó y lo miró fijamente antes de tomar el azucarero y concentrarse en él mientras le daba vueltas entre las manos.


–¿Qué quieren? –preguntó la camarera, que aparentaba tener tantos años como el propio café.


–Dos capuchinos y dos desayunos especiales.


–Estupendo –dijo Paula secamente. Algo le había hecho cambiar de actitud. De pronto parecía estar en guardia, tensa.


La camarera les guiñó el ojo, guardó el cuaderno en el bolsillo del delantal, se puso el lápiz detrás de la oreja y fue a la cocina. Y ellos se quedaron solos. James y una mujer. Una cita…, en cierto sentido. Siena miró a su alrededor con gesto intranquilo, esquivando la mirada de James, y él se preguntó si no se habría equivocado al ir a buscarla.


–¿Cómo has llamado a tu hermano antes? ¿Gonzalo Ariel?


Tal y como había pretendido, el comentario arrancó una sonrisa a Paula.

Soy Tuya: Capítulo 22

A pesar de la felicidad exultante que sentía por estar con ella, Pedro intuía que Paula no estaba contenta. Apretaba los labios en una línea tensa y fruncía el ceño. No parecía especialmente animada con la idea de ir a tomar un café. Más bien daba la sensación de ser la chica a la que le había tocado bailar con el feo de la fiesta.


–¿Adónde vamos tan deprisa? –preguntó.


Paula desaceleró el paso y lo miró como si hasta ese momento no se hubiera dado cuenta de que estaba acompañada.


–Perdona. ¿Hay algún sitio por aquí donde podamos comer algo? Ni siquiera he desayunado y estoy muerta de hambre. Como no tome un café pronto me voy a desmayar.


Pedro tenía pensado un sitio, pero no estaba en el barrio. Evaluó las dos posibilidades que se le presentaban: Arriesgarse a una demostración del fogoso temperamento de Paula como la que acababa de presenciar o disfrutar de su compañía por más tiempo que los cinco minutos que tardaría en tomarse un café. Eligió su compañía.


–¿Qué prefieres: un café mediocre y un bollo ahora mismo, o un fantástico capuchino con los mejores huevos y beicon de la ciudad dentro de un rato? Te juro que valen la pena.


Paula miró a Pedro con curiosidad.


–Está usted muy misterioso, señor Alfonso –bromeó.


–Así es. ¿Qué contestas?


Paula se mordisqueó el labio y acabó asintiendo. Quince minutos más tarde, hacían cola para subir al famoso teleférico Skyrail, que subía hasta lo alto del monte Kuranda. Estaba tan excitada e hiperactiva que Pedro llegó a plantearse si debía o no invitarla a café.


–¡Me había olvidado de esta excursión! –exclamó ella cuando ya llegaban al principio de la cola–. Inauguraron el teleférico un par de años antes de que me marchara. Le supliqué a Gonzalo que me trajera, pero él se negó porque tiene miedo a las alturas. En realidad ésa era una de las razones por las que yo quería venir –sonrió a Pedro–. Ahora que lo conoces sabrás que se lo merecía.


–Probablemente.


Un trabajador vestido de uniforme los ayudó a entrar en una cabina. Al cerrarla, les dijo que no olvidaran «sonreír a la rana» al llegar al final del trayecto.


–¿Sonreír a quién? –preguntó Paula. Pero antes de recibir una respuesta, al ver que la cabina abandonaba el suelo y quedaba suspendida en el aire, miró hacia abajo con la boca abierta y exclamó–. ¡Qué maravilla!


Pedro se acomodó en el asiento y la observó mirar a su alrededor con la expresión de una niña ilusionada.


–¿Has visto qué cosas hacemos para impresionar a los turistas? –bromeó cuando ella se volvió hacia él con los ojos brillantes.


–¡Es impresionante! ¿Cuánto se tarda en llegar a Kuranda?


–Unos treinta y cinco minutos –dijo él con cautela. 


Temía que Paula se molestara por no haber sido más específico respecto al «rato» que tardarían en llegar a la cafetería, pero ella se limitó a sonreír y a ir de una esquina a la otra de la cabina para contemplar el paisaje desde todos los ángulos posibles. La cabina se deslizó lentamente por encima de helechos, viñas, árboles de hojas rojas como lenguas de fuego, coníferas esbeltas y bosques de tupida vegetación. En cierto momento, los destellos plateados del gran río Barron surgieron entre el follaje.


–Prepárate a bajar. Estamos a punto de llegar a la cumbre –dijo Pedro.


Paula le dedicó una dulce sonrisa. Tenía las mejillas sonrosadas y Pedro pensó que era la primera vez que la veía verdaderamente relajada.


–Como haya un centro comercial en lugar del mercado de artesanía voy a tener que cambiar mi idea de que en Cairns todo avanza a paso de tortuga – dijo ella.


Pedro rió.

Soy Tuya: Capítulo 21

Paula empezaba a sospechar que la palabra «Nunca» no tenía significado en el mundo real.


–¿Estás seguro? –preguntó Gonzalo, prolongando su agonía–. Si no me equivoco, se escrituró a nombre de una mujer. Creo que se llamaba Daiana Campbell.


–Diana –dijo Pedro con una calma que admiró a Paula.


–Así que tienes un hijo –dijo Gonzalo.


–Sí. Se llama Mateo. Tiene ocho años.


–Yo tengo tres: dos gemelos chicos y una niña. Son maravillosos, ¿Verdad?


–A veces –respondió Pedro con una dulce sonrisa.


–Entonces, ¿Estás casado? –Gonzalo continuó con el interrogatorio.


–Pues… No, ya no.


–¿Divorciado?


–¡Gonzalo! –exclamó Paula, indignada.


Su hermano alzó las manos.


–Está bien, está bien. Lo siento –dijo, en un tono que resonó en todo el taller.


–Mentiroso. ¿Cómo puedes ser tan indiscreto?


–¿Y tú no lo eres?


–¡Gonzalo Gabriel, se acabó! Es tan histriónico –dijo Paula a modo de explicación, sin apartar su mirada encendida de los ojos de Gonzalo, que la miraba con igual intensidad–. Es su sangre italiana.


«Y su empeño en actuar como el hermano mayor. Y su personalidad controladora. Y una tendencia a provocarme hasta que estallo y quiero gritar o marcharme…» Si Pedro salía huyendo al comprobar que pertenecía a una familia de neuróticos incurables, no lo culparía. Pero por el momento seguía allí, tan irresistiblemente guapo como cuando había llegado.


–¿Querías algo de mí? –preguntó a Pedro para darle la oportunidad de irse si eso era lo que quería. Pero al mirarlo, descubrió que la mirada inexpresiva con la que había hablado con su hermano había adquirido una nueva luz.


Paula se mordió el labio por haber elegido unas palabras tan poco adecuadas.


–Sí. Iba a tomar un café y he pensado que me dejarías invitarte por haber curado la herida de Mateo.


–¿Una herida? ¿Mi hermana se ha enfrentado a una herida con sangre y todo? Empiezo a pensar que me la han cambiado.


Paula dió la espalda a su hermano y enlazó su brazo con el de Pedro.


–Gracias, Pedro. Acepto la invitación encantada. El café que dan aquí es puro veneno.


Sin mirar atrás, y tratando de no prestar atención al envolvente aroma de la loción de afeitado de Pedro, salió con él por la puerta.


–Yo que tú tendría cuidado –dijo Gonzalo, alzando la voz para que le oyeran–. Paula es tan peligrosa a pie como en coche.


Paula tuvo que reprimir el impulso de tomar una de las ruedas que había a la salida y tirársela a la cabeza. A Pedro le pareció que dedicaba a su hermano un gesto obsceno con la mano a modo de despedida. La mera posibilidad de que lo hubiera hecho hizo que sintiera en su interior el burbujeo de una carcajada. Y ese burbujeo era lo más prometedor que le había pasado en mucho tiempo. De hecho, era la razón de que hubiera acudido a buscarla. El blog se había convertido en su pócima de la verdad. En él escribía lo que no era capaz ni admitir ante nadie, ni siquiera antes sí mismo. Así que si en él escribía que quería darse una oportunidad, ver qué pasaba, debía seguir ese impulso. Cuando llegaron a la calle principal, fue consciente de que la mano de ella desprendía un calor que se propagaba por todo su brazo, así que dedujo que la reacción química que había experimentado el día anterior, la impresión de que cerca de ella percibía la existencia de un campo magnético, era real y no un mero producto de su imaginación. ¿Y quién era él para contradecir a la ciencia? El problema, una vez confirmada su sospecha, era que no estaba seguro de cómo debía actuar. Sólo había planeado el primer movimiento. Mandó al colegio a Mateo a pesar de que dijo que le dolía la cabeza y fue a invitarla a un café. Ella había aceptado la invitación. ¿Cuál era el siguiente paso? La miró de soslayo. Se había alisado el cabello y se había peinado de manera diferente. El maquillaje hacía que sus ojos parecieran más oscuros y profundos. Hiciera lo que hiciera con su imagen, estaba seguro de que en medio de una habitación llena de gente, Paula destacaría como un paraguas rojo en un mar negro.

martes, 27 de abril de 2021

Soy Tuya: Capítulo 20

Paula estaba sentada al día siguiente en el taller de carrocería de su hermano ojeando unas amarillentas revistas de coches. Después de pasar una noche agitada, soñando con un ebanista extremadamente atractivo que tallaba en un cambiador: «Hoy he conocido a una mujer», se levantó y vió que Gonzalo le había dejado una nota diciendo que iría a recoger el traje que tenía en la tintorería y que se lo llevaría a casa después del trabajo. Intentó encontrar algo con lo que distraerse hasta que, en vista de que su entrometido hermano le había robado la única ocupación que tenía antes de la cita con Rafael a la una del mediodía, decidió arreglarse para la reunión de la tarde. Se peinó y maquillo y, tras ponerse la ropa del día anterior, fue al taller de Gonzalo para recoger el vestido y cambiarse antes de ir al encuentro de Max. Y allí estaba. Esperando.


–¿Paula?


Paula se volvió, esperando encontrar a uno de los trabajadores de Gonzalo con otra taza de espeluznante café, pero descubrió al carpintero con el que había soñado toda la noche.


–¡Pedro! –exclamó, poniéndose en pie de un salto.


Al verla reaccionar con tanto entusiasmo, Pedro esbozó una sonrisa y el corazón de Paula se aceleró al instante. En lugar de unos vaqueros gastados y una polvorienta camiseta negra, llevaba una camiseta blanca, una chaqueta de lino gris y unos pantalones del mismo color. Sus ojos parecían más azules que el día anterior. Recién afeitado y caminando con una mano en el bolsillo del pantalón, parecía recién salido de una revista de moda masculina.


–¿Qué… Qué haces aquí? –balbuceó Paula.


–Leonardo me ha dicho que éste era el taller de tu hermano –explicó él, pasándose la mano por el cabello en un gesto nervioso–. He venido por si te encontraba. Y aquí estás.


–Aquí estoy –repitió Paula. 


El corazón le latía en la garganta. Pedro no tenía ni idea de que ella sabía por qué estaba allí. Y la razón de su visita la aterrorizaba.


–Piccolo –la voz de su hermano retumbó desde la oficina–. ¿Está ahí? Voy por tu traje. Tardaré al menos media hora. ¿Quieres picar algo antes de comer?


Paula se tensó al saber los comentarios que tendría que soportar si Gonzalo veía a Pedro, pero no pudo hacer nada por evitarlo. Su tardanza en responder sacó a Gonzalo de la oficina. Salió limpiándose las manos llenas de aceite en un trapo sucio.


–¿Paula? – al verla junto a Pedro, ambos nerviosos y con cara de culpabilidad, los miró con suspicacia–. Vaya, vaya, ¿Qué tenemos aquí?


Paula forzó una sonrisa y los presentó:


–Pedro, éste es mi hermano mayor, Gonzalo Chaves, el dueño de este taller. Gonza, éste es Pedro Alfonso…


–El carpintero –concluyó Gonzalo por ella.


–Así es –respondió Pedro.


–El de la tienda de muebles caros. Mi mujer no me dejó en paz hasta que compré allí unas lámparas diseñadas por tí que me costaron un ojo de la cara.


Paula miró a Pedro con sorpresa. ¿Había diseñado las preciosas lámparas Art Deco que había visto en el salón de su hermano? Eran una verdadera obra de arte. Pedro dedicó una tibia sonrisa a Gonzalo y Paula se sintió halagada de que las que le dedicaba a ella fueran mucho más cálidas.


–Me alegro de conocerte, Alfonso –dijo Gonzalo, e hizo ademán de darle la mano, pero la retiró con una mueca al ver que estaban negras de grasa.


–Igualmente –dijo Pedro.


Gonzalo sonrió de oreja a oreja y los miró alternativamente.


–¿De qué se conocen?


Paula estuvo a punto de dejar escapar un gruñido ante la sospecha de que su hermano empezaría a ejercer de padre controlador. Siempre se había comportado así. Incluso antes de que se quedaran huérfanos. Tomó aire y actuó como si no notara que se estaba ruborizando bajo su escrutadora mirada.


–El niño al que estuve a punto de atropellar ayer era el hijo de Pedro –dijo de un tirón.


–Resulta que vivo en la que era su casa familiar –añadió Pedro, y Paula se maldijo por no haber intervenido para evitarlo.


No hacía falta que Gonzalo fuera un sabueso para que dedujera que había ido a su antiguo barrio, incumpliendo el juramento que había hecho siete años atrás de no volver a pisarlo el resto de su vida.

Soy Tuya: Capítulo 19

Duchada y con su pijama favorito de terciopelo rojo, suave, cómodo y, por si acaso, sexy, Paula se apoyó en una pila de almohadones de flores sobre la cama y se colocó el ordenador sobre las piernas para abrir su correo. A pesar del aviso de la agenda electrónica, no le había llegado el calendario del mes siguiente y eso sólo contribuyó a inquietarla respecto a las intenciones de Max. ¿En qué consistiría el «Fantástico salto en su carrera» al que había hecho mención? No recibir el programa de vuelo sólo podía significar que ese salto no incluía seguir volando. Tenía un correo de Mariano, desde París, que había escrito un título tan provocativo que no pudo evitar reírse, pero que también le recordó las palabras de Gonzalo: «Un novio en cada puerto…» Al mismo tiempo. ¿Por qué no? Su vida sentimental era variada, romántica y sin complicaciones. 


Iba a abrir el correo cuando un ruido procedente del pasillo, probablemente Gonzalo corriendo tras alguno de los gemelos para llevarlo a la cama, le hizo alzar vista. Miró el despertador; eran las ocho y media. Junto a él estaba la rosa blanca que Pedro le había dado. La tomó y aspiró su fragancia. El perfume disparó en su memoria una evocativa mezcla de humo de gasolina, líquido desinfectante y serrín. Miró la pantalla del ordenador y, olvidando el correo de Mariano, escribió algo en la barra de direcciones de la Web. En cuestión de segundos, apareció una página de fondo negro. Paula leyó «Diana» y bajó la tapa bruscamente. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué espiaba a Pedro? ¿Tenía importancia que lo hiciera? Puesto que no iba a volver a verlo, ¿Qué más daba si leía un poco más? Levantó la pantalla muy lentamente. No había ni fotografías ni links. Sólo un hombre anónimo desahogándose sobre una página. Aunque para ella, ese hombre había dejado de ser anónimo. Leyó algunas entradas elegidas al azar. Leyó que Pedro había editado un vídeo del funeral de Diana, algunas anécdotas de su relación con la disfuncional familia de ella, con una madre alcohólica y un padre desaparecido, y Paula comprendió mejor por qué Pedro se consideraba la única esperanza de Mateo. Hablaba de las ocasiones en las que había estado a punto de rendirse o en las que se había despreciado a sí mismo por no creerse capaz de seguir adelante.


Una hora más tarde, Paula emergió de un oscuro túnel con el sabor de sus lágrimas en los labios y sin fuerza para secárselas. En una de las entradas de varios meses antes, Pedro se había expresado con tal intensidad, desvelando unos sentimientos tan crudos, que no se había molestado en corregir errores ortográficos. "Sábado, 4:12 He ido a un funeral por el marido de mi vecina. Roberto murió hace dos años y Teresa había convocado a sus mejores amigos en su pub favorito. Teresa y Roberto estuvieron juntos 58 años. Diana y yo sólo cinco. teresa y yo hemos charlado a menudo desde que Diana falleció. Hablamos de temas de actualidad y de Mateo. Solemos evitar el tema fundamental, pero aun así, me sirve de alivio. A pesar de todo, no estaba seguro de si acudiría al funeral por Roberto, pero Teresa me ha pedido ayuda: «Pedro, cariño», me ha dicho. «Necesito que me lleves. Luego me traerá mi hermana». ¿Cómo iba a negarme aun sabiendo que lo hacía para conseguir que fuera? Al final, no lo he pasado tan mal como pensaba. Me sentía como anestesiado y no consigo comprender por qué. ¿Cómo podía no sentir nada sabiendo por lo que Teresa estaba pasando? ¿Será que me he secado por dentro y no soy capaz de sentir? ¿Ya nunca voy a salir de esta parálisis emocional que borra los límites de la memoria?"


Paula dejó la rosa sobre la mesilla al tiempo que tomaba un pañuelo de papel. Teresa. La recordaba perfectamente. Ya era una anciana cuando ella era una adolescente. Siempre tenía yogurt de fruta de la pasión en la nevera por si iba a visitarla. De hecho, Teresa y Roberto se habían ocupado de ella mientras Gonzalo resolvía los trámites para el entierro de su padre. Sintiéndose emocionalmente exhausta, decidió que ya no podía más. No podía permitirse amanecer al día siguiente con los ojos hinchados y rojos. Apretó el botón que llevaba a la página de inicio y descubrió que Pedro había escrito algo aquella misma noche. Tras una breve vacilación decidió leerlo, pero en cuanto posó los ojos en las primeras palabras se arrepintió de ser tan curiosa. "Jueves, 8:07 Hoy he conocido a una mujer. Hacía seis años que estas palabras no tenían ninguna connotación. Claro que he coincidido en este tiempo con innumerables mujeres, pero hoy, por primera vez desde que conocí a Diana y empecé a salir con ella, desde que la amé y desde que me fue arrebatada, he conocido a una mujer".


Paula pestañeó frenéticamente, pero la entrada no desaparecía de la pantalla. Pedro Alfonso había conocido a una mujer. Y, aunque no mencionara ningún nombre ni ningún detalle concreto, tuvo la certeza de que esa mujer era ella.

Soy Tuya: Capítulo 18

Acercó un taburete a la mesa de trabajo sin dejar de pensar en Paula Chaves. Tal y como Mateo la había descrito a Leonardo durante la cena, era atómica. Lo era su ropa, su manera de moverse, su sentido del humor… El conductor de la grúa se había referido a ella como «la fugitiva» lo cual debía haber bastado para apartarla de su mente al instante. Lo último que él necesitaba en su vida era alguien volátil. Pero Leonardo había encontrado las palabras exactas al dirigirse a ella como una «Preciosa flor». Paula no se parecía a ninguna mujer que conociera. Tenía energía suficiente para iluminar toda una ciudad. Las dos veces que se habían tocado, primero en su casa y luego en el coche, había sentido chispas en su interior que, como si se tratara de un motor sin batería, habían conseguido arrancar su corazón y hacerlo latir con fuerza. No era un hombre que hubiera experimentado la atracción a primera vista. Con Diana, el proceso había sido lento. Una noche había entrado en el bar de hard rock Pig’s Head con sus amigos. Al encontrarse con que dentro había unos tipos duros, con cazadoras de cuero y tatuajes en los brazos, decidieron marcharse, pero cambiaron de opinión al ver a una mujer menuda, rubia, con una camiseta que dejaba al desnudo su cintura, minifalda, medias de rejilla y botas, que bailaba con los ojos cerrados en medio del local, como si no quisiera saber nada del mundo exterior. Al final de la noche, Pedro estaba sentado solo en la barra, esperando a que sus amigos volvieran del cuarto de baño, cuando la mujer apareció a su lado, despeinada, sudorosa y con el rímel corrido.


–Diana –se presentó, tendiéndole una mano delgada y frágil.


–Pedro –respondió él. Y al estrechársela le desconcertó lo fría que estaba a pesar del calor del local y de que no había parado de bailar.


–Te he estado observando –dijo ella. Pedro arqueó una ceja con cara de incredulidad–. ¿Por qué no me has pedido que bailara contigo?


Pedro soltó una carcajada y ella sonrió.


–¡Por fin! –exclamó–. Empezaba a preguntarme si eras capaz de reírte.


–Suelo reírme cuando algo es divertido –dijo él, sin dejar de sonreír.


–Me alegro. Quiero marcharme de aquí e ir a tomar un café. ¿Te apetece?


Lo que en realidad había insinuado era: «¿Te apetezco?» Y Pedro no se lo pensó dos veces. Desde aquel día se convirtieron en Pedro y Diana, el ebanista con horarios regulares y la chica rebelde que resultó ser madre de un niño de tres años, tímido y dulce, del que él se encariñó en cuanto lo vió. Con el tiempo, se preguntaría a menudo si Diana no lo habría elegido a él aquella noche porque estaba buscando un padre para su hijo. Él la había amado profundamente, en parte por la desesperación con la que ella lo necesitaba. Diana había insistido en mudarse a las afueras y él en adoptar a Mateo, y pronto se habían convertido en una familia normal, que recibía a sus amigos los fines de semana y organizaba barbacoas. Hasta que, cuando tenía treinta años, habían diagnosticado a Diana una cirrosis. Después de seis meses de tratamiento infructuoso y de noches de desesperación en los que ella se maldecía por sus años de vida disoluta, murió. 


A pesar de lo que había padecido durante los dos años anteriores, Pedro acababa de descubrir que su corazón no estaba parado completamente y que aspiraba a volver a tener sentimientos. Sus instintos se removían en su interior y pretendían ser oídos. Paula. Quizá debía… ¿Llamarla para quedar? ¿Mandarle flores? ¿Escribirle una nota? Hacía Paula tiempo que no hacía nada de eso que ni siquiera sabía si estaba pasado de moda. ¿Todavía se harían llamadas o con los nuevos tiempos lo normal era mandar mensajes provocativos al ordenador o al móvil? Sonó un ruido en el monitor que lo puso alerta, pero después de girarse y balbucear algo, Mateo se quedó tranquilo. Mateo. Aquel nombre bastaba para adormecer sus instintos. Fueran cuales fueran sus sentimientos, Mateo tenía que estar por encima de sus deseos o intereses. Se pasó la mano por el cabello como si con ello pudiera quitarse el súbito dolor de cabeza que sintió. Estaba metiéndose en un terreno pantanoso. Paula era joven, sofisticada y pasaba la mayoría de su tiempo de viaje. Y todo el mundo: terapeutas, profesores, amigos, coincidía en que Mateo necesitaba atención. Aturdido, Pedro abrió la pantalla del ordenador y localizó la página de su blog. La única ocasión en la que había acudido a un terapeuta para que le asesorara, le sugirió que escribiera un diario para transferir al papel sus preocupaciones. Él había optado por la versión informática del diario. Le resultaba más liberador pensar que sus palabras quedarían flotando en un limbo, que atrapadas en un cuaderno en el fondo de un cajón como si se trataran de un vergonzoso secreto. Hizo sonar los nudillos y comenzó a teclear.


Soy Tuya: Capítulo 17

 –Los últimos meses han sido muy difíciles –siguió Pedro, como si hubiera abierto las compuertas y ya no pudieran ser cerradas–. Y aún más difíciles para Mateo. Pero esta tarde ha sido, gracias a tí, inesperadamente… divertida.


Dijo aquella palabra como si descubriera su significado en aquel mismo momento, y Paula se sintió conmovida como no lo había estado nunca antes. Suspiró profundamente y posó su mano sobre el brazo de Pedro.


–Para mí también ha sido muy divertido. ¿Quién se iba a imaginar que el susto que nos hemos dado iba a acabar bien? A veces basta un cambio de escenario para darte cuenta de lo que te estás perdiendo.


De pronto fue consciente de que había visto cientos de escenarios distintos desde que se marchó de casa, y se preguntó si en realidad llevaba una vida tan satisfactoria y plena como creía. Aquel insidioso pensamiento se apoderó de ella y, una vez más, se arrepintió de haber vuelto. Se irguió y tomó aire para calmarse. Luego dió un paso atrás para encontrarse en una posición más segura.


–Gracias por traerme la agenda –la movió en el aire al tiempo que empezaba a caminar hacia atrás.


–Gracias por una tarde divertida. Y por escucharme.


–No las merece.


Pedro la observó alejarse mientras su rostro quedaba velado por la penumbra del coche.


–Buenas noches, Paula –dijo.


–Buenas noches, Pedro.


Paula dió media vuelta y corrió hacia la casa sin mirar atrás, aunque oyó el coche a su espalda. Cuando llegó a la cocina, Gonzalo entraba también con un gemelo lloroso en brazos y el otro caminando detrás con una sonrisa de oreja a oreja. No pareció notar ni las mejillas sonrosadas de ella, ni su cabello rizado por la humedad.


El gemelo que caminaba, Leo, corrió hacia ella con los brazos en alto.


–Tita, aúpa.


Paula posó la mano en su cabeza y le acarició el sedoso cabello. Era un niño maravilloso, que tenía unos padres que lo querían, y una sonrisa limpia que las tragedias de la vida aún no habían enturbiado.


–Gonza, promete que nunca dirás a tus hijos que son unos inútiles –dijo súbitamente. Siguiendo su costumbre, afirmaba primero y se hacía las preguntas después.


–¿Perdón?


–Aunque lo dijeras sin pensarlo, ellos nunca lo olvidarían. Y dicho esto, me voy a la cama. Mañana me espera un día agotador.


Gonzalo la miró fijamente, como si no quisiera perder contacto visual con ella por temor a que desapareciera.


–Muy bien –dijo finalmente. Y miró a sus hijos con ternura–. A todos nos irá bien descansar.


Paula apartó la mano de la cabeza de Leo y la metió en el bolsillo con gesto nervioso.


–Muy bien. Nos vemos por la mañana –dijo, y prácticamente corrió escaleras arriba.





Apenas habían dado las ocho cuando Pedro cerraba la puerta del dormitorio de Mateo, que se había quedado dormido en cuanto puso la cabeza en la almohada. Normalmente necesitaba que Pedro se quedara con él hasta que, de puro agotamiento, se le cerraban los párpados. Pero aquella noche estaba especialmente sosegado. ¿Tendría razón Paula y todo lo que Mateo necesitaba era un cambio de escenario? ¿Y si la rutina a la que estaban tan acostumbrados había pasado de ser un mecanismo de supervivencia a ser una trampa de la que no sabían escapar? Lo interesante era que lo único extraordinario que había pasado aquel día era Paula Chaves. Se pasó la mano por el cabello para espabilarse. Tenía que ponerse a trabajar. Cruzó el jardín iluminado por la luna y, al llegar al taller, fue directo hacia el cambiador y lo observó largamente recordando que ella lo había encontrado maravilloso. Lo tapó de nuevo. Estaba a punto de acabarlo. Jamás hubiera imaginado cuando empezó a trabajar en casa que se le acumularían los encargos. Ése era un buen ejemplo que daba la razón a Paula: El cambio de escenario había hecho maravillas en su trabajo.

jueves, 22 de abril de 2021

Soy Tuya: Capítulo 16

Paula se puso en pie de un salto.


–¿Estás a punto de llegar?


Después del comentario que acababa de hacer Gonzalo, lo último que quería era que el atractivo Pedro Alfonso se presentara en su puerta. Sobre todo porque, desde que se habían separado, no había hecho más que pensar en lo maravilloso que sería que fuera una mezcla entre el sofisticado Gustavo y el osado Mariano para mantener con él una de sus relaciones «especiales». Afortunadamente, su lado más racional no había dejado de repetirle que, por encima de ser un hombre atractivo, era el padre de Mateo.


–Nos vemos fuera –dijo precipitadamente, al tiempo que pensaba cómo esquivar a Gonzalo. De pronto se sintió como si hubiera entrado en el túnel del tiempo y volviera a tener dieciséis años–. La casa de mi hermano es la que tiene una espantosa fuente en el jardín.


–Muy bien. Nos vemos en seguida.


Paula colgó el teléfono y escuchó atentamente para localizar a Gonzalo. Luego, corrió al porche. El contraste entre el aire acondicionado del interior y el húmedo calor exterior hizo que se pusiera a sudar al instante. Caminó con paso firme hacia la acera. Un sedán negro se aproximó lentamente hasta detenerse. La ventanilla se bajó y ella aceleró el paso para saludar al conductor.


–Aquí traigo el paquete –masculló Pedro, imitando el estilo de un gángster.


A Paula se le aceleró el corazón, aunque optó por pensar que era más un efecto de haber escapado de la cárcel que de la presencia de aquel atractivo malvado. Pedro le dió la agenda con sus dedos largos, de uñas cortas y nudillos pronunciados, tan distintas a las delicadas manos de los hombres con los que Paula solía salir. Pedro Alfonso tenía manos de hombre y ella no podía negar que le gustaban. Como le gustaba su barba incipiente, el olor a madera que impregnaba su piel…


–¿Qué precio he de pagar? –preguntó al tiempo que se ponía en cuclillas y apoyaba las manos en las rodillas.


Pedro apoyó el brazo en la ventanilla y se inclinó hacia ella, de manera que la luna le iluminó el rostro.


–«Gracias» y una sonrisa de una chica guapa es todo lo que este tipo necesita.


A Paula se le secó la boca.


–Gracias –dijo. Y por primera vez en su vida no fue capaz de forzar una sonrisa.


–De nada.


–¿Dónde está Mateo? –preguntó Paula, a pesar de que pensaba que debía cortar la conversación y volver a casa.


–En casa, con Mateo, ayudándolo a hacer la cena. Me da miedo volver y comprobar qué me han preparado.


–Lo comprendo.


Pedro sonrió. Paula quiso despedirse antes de que Gonzalo saliera a buscarla, pero, tal y como le había sucedido horas antes, sentía que un hilo la envolvía y tiraba de ella hacia Pedro. Iba a dar un paso atrás para contrarrestar la fuerza que le impedía moverse cuando él habló:


–Tengo que admitir que me alegro de haber tenido una excusa para venir.


–¿De verdad? –Paula carraspeó para deshacer el nudo que se le acababa de formar en la garganta.


–Quería darte las gracias. Hacía mucho tiempo que no veía a Mateo sonreír como lo ha hecho hoy. Ha perdido a su madre recientemente.


Al oírle decir «Recientemente», Paula sintió un peso en el pecho. En le blog había leído que hacía más de un año, pero para Pedro el tiempo no había pasado.


–Lo siento –dijo.


Pedro se encogió de hombros. Debía haber oído esas palabras infinidad de veces.


–Supongo que has deducido por lo que Mateo ha dicho que me casé con su madre cuando él tenía cinco años… Afortunadamente, para cuando Diana murió ya habíamos acabado el proceso de adopción y no corrió el riesgo de caer en las garras de su padre.


Así que Paula no se había equivocado: Pedro no era el padre biológico de Mateo. Creyó que el corazón le iba a estallar.


–Es un batería, siempre de gira –continuó Pedro, ajeno al efecto que sus palabras estaban teniendo en Paula–. Un mal tío. Pensaba que debías saberlo para comprender la situación.


De pronto Paula quiso saberlo todo, pero no con la bastante intensidad como para lanzarse a preguntar. Su natural inclinación a salir huyendo era demasiado poderosa y estaba demasiado enraizada. Pedro Alfonso podía ser interesante, pero no era el tipo de hombre con el que se mantenía una relación superficial.


Soy Tuya: Capítulo 15

 -Piensas seguir en la compañía o has venido a presentar tu dimisión a Max? –preguntó Gonzalo cuando se quedaron a solas en la cocina después de cenar.


Paula se acomodó en su asiento mientras echaba un ojo a varios sobres con publicidad. Los gemelos correteaban por la casa gastando su última reserva de energía, Tamara acostaba a Camila y Gonzalo guardaba los restos de la cena en la nevera.


–Claro que voy a seguir con MaxAir –dijo Paula–. ¿Por qué iba a dejarlo?


–Solías cansarte muy pronto de las cosas –dijo Gonzalo, arqueando las cejas como si la retara a contradecirlo.


Paula cerró la revista que estaba ojeando y se sentó sobre las manos.


–Siempre he tenido una capacidad de concentración limitada, pero se trata de un problema generacional. Tú no lo comprendes porque eres mucho mayor que yo –sonrió con malicia y Gonzalo frunció el ceño–. ¿Desde cuándo tienes tantas canas Gonzalo Gabriel? –preguntó ella, llamándolo por su nombre completo, una de sus clásicas artimañas para irritarlo.


–Desde el mismo día que te marchaste –dijo él, revirtiendo a su papel de hermano mayor sarcástico como si no hubieran pasado siete años desde la última vez que había interpretado ese personaje.


Paula respiró hondo. No se dejaría provocar tan fácilmente.


–Tengo la sensación de que este trabajo te importa de verdad, pequeña –por cómo la miró, Paula supo que se sentía en parte responsable de ese positivo cambio de actitud en ella. ¡Qué ingenuo era!–. Me cuesta creer que por fin hayas llegado a valorar algo.


–¿Yo? ¿Valorar algo? –Paula puso cara de escepticismo. Claro que valoraba su trabajo. No quería tener que rechazar la ofertad de Max. Pero de ahí a admitirlo ante su hermano…


–Bueno, y ya que hemos agotado el tema laboral, ¿Qué tal va tu vida sentimental? ¿Tienes novio? –preguntó Gonzalo–. En su último correo electrónico, el primo Rodrigo mencionaba que te había visto con un amigo en Nueva York. Pero lo último que he sabido es que vivías un apasionado romance con un tipo en París.


Paula lo miró fijamente para ver si se trataba de un sutil reproche por no haber llamado ni escrito en meses, pero Rick parecía sentir una genuina curiosidad, así que decidió que era su propio sentido de culpabilidad lo que le hacías estar tan suspicaz.


–Yo no los llamaría novios –dijo–. Gustavo y yo compartimos la pasión por los gnocchi caseros y él sabe dónde venden los mejores de todo Nueva York. Y con Mariano, en París, me dediqué a probar distintos cafés. He descubierto que se me dan muy bien las relaciones sin ataduras.


El ruido de algo rompiéndose, seguido del grito de uno de los gemelos, llegó desde la habitación de al lado. Gonzalo dejó el trapo de cocina sobre la mesa y fue a averiguar qué había sucedido. Pero al llegar a la puerta, volvió la cabeza y dijo:


–Tener un novio en cada puerto puede terminar siendo un problema, Piccolo.


Paula alzó la barbilla.


–¿Por qué? –preguntó, aunque sabía que no necesitaba molestarse. Gonzalo se lo diría de todas maneras.


–Porque llega un momento en que el único refugio que te queda es tu propia casa.


Gonzalo empujó la puerta y Paula se quedó sola. Al darse cuenta de que apretaba los puños con fuerza, los relajó. El sonido de su móvil le sirvió de excusa para no enredarse en sus pensamientos. Esperó a ver qué nombre salía en la pantalla, pero no pudo identificar el número. ¿Rafael? ¿Maximilliano?


–¿Sí?


–¿Paula?


Aunque apenas lo conocía, Paula identificó aquella voz al instante. Era Pedro.


–Soy Pedro Alfonso, el de esta tarde.


«Como si fuera a olvidarlo», pensó. Pero en alto, se limitó a responder:


–Hola.


–Te has dejado la agenda electrónica en casa. La he encontrado al lado del piano cuando ha empezado a sonar hará un cuarto de hora. No sabía cómo apagarla. Paula dedujo que era la alarma que le avisaba de que comprobara en su correo electrónico si le había llegado el calendario de vuelos del mes siguiente–. Supongo que la necesitas –añadió Pedro–. Me temo que la única manera de localizarte ha sido buscar en la agenda las señas de Gonzalo y tu número de móvil. Estoy en el semáforo de la calle Henderson. Llegaré en menos de un minuto.


Soy Tuya: Capítulo 14

 –Paula Chaves–se presentó– la conductora del coche que se ha empotrado contra el árbol de Pedro –le tendió la mano y Leonardo se la estrechó con firmeza.


–Paula vivía en esta casa de pequeña –explicó Pedro.


–Encantado de conocerte, Paula. ¿Tienes algo que ver con Gonzalo Chaves, el mecánico?


–Es mi hermano.


–¡Vaya! Dile que O’Connor le manda recuerdos.


–Se los daré de tu parte –prometió Paula. La llegada de la grúa le salvó de ser sometida a un interrogatorio.


–Pero si es el coche de Gonzalo –exclamó el conductor al tiempo que bajaba de la cabina con su voluminoso estómago por delante.


–Y yo soy la hermana de Gonzalo –dijo Paula, señalándose.


–Ah, la fugitiva –dijo el conductor de la grúa.


Aquella descripción era muy propia de Gonzalo. Parecía increíble que su hermano tuviera la capacidad de irritarla incluso a través de terceras personas. Debía haber sabido que no pasaría desapercibida. Por mucho que Cairns hubiera crecido hasta ser prácticamente irreconocible para ella, todo el mundo se conocía. Pronto, toda la ciudad sabría que había tenido un accidente con el coche de su hermano y que había pasado el día en casa de Pedro Alfonso, el viudo Alfonso.


–¿Qué te parece si cargamos el coche y lo sacamos de aquí antes de que mi temperamental hermano se entere de este desastre? –dijo, con el tono a un tiempo seductor y firme que utilizaba en el avión para tratar con viajeros díscolos.


Chasqueó los dedos y el conductor, como si de pronto recordara que no era más que un tipo cuyo salario dependía de la cantidad de coches que remolcaba, se puso en acción. Paula se volvió hacia Leonardo y Pedro, que habían sido testigos mudos del intercambio, y decidió que se merecían una explicación sobre quiénes eran los Chaves.


–Nací y crecí aquí, pero me fui hace varios años –dijo–. Ésta es mi primera visita a mi intransigente hermano, que siempre se mete donde no le llaman – la mirada de desconcierto que le dirigió su público le dió ganas de hacer una reverencia.


–Así son las familias –dijo Leonardo–: una tortura.


Paula sonrió.


–Acabas de resumir la historia de mi vida.


–¿Así que ya no vives en Cairns? –preguntó Pedro.


–No –Paula sacudió la cabeza, concentrándose en la rosa para evitar mirarlo a la cara–. Tengo mi base en Melbourne.


–Melbourne –repitió Leonardo con una mueca de desagrado–. ¿Quién quiere vivir en el frío y húmedo Melbourne pudiendo elegir el paraíso?


–No sé –replicó Paula–. Puede que haya gente a la que le interesen sus fantásticos restaurantes, su vida social y cultural, sus fabulosas tiendas…


–¿Sus tiendas? –Leonardo repitió con incredulidad–. Ahora ya lo entiendo.


Pedro hizo un ruido muy parecido al de una carcajada. Paula lo miró y el brillo que vió en sus ojos le hizo recordar el calor que había sentido cuando la había sujetado por la muñeca. Y ese recuerdo le llevó al de su sonrisa y a la sensación de que, cuando sonreía, aquel padre viudo la atraía como un planeta a sus satélites. Y todo ello la devolvió a la realidad y a la necesidad de marcharse lo antes posible. Debía evitar ser atrapada por aquella poderosa fuerza gravitatoria. Desvió la mirada de la de Pedro, se despidió con un gesto de la mano, lanzó una última ojeada a la casa y corrió hacia la grúa.


–Si quieres que Pedro te lleve a alguna parte, yo puedo quedarme a cuidar de Mateo –le gritó Leonardo, al tiempo que le daba un codazo a éste.


–No, gracias –Paula se subió a la grúa y rezó para que el conductor acabara pronto. Prefería enfrentarse a la ira de Gonzalo que encontrarse en un espacio tan reducido como el de un coche con Pedro Alfonso–. Será mejor que esté presente cuando Gonzalo vea el coche o le dará un ataque de nervios –luego, dirigiéndose a Pedro, añadió–: Gracias por la limonada. Y da las gracias a Mateo por haberme enseñado tu taller. Ha sido maravilloso.


Finalmente, el conductor se puso detrás del volante y Paula tuvo ganas de darle un beso a pesar de que se encontraba varios grados por debajo de la escala evolutiva del tipo de hombres a los que solía besar.


–¿Lista? –preguntó él.


–Desde luego que sí –«Más de lo que imaginas», pensó.


Aunque tenía un nudo en el estómago, se sentía libre como un pájaro y la casa de Pedro era la jaula de la que acababa de escapar.


Leonardo se despidió con la mano y entró. Pedro no se movió, y Paula lo siguió viendo por el espejo retrovisor, de pie, haciéndose cada vez más pequeño y sin dejar de mirarla, hasta que la grúa dobló la esquina.

Soy Tuya: Capítulo 13

El recuerdo, el olor, la casa, aquel hombre… Paula sintió que la cabeza le daba vueltas. Pedro le apretó la muñeca y posó la otra mano en su cintura. En lugar de crearle una mayor confusión, el gesto logró que ella se sobrepusiera. No necesitaba que un hombre la ayudara a mantenerse en pie. Se había levantado suficientes veces ella sola como para saberse capaz de hacerlo sin contar con nadie.


–Gracias –dijo con voz ronca. 


Giró el brazo para soltarse de Pedro y con paso decidido salió al porche y se calzó las botas. Sólo al ver el desastroso estado en que había quedado el coche, desaceleró. Todo el capó estaba retorcido y deformado. El olor a aceite quemado impregnaba el aire. El diagnostico parecía claro: Siniestro total. No le preocupaba el dinero. Podría pagarlo con su parte de la venta de la casa. Su verdadera preocupación era Gonzalo. Se había pasado la vida acusándola de ser una irresponsable, provocadora, impulsiva… Y en menos de media hora de estar en su casa iba en su coche al lugar al que había jurado no volver. Acababa de demostrar que su hermano tenía razón. Al acercarse descubrió que había causado aún más daño del aparente. Antes de chocar contra el árbol, las ruedas del coche habían destrozado unos pequeños rosales que recordaba haber plantado con su padre una mañana de primavera. Su padre le había dedicado una sonrisa de orgullo y le había acariciado la cabeza, y ella se había sentido como una princesa. Pensar en aquella escena la emocionó.


–¡Cuánto lo siento! –susurró.


–No te preocupes –la voz de Pedro sonó tan cerca que Paula se volvió sobresaltada.


Cera, familia, hogar… Paula dió un paso atrás.


–Lo siento de verdad. Si te sirve de consuelo, puedes replantar el arbusto. Se recuperará.


No se ofreció a hacerlo ella misma. Curar la herida de Mateo ya había complicado suficientemente las cosas. Pedro se agachó y sacó una rosa en perfecto estado de debajo de una rueda. El tallo estaba roto, pero la flor no había sufrido ningún daño. Era una exquisita rosa blanca.


–Aquí tienes –se la tendió a Paula–. Ya que ha sobrevivido al accidente, debes llevártela.


La delicadeza de aquel gesto hizo que ella vacilara. También lo hizo Pedro, que concentró su mirada en la rosa antes de alzarla de nuevo. Y cuando lo hizo, Paula vió en sus ojos una emoción intensa que debía estar teñida del recuerdo de algún episodio anterior. ¿Habría herido sus sentimientos al no aceptarla inmediatamente? ¿Estaría Pedro pensando en algo que le había sucedido con su esposa? Fuera cual fuera la causa de su cambio de actitud, Siena no pudo soportar la tristeza que nublaba su mirada. Le dedicó una amplia sonrisa y tomó la rosa de su mano.


–Gracias, Pedro. Ya que yo la he arrancado, me pertenece –acarició los aterciopelados pétalos de la flor y aspiró su aroma–. ¡Qué delicia!


En aquel momento, una pequeña furgoneta roja se detuvo ante la casa y Pedro se separó de Paula como si acabara de quemarle un hierro al rojo vivo. Un hombre maduro, alto y desgarbado, con el cabello gris recogido en una coleta, ojos brillantes y rostro surcado de arrugas, bajó del vehículo y se aproximó a ellos sonriente.


–Hola, amigo –saludó a Pedro con una palmada en el hombro.


Pedro se balanceó sobre los pies y apretó los labios al tiempo que miraba fijamente al recién llegado.


–Hola, Leonardo. Mateo está en el jardín si quieres ir a saludarlo.


Las pobladas cejas de Leonardo se arquearon en un gesto de sorpresa.


–¿No ha ido al colegio? ¿Otra vez?


Hasta ese momento Paula no se había dado cuenta de que era un día entre semana. ¿Jueves? Nunca sabía en qué día estaba. Cambiaba de turno cada semana. Trabajaba tres días y descansaba dos, así que la semana se dividía para ella de una manera muy distinta a la del resto de la gente. Pero un padre con un hijo en edad de ir al colegio…


–No se encontraba bien –explicó Pedro.


Dolor de estómago, de garganta, de cabeza… Paula recordó lo que había leído en el diario.


–Claro, por eso está tan entusiasmado con el columpio –masculló Leonardo. Luego se volvió hacia Paula con una encantadora sonrisa que dejaba al descubierto una dentadura desigual–. ¿Y quién es esta preciosa flor?


Miró alternativamente a Paula y a Pedro, expectante. Ella hubiera querido gritarle que había estado a punto de atropellar a Mateo para que dejara de mirarlos como si sospechara que había algo entre ellos.

martes, 20 de abril de 2021

Soy Tuya: Capítulo 12

 –Nunca había conocido a ninguna azafata en persona. Empezaba a creer que todas eran robots y que Max los guardaba en sus oficinas centrales de Port Douglas cuando no estaban trabajando –dijo Pedro. 


Y se arrepintió de inmediato por temor a que Paula se sintiera ofendida. Era evidente que tenía que practicar en privado antes de volver a relacionarse con el mundo exterior. Siena bajó la mirada hacia sus pies desnudos, y sus rizos acompañaron el movimiento de su cabeza.


–¿Tengo pinta de robot?


–Desde luego que no. A mí me pareces muy real –dijo Pedro de inmediato.


Y en esa ocasión no le importó que Paula interpretara el comentario como un intento de flirtear porque expresaba exactamente lo que pensaba. En pago a su sinceridad, recibió una cautivadora sonrisa  que lo sacudió por dentro. Entre tanto, ella lo estudiaba con expresión pensativa, como si intentara adivinar lo que pensaba o cómo era en realidad. Quizá sí que se conocían. Tal vez ésa era la causa de que Paula despertara sensaciones tan peculiares en él. No se trataría entonces de una cuestión de atracción, sino de familiaridad. Estuvo a punto de preguntar si habían coincidido con anterioridad, pero decidió que iba a sonar como un cliché, así que optó por callar.


–En primer lugar –dijo Paula, con la mano en la cadera–, no soy una azafata cualquiera, sino una de las principales jefas de vuelo. En segundo lugar, la única razón por la que estoy vestida así y no con uno de mis trajes favoritos de Dolce y Gabbana, perfectamente maquillada y con un mecanismo para ponerme en marcha como si fuera un robot, es que un pequeño derramó su refresco sobre mi falda en el vuelo que me trajo de Melbourne. Por favor, prométeme que Mateo no bebe refrescos de cola.


Pedro sonrió.


–Mateo no bebe refrescos de cola –repitió, obediente–. Desde que Leonardo le enseñó el truco de la moneda y la cola, no ha vuelto a probarla.


Tal y como esperaba, Paula sonrió y sus ojos verdes como el océano se iluminaron. Era verdaderamente preciosa.


–Fantástico –dijo ella con tal vehemencia que se le alborotaron los rizos.


–Fantástico –repitió él con voz grave.


 A pesar de que el aire acondicionado estaba funcionando, cada vez estaba más acalorado. Se produjo un silencio durante el que Pedro intentó pensar en algo que decir, pero su mente estaba demasiado ocupada librando una batalla entre la atracción que Paula despertaba en él y el sentimiento de culpa que eso le causaba.


–¿Has llamado a la grúa? –preguntó ella, dejando el vaso en el fregadero.


–Sí. No creo que tarde.


Paula se sintió aliviada. No quería llamar a Rafael, pero al mismo tiempo había llegado la hora de marcharse. En parte, porque después de haber leído el diario de Pedro había averiguado la causa de que sus ojos grises tuvieran la mirada velada. Y saberlo, le había emocionado de tal manera que, en lugar de hacer las cosas que tenía que hacer, estaba en su cocina intercambiado comentarios ingeniosos con él. Porque en el fondo estaba deseando ver qué pasaba cuando perdía el control y su sonrisa llegaba a iluminar su rostro y sus ojos. Pero todo eso debía darle lo mismo, pues en un par de días ella volaría a Melbourne, bien para buscar otro trabajo o, si tenía suerte, para hacer las maletas y partir rumbo a Roma, el lugar más alejado de Cairns que conocía. De pronto se dio cuenta de que ella y James mantenían exactamente la misma postura, uno frente a otro, separados apenas por unos centímetros, y decidió que había llegado el momento de marcharse.


–Excelente –dijo, elevando el tono de voz al tiempo que daba una palmada para romper el silencio–. Será mejor que espere fuera. Tengo que indicar al conductor adónde debe llevar el coche antes de que mi hermano me mate.


Fue hacia la puerta de entrada confiando en que aquellas palabras sirvieran de despedida, pero Pedro la siguió, mirándola con aquellos ojos de mirada intensa y profunda que despertaban en ella el deseo de quedarse, como si una correa tirara de ella para que se quedara. Pero no. De ninguna manera. Fue hasta el piano y tomó su bolso. Luego fue directa a la puerta. Iba tan deprisa que se tropezó con una de las alfombras. James la sujetó por la muñeca para evitar que cayera y, al recuperar el equilibrio, se quedaron frente a frente, con sus rostros a apenas unos milímetros el uno del otro. El corazón de Paula latió desbocado. Pedro la asía con firmeza. La muñeca le ardía bajo su mano. Había algo en él que le hacía pensar en palabras como «Tradición», «Familia», «Hogar». Un recuerdo de infancia la asaltó de improviso. Su padre solía insistir en que la mesa de madera del comedor debía estar encerada y resplandeciente. Ella siempre había creído que era una costumbre de su madre que él quería mantener viva. Era una de las pocas tareas domésticas que Siena hacía con gusto, adoraba el olor de la cera, el placer de deslizarla sobre la madera y sentir que la nutría. Y era la única labor que lograba una caricia de su padre en recompensa.

Soy Tuya: Capítulo 11

Pedro colgó el teléfono tras hablar con el mecánico, apoyó las manos en la encimera de la cocina y observó cómo su hijo tiraba de Paula para llevarla hacia el columpio. Ella lo seguía descalza. Sus rizos se movían al compás de sus pisadas, el bajo de sus pantalones rozaba el suelo, pero no parecía importarle. Mateo trepó a su nuevo juguete y ella lo observó con los brazos en jarras mientras el niño parloteaba sin cesar. Tomó aire. Paula Chaves tenía algo especial y, lo mirara como lo mirara, no podía negar que durante la cura de Mateo habían estado coqueteando. Aunque no pudiera señalar quién había comenzado, lo cierto era que se había encontrado haciéndolo con absoluta naturalidad. Giró la cabeza para relajar los hombros y sonrió. Le agradaba haber utilizado músculos que hacía tiempo tenía agarrotados. Pero no tuvo tiempo de reflexionar más sobre el tema porque de pronto vió que Paula iba hacia la puerta de la cocina.


–Tengo una sed terrible –dijo al llegar junto a él–. Hace tanto calor… Claro que aquí esto es lo habitual –señaló con la mirada la bandeja con las bebidas y añadió–: ¿Puedo?


Pedro asintió y se quedó mirándola mientras Paula bebía el vaso de un trago. Al ver que se frotaba la nuca con la mano que le quedaba libre, se dió cuenta de que no se había planteado la posibilidad de que hubiera resultado herida en el accidente, y le pareció imperdonable no haberse cerciorado de que estaba bien en cuanto comprobó que Mateo no había sufrido ningún daño. Llevaba tanto tiempo obsesionado con cuidar de él, que ya no sabía cómo relacionarse con un adulto. ¿Limonada y galletas? ¿No era ésa la prueba de una mentalidad infantil? Paula siguió frotándose la nuca, pero no parecía estar dolorida, debía tratarse de un gesto habitual en ella, y a Pedro le pareció lógico. También a él le hubiera gustado hundir sus dedos por aquellos oscuros tirabuzones.


–Tienes una taller fabuloso –dijo ella cuando acabó de beber. Se secó los labios–. He echado un ojo al cambiador en el que estás trabajando. Es maravilloso. Tienes mucho talento.


Pedro ladeó la cabeza a modo de agradecimiento.


–Eso me dicen.


–¿Cuánto cobras por un trabajo como ése? –Paula apoyó la cadera en la encimera y cruzó un pie sobre el otro.


Al ver que tenía la planta llena de barro, Pedro miró hacia la entrada y vió las marcas de las pisadas. Leonardo les echaría una buena bronca cuando viera que su inmaculado suelo estaba manchado, pero habría valido la pena. Eran la prueba de que, por primera vez en mucho tiempo, estaba manteniendo una conversación con un adulto, y eso sí que tenía un carácter excepcional.


–Más de lo que imaginas –dijo–. Esa pieza es un encargo de un famoso actor australiano, y ya sabes que los famosos sólo compran cosas caras.


–¿Intentas decirme amablemente que no estaría al alcance de mi bolsillo?


–En absoluto –dijo él conteniendo la risa–. Pero si quieres hacer un encargo tendrás que ponerte en la lista de espera.


Paula arqueó una ceja en un gesto de desdén, pero en lugar de poner a Pedro en su sitio, sólo logró que pensara que aquellas móviles cejas le resultaban tan atractivas como sus desordenados rizos.


–Me temo que desde que trabajo en casa, la firma Alfonso se ha encarecido exponencialmente –dijo él, apoyándose en la encimera de frente a Siena–. Mi representante está encantado porque puede subir los precios sin que yo tenga la posibilidad de quejarme.


–Está bien, está bien –dijo Paula, y alzó la mano como si fuera un policía de tráfico–. Mensaje recibido: No tengo suficiente dinero para comprar una de tus piezas.


Pedro rió y sintió placer al usar sus pulmones por primera vez en mucho tiempo para algo más que tomar aire.


–¿No te vuelve loco estar todo el tiempo en casa? –preguntó Paula con curiosidad.


–No. Tengo un horario flexible y Mateo siempre puede llamarme por el telefonillo interno. No lo cambiaría por nada del mundo.


Decidió no decir que su vida giraba de tal manera en torno al estado de ánimo de Mateo que aun sin telefonillo era capaz de intuir a distancia cómo se encontraba. Hasta él sabía que contar algo así enturbiaría el ambiente distendido que había conseguido crear entre ambos.


–Es curioso –dijo ella, mordisqueándose el labio inferior–. Creo que si pasara el día encerrada entre cuatro paredes me volvería loca.


–¿No tienes esa sensación dentro de los aviones?


Paula reflexionó unos segundos.


–Supongo que la gran diferencia es que en cada vuelo hay doscientas caras distintas.


–Eso es verdad. ¿Cuánto tiempo llevas volando? –preguntó Pedro, que de pronto sintió la necesidad de prolongar aquella charla que, por el motivo que fuera, le estaba haciendo sentir tan relajado y cómodo.


Pero al ver que Paula alzaba una ceja pensó que estaba tan fuera de práctica que tal vez había dicho o hecho algo improcedente sin ni siquiera darse cuenta. ¿Habría actuado como si quisiera ligar con ella? Eso era ridículo. Sólo estaban charlando. Ella pestañeó y pareció medir sus palabras:


–Siete años. ¿Por qué?

Soy tuya: Capítulo 10

Miró por encima del hombro a través de la ventana y vió el jardín y la parte trasera de la casa. Pedro pasó por la ventana de la cocina hablando por teléfono, y Paula supuso que habría llamado a la grúa, o tal vez a un taxi para que la llevara a casa. El corazón se le encogió al pensar que su visita llegaba a su fin. Se llevó una mano al estómago y tragó saliva. De nuevo, aquella desconcertante sensación se apoderaba de ella y no sabía cómo interpretarla. Dió un paso atrás para distanciarse de las emociones que se agolpaban en su interior y se chocó con un pequeño escritorio que había en una esquina. Un viejo ordenador portátil se deslizó y estuvo a punto de caer al suelo, pero ella lo sujetó justo a tiempo. Al dejarlo sobre el escritorio vió que estaba encendido en una página negra con escritura blanca y lo identificó al instante como el diseño de un diario informático. Conocía bien aquellos blogs porque muchos de sus compañeros de trabajo los utilizaban para mantenerse en contacto con sus familias durante los viajes. La página que tenía ante sí tenía el nombre de «Diana» y, por las fechas, dedujo que estaba escrito para una mujer que había fallecido hacía algo más de un año. Un escalofrío le recorrió la espalda. Para asegurarse de que estaba en lo cierto, no pudo resistirse a tocar con el dedo el ratón para hacer avanzar la página. Se detuvo en una fecha de varios meses antes: "Llevo unos días sintiendo una extraña ansiedad que no sé interpretar, aunque en parte tenga que ver con Mateo. Dice que no se encuentra bien".


Paula miró hacia atrás y vió a Mateo en una esquina. En aquel momento le contaba que ayudaba a su padre todos los sábados y que, a cambio, recibía cinco dólares. Pero las palabras de Mateo se convirtieron en un murmullo cuando se volvió y continuó leyendo. Se humedeció los labios. El corazón le latía con tal fuerza que lo oía retumbar en sus oídos. Para justificarse por leer el diario íntimo de Pedro, se dijo que, si lo escribía en Internet, estaba disponible para todo aquél que quisiera leerlo. La excusa le bastó y continuó leyendo: "A veces es el estómago, otras la garganta o la cabeza. Sé que para sus terapeutas no es más que un síntoma de que necesita seguir una terapia más intensiva, pero estamos en invierno y es lógico que se enfríe, así que puede que me esté preocupando más de lo necesario. Si quieres que te diga la verdad, creo que sé cómo se siente. Ahora que he instalado mi taller en el jardín de casa porque todo el mundo me ha dichoque sería lo mejor para Mateo, y que no veo ni a mis amigos ni a mis colegas de trabajo para dedicarle a él toda mi atención, hay días en los que no tengo ganas ni de levantarme ni de ducharme, ni siquiera de hacerle el desayuno. Y la idea de salir a la calle me produce pánico. Pero cuando pienso en su carita de tristeza y en sus enormes ojos marrones, tan parecidos a los de su madre, y en aquel día tan importante hace un año en el que me pidió que no fuera a trabajar tan lejos, mi amor por él es más fuerte que cualquier otro sentimiento. Por él soy capaz de hacer cualquier cosa. Paso a paso".


Paula pestañeó. Diana era la hermosa mujer de la fotografía. Diana era la madre de Mateo, la mujer que había recibido una casa como regalo de boda. Y había muerto.


–¿Quieres que te enseñe mi columpio?


Paula dió media vuelta. Mateo estaba detrás de ella y la miraba con sus enormes ojos llenos de inocencia. Si hacía unos instantes había creído que el corazón le latía rápidamente, en aquel momento creyó que se le saldría del pecho. Le sudaban las manos y sintió que se le encendían las mejillas. De pronto se indignó consigo misma por leer el diario de James y decidió que el clima le estaba alterando.


–Claro que sí, Mateo –dijo, y tomándolo por los hombros le hizo girar hacia la puerta y le dió un pequeño empujón para que saliera, al tiempo que con la otra mano, bajaba la tapa del ordenador–. Pero tendrás que darte prisa. Tengo que marcharme pronto.

Soy Tuya: Capítulo 9

 –Mi hermano vendió la casa hace tres años. Gonzalo Chaves. ¿La compraste tú?


–Papá le compró esta casa a mamá como regalo de boda –casi gritó Mateo, feliz de poder meterse de nuevo en la conversación.


Paula miró a Mateo y cuando volvió la vista hacia Pedro sintió que sus ojos la atrapaban. Percibió un cambio en él, como si se perdiera en sus propios recuerdos, hasta el punto que el hombre con el que acababa de estar coqueteando prácticamente desapareció y ella tuvo que reprimir el impulso de alargar la mano hacia él para atraerlo de nuevo al presente.


–Ah –fue todo lo que Paula fue capaz de articular. 


Así que la mujer rubia no era una mera amiga, sino un miembro de honor de la familia Alfonso. La madre de Mateo. Y como regalo de boda había recibido una casa. Pero…


–Pero si la casa sólo se vendió hace… –cerró la boca demasiado tarde.


Iba a decir «hace tres años». Y aunque lo hubiera callado, era evidente lo que había estado a punto de decir. Mateo no era un bebé encargado durante una luna de miel. De pronto tuvo claro que compartía la misma base genética que la mujer de ojos marrones, lo que significaba que tal vez Mateo no era hijo natural de Pedro. Vió que un nervio palpitaba en la mejilla de Pedro y se dió cuenta de que estaba siguiendo sus razonamientos como si los estuviera expresando en alto. Paula se ruborizó. ¡Ella, la mujer dura e impasible, ruborizándose…! Él se irguió y tomando a Mateo por los hombros lo puso delante de sí, como un parapeto entre él y ella. El niño, inconsciente de la tensión que se había creado, la miró con expresión ingenua.


–Mateo, ¿Por qué no le enseñas tu nuevo columpio a Paula mientras yo preparo la limonada?


–Me parece una buena idea –dijo ella, dividida entre sentirse mortificada por haber perturbado a su anfitrión y el alivio de no hacer un recorrido por la casa.


Mateo le tomó la mano y tiró de ella. Mientras, Pedro puso unos vasos sobre una bandeja y un paquete de galletas.


–Primero te enseñaré el cobertizo de papá –dijo Mateo, aproximándose a una caseta pintada de blanco en el fondo de un jardín mucho más cuidado que el que Paula recordaba.


Mateo abrió la puerta y en su interior… Se ocultaba la cueva de Aladino. La luz del sol se filtraba por las ventanas, iluminando las partículas de serrín que flotaban en el aire y una magnífica colección de herramientas perfectamente alineadas en la pared opuesta. Una gran mesa de trabajo ocupaba el centro. Estaba vacía, pero tenía algunas manchas de pintura seca. Sobre un banco había unas gafas de trabajo y una lijadora que parecían haber sido abandonadas en medio de una tarea. A lo largo de la pared izquierda había trozos pulidos y troncos de madera sin desbastar.


–¿Qué hace aquí tu padre? –preguntó Paula llena de curiosidad.


–Armarios –dijo Mateo, abarcando la habitación con un gesto de la mano.


Paula pasó la mano por el banco y sintió su textura rugosa. En el extremo opuesto había un bulto tapado con una tela y no dudó en tirar de ella para ver qué ocultaba. Un suspiro de admiración escapó de sus labios cuando quedó al descubierto el mueble más maravilloso que había visto es su vida. Se trataba de un cambiador para un bebé; llegaba a la altura de la cintura, tenía cinco cajones y se sostenía sobre unas delicadas patas. El nombre, Lachlan, estaba grabado en el cajón superior, así como varios ositos y dibujos infantiles. El trabajo de artesanía era excepcional. Había seguido varios cursos de tallado en madera entre los muchos que tomaba durante su tiempo libre. Con mucha paciencia había realizado un cenicero a pesar de que ninguno de sus amigos fumaba, y le había llevado varios días darle forma, pulirlo y grabar sus iniciales. Pero la pieza que tenía delante pertenecía a otra categoría. Cada trozo de madera había sido elegido cuidadosamente de acuerdo al color y a la veta, de manera que unas partes encajaran en otras para formar un todo armónico. Era una obra exquisita. El trabajo de alguien con paciencia e imaginación. Había considerado a Pedro Alfonso un simple trabajador, pero se había equivocado. Era un creador, un artista.

jueves, 15 de abril de 2021

Soy Tuya: Capítulo 8

 Tomó un trozo de algodón.


–¡Auuu! –exclamó Mateo antes de que Paula llegara a acercarle el algodón.


–Me estás haciendo sentir como un monstruo, Mateo.


–Leonardo ha hecho un cursillo de primeros auxilios porque antes era conductor de ambulancias –dijo Mateo, abriendo mucho los ojos–. ¿Tú por qué lo has hecho?


–Porque soy jefa de vuelo de MaxAir, la compañía de los aviones azul claro, así que tengo que poder atender a cualquier pasajero que se ponga enfermo durante el viaje. ¿Sabías que en los primeros vuelos, las azafatas eran enfermeras? –al ver que a Mateo su experiencia no le impresionaba nada comparada con la de Leonardo, decidió utilizar otra táctica–. Si te hace sentir mejor, te diré que he hecho otros muchos cursos.


–¿De qué?


–De fontanería, de defensa personal; además tengo el título de submarinista y puedo hablar cuatro lenguas.


–¿Cuatro? –preguntó Mateo con admiración.


–Sí. Mis padres eran italianos, así que aprendí italiano antes que inglés. Además puedo hablar alemán y francés –dijo.


Los ojos de Mateo estaban a punto de salirse de sus órbitas.


–¿Quieres que te enseñe a contar hasta diez en italiano? –preguntó Paula. Mateo asintió y ella, al tiempo que le pasaba el algodón empapado en agua comenzó–: Muy bien: uno… –le retiró la sangre y la gravilla con delicadeza mientras se esforzaba en que el niño se concentrara en sus labios y no en sus manos–. Due… –le secó la herida–. Tre… –abrió la botella de líquido antiséptico–. Quattro… –empapó un algodón con el líquido–. Cinque… – aplicó el algodón a la herida, que se tiñó de marrón–. Sei… –Paula cerró la botella–. Sette… –cortó un trozo de venda–. Otto… –la colocó sobre la herida–. Nove… –alisó la venda con cuidado para asegurarla en su sitio–. ¡Dieci! ¡Ya está! ¿Puedes decirlos todos seguidos?


Mateo sacudió la cabeza.


–No, ¿Puedes repetirlos?


Paula lo hizo y Mateo los repitió tras ella. Cuando iban por la mitad, ella sintió un cosquilleo en la nuca y supo que Pedro la estaba observando. Al mirarlo por el rabillo del ojo, él le dedicó una sonrisa más cálida que todas las anteriores, y sintió un absurdo bienestar. Tardó unos segundos en darse cuenta de que se había quedado mirando a Pedro el tiempo suficiente como para haber descubierto que sus plateadaspupilas estaban rodeadas de un círculo azul. Él tragó saliva y la nuez se movió en su garganta. Por la forma en que la miraba, Siena tuvo la certeza de que también él habría podido describir sus ojos con exactitud.


–¡Enséñame otro idioma! –pidió Mateo, rompiendo con sus palabras el hechizo por el que Pedro y Paula no podían dejar de mirarse.


–En otro momento –dijo Pedro, tomándole la mano y haciéndole levantarse–. No sé ustedes, pero ahora mismo yo estoy deseando beber algo fresco.


Y por el tono de su voz, Paula tuvo la seguridad de que, de no haber estado Pedro presente, él hubiera optado por un gin tonic en lugar de una limonada.


–¿Me dejas que te tiente? –añadió él.


Paula se levantó y metió las manos en los bolsillos de los vaqueros. Aún sabiendo que James se refería a algo tan inocente como un refresco, no pudo evitar pensar en el doble sentido que aquella misma pregunta hubiera tenido en otras circunstancias.


–¿Con una limonada? –dijo, finalmente–. Claro que sí.


–¡Hurra! –exclamó Mateo–. Quiero enseñarte mi dormitorio.


Y, automáticamente, Paula se quedó paralizada.



-No sé, Mateo –dijo Paula, dando un paso atrás tanto física como mentalmente.


Sin darle tiempo a reaccionar, Mateo le tomó la mano.


–Tengo un ordenador nuevo con juegos y canciones –sus ojos brillaban llenos de entusiasmo.


Paula sabía cómo actuar con un niño en medio de una pataleta, ella misma había sido una niña gritona, pero no sabía qué hacer con un niño de mirada inocente a punto de echarse a llorar. El que hubiera sentido compasión durante el vuelo por Bruno y en ese momento tuviera aquel sentimiento hacia Mateo contradecía a aquellos compañeros de trabajo que la acusaban de no tener corazón.


–¿Sabes qué? –dijo, con cara de angustia–, preferiría ver el jardín. He venido hasta aquí porque cuando era pequeña vivía en esta casa.


–¿De verdad? –Mateo la miró sorprendido.


–Así es. El jardín era mi sitio favorito. Teníamos un columpio y una alberca. Una de las estacas de la valla siempre se salía y yo solía colarme porel hueco que dejaba libre.


–¡Ya sé a cuál te refieres! Papá la arregló cuando vinimos. ¡Qué divertido! ¿En qué cuarto dormías?


–Yo diría que en el de delante –intervino Pedro.


Paula se volvió hacia él y asintió.


–¿Cómo lo has adivinado?


–Me llevó al menos una semana tapar los agujeros de chinchetas que agujereaban las paredes.


Paula sonrió.


–Estaba loca por algunos grupos de música grunge y cubría las paredes con sus fotografías.


–¿Y sigues oyendo la misma música?


–Ahora tengo gustos más… adultos.


–¿Jazz, blues?


-No: La realidad.


La carcajada que soltó Pedro envolvió a Paula como una ola refrescante enuna tarde calurosa, y en su interior sintió un golpe de calor. No tuvo ningún problema en identificar aquella emoción: era la que sentía cuando estaba coqueteando y pasándolo bien con un hombre. Pero había un niño y una mujer a la que tener en cuenta, así como un traje que necesitaba urgentemente pasar por la tintorería. Cambió de tema.


Soy Tuya: Capítulo 7

 –Mira tú por dónde… –se oyó decir en voz alta. Mientras que el sosegado Pedro de sonrisa tibia resultaba atractivo, el Pedro Hombre de Acción era de un guapo espectacular.


Paula tragó con dificultad. El mero hecho de que se le pasaran esas ideas por la cabeza respecto a un hombre con un hijo le bastaba para saber que debía marcharse de aquella casa en aquel mismo instante. Justo cuando tomaba el bolso y daba media vuelta, descubrió la fotografía de una mujer escondida entre todas las de Pedro y Mateo. La miró de cerca. El sol iluminaba su cabello denso y rubio. Su encantadora sonrisa dejaba al descubierto una dentadura perfecta. Sus ojos castaños dirigían una mirada ensoñadora a la persona que estaba tras la cámara.


–¿Paula? –llegó la voz de Pedro.


–¡Voy! –dijo ella, alzando la voz al tiempo que dejaba la fotografía sobre elpiano.


–¡Estamos aquí! –replicó él.


Paula siguió el sonido de su voz y los encontró en un luminoso cuarto de baño que en el pasado había sido el cuarto de la plancha. Mateo estaba sentado sobre la tapa del váter mientras Pedro rebuscaba en un armario. Y aunque sobre el piano de aquel hombre había la fotografía de una mujer rubia, y a pesar de que había estado a punto de atropellar a su hijo y que tenía cosas que hacer, y que no era asunto suyo, lo cierto fue que no pudo evitar la tentación de encontrar similitudes entre el Pedro del presente y el que había descubierto en las fotografías. Él alzó la mirada y al ver que lo observaba, entornó los ojos con suspicacia. Ella tuvo que pestañear para apartar la mirada y concentrarse en el trabajo que debía cumplir. Al lado de Pedro, sobre un banco, había todo un muestrario de cremas, lociones antisépticas y vendas.


–¿Están preparados para una explosión nuclear? –exclamó, sorprendida.


–No creo que en esta parte del mundo corramos riesgo de ser atacados por misiles –replicó él, en el mismo tono sarcástico.


Como a Paula le gustaban ese tipo de juegos, sintió un cosquilleo en el estómago.


–Entonces, ¿A qué se debe que tengas un botiquín personal tan bien equipado?


–Soy una persona muy meticulosa, ¿tienes algo que objetar?


–Sólo era una observación.


Pedro frunció el ceño levemente y sus labios se curvaron en una media sonrisa al tiempo que pestañeaba con lentitud. En ese instante, Paula intuyó que el juego empezaba.


–¿Y qué más has observado? –preguntó él, apoyando la cadera en la pared y un musculoso brazo sobre la puerta del mueble en actitud relajada.


Paula prefirió no correr el riesgo de mirarlo y se concentró en la mirada inocente y triste que le dedicaba Mateo.


–Por ejemplo, que siempre son los que tienen pinta de más fuertes los primeros que se desmayan ante la vista de sangre. ¿Piensas quedarte ahí todo el día o vas a dejarme pasar para que haga mi trabajo?


Dió un suave golpe con el hombro a Pedro y él se desplazó obedientemente hacia el lado opuesto. Paula tomó una botella de líquido marrón que era el preferido de Gonzalo cuando ella, la pequeña marimacho, volvía a casa llorando después de pelearse con los chicos del barrio. Sintió que la temperatura se elevaba cuando Pedro se sentó en el borde de la bañera para observarla.


–Espero que no salten las alarmas si se me cae una gota de líquido sobre este suelo tan blanco –bromeó ella, sin mirarlo a la cara.


–No te preocupes –dijo él–. Tenemos una asistenta.


–Así que tenemos, ¿Eh? –dijo ella, haciendo una mueca divertida a Mateo. El niño le sonrió con complicidad, y Paula tuvo de nuevo la extraña sensación de añoranza que había sentido unos minutos antes.


–Se llama Leonardo –explicó Mateo–. Viene casi todos los días. Pasa el aspirador, limpia el jardín y pone el lavavajillas.


–¿El lavavajillas? –repitió Paula, mirando a Pedro de soslayo–. ¡Caramba, caramba, ese Leonardo es una joya!


Le sorprendió descubrir que Pedro no había dejado de sonreír y retiró la mirada al instante.


–¡Y también viene a buscarme al colegio! –añadió Mateo, completamente ajeno a la tensión sexual que cargaba el aire de electricidad–. Y algunos días, si papá tiene trabajo que hacer o está visitando a clientes, se queda a cuidarme.


–Comprendo –dijo Paula, aunque en realidad no comprendía nada y se preguntaba qué hacía la mujer del brillante cabello rubio cuando Pedro estaba ocupado o visitaba a sus clientes.


Pero ése era un tema que no debía preocuparle. Se sentía mucho mejor de lo que nunca hubiera imaginado dentro de la casa que había constituido el infierno de su infancia, así que no debía tentar a la suerte.

Soy Tuya: Capítulo 6

Sacudió la cabeza. Por más que estuviera pasando un mal trago, no tenía sentido que tratara de distraerse con la anatomía de aquel hombre. Y menos, tratándose de un padre. Además, era la antítesis de los hombres que conocía y hacia los que se sentía atraída. A ella le gustaba que llevaran traje y fueran bien afeitados; solteros con tiempo, dinero y ambición que sabían lo que querían y luchaban por ello. Hombres parecidos a ella. Si no se equivocaba, y raramente lo hacía, aquel hombre debía ser un trabajador manual, tal y como demostraban sus ásperas manos. Pero eso era todo lo que, extrañamente, había logrado intuir. Por algún motivo, aquel hombre se rodeaba de una sólida muralla para evitar que los desconocidos pudieran ver más allá de su media sonrisa. Aun así, había algo innegable: estaba cubierto de serrín, era excesivamente formal y vivía en Cairns. Así que no tenía ningún interés para ella. Pertenecía a un territorio ajeno y desconocido.


Al llegar a la puerta, Pedro se quitó las botas y dejó al descubierto unos calcetines con agujeros en ambos pies. Mateo se apoyó en el marco e, imitando los movimientos de su padre con absoluta precisión, hizo lo mismo con sus deportivas. La tierna escena conmovió a Paula con una intensidad aún mayor que la que le causaba entrar en la casa de su infancia, y un sentimiento nuevo, de una extraordinaria profundidad, estalló en su interior. Se parecía mucho a la añoranza, pero ésa era una emoción vedada a la mujer centrada, cosmopolita e independiente en la que se había convertido. Debía tratarse de una variedad de náusea. Después de todo, acababa de sufrir un accidente de coche, lo que también justificaba que le temblaran las rodillas y que, al mirar el cuello de un desconocido, sintiera una peculiar sensación en las entrañas. Cuando se detuvo en el umbral de la puerta, el hombre objeto de su atención le dedicó la misma media sonrisa que ya había mostrado con anterioridad. A tan corta distancia, se veía con claridad que no era una sonrisa espontánea, sino más bien fría y distante. Ni siquiera llegaba a iluminar sus ojos grises.


–Papá –Mateo tiró de la manga de Pedro y la sonrisa de éste adquirió una genuina dulzura. 


Sus ojos se iluminaron, adquiriendo tonalidades azuladas, y se le formó un hoyuelo en la mejilla derecha. De pronto Paula pensó que era alguien en quien se podía confiar.


–Adelante. No mordemos –dijo Pedro, compartiendo con ella la afectuosa sonrisa que había dedicado a su hijo.


Luego se volvió y siguió a Mateo al interior, dejando la puerta abierta para que Paula entrara. Ella pensó que no tenía más remedio que seguir adelante. No quería sentirse en deuda con aquel hombre por haber estado a punto de atropellar a su hijo. Sobre todo culpable. La culpabilidad era un sentimiento familiar para ella del que sabía que uno nunca llegaba a librarse. Si era capaz de confiscar teléfonos móviles de altos mandos militares, ordenar a jeques que se sentaran y callaran, y enseñar a futbolistas multimillonarios a usar las bolsas para vomitar, debía ser capaz de entrar en la casa. Con ademán decidido se quitó las botas rojas de Jimmy Choos y rezó para que no pasara cerca ninguna mujer con gustos caros. Luego, entró y sus pies sintieron el contacto del frío suelo. En cuanto dió un par de pasos se dio cuenta de que la casa, que en el exterior permanecía idéntica, había sufrido una transformación radical en el interior. La casa que ella recordaba era oscura y estaba sobrecargada de estatuas italianas, viejos muebles y numerosas alfombras, mientras que la de Pedro Alfonso era tan luminosa como una tarde de verano. Las paredes color vainilla, una moqueta clara y una preciosa colección de delicadas sillas, mesas y muebles de madera, lograban el efecto de una gran amplitud. Gracias a la desaparición de algunas paredes, el espacio que ella recordaba como claustrofóbico había sido transformado en un lugar diáfano. Desde donde se encontraba, alcanzó a ver la cocina, de cuyo techo colgaban varios objetos de cobre, iluminada por varios tragaluces. También descubrió una galería acristalada que había sido añadida a la casa original, con un sofá de caña y numerosos almohadones. Al encontrarse sola, caminó mecánicamente hacia un piano que estaba en el mismo lugar en el que ella había tenido el suyo. Como el de ella, se había convertido en la superficie donde se exponían las fotografías enmarcadas de la familia.


Paula dejó el bolso sobre la tapa y se inclinó para mirarlas. El Pedro de la actualidad tenía el cabello castaño, corto y salpicado de canas, pero en una de las fotografías lo llevaba largo, vestía pantalones cortos y camiseta, y corría por una duna con Mateo al hombro. Ella suspiró al reconocer el paisaje de Palm Cove, el tranquilo pueblo en el que ella habría estado de no haberse dejado convencer por Gonzalo para que fuera a alojarse a su casa. Recorrió las demás fotografías con la mirada: Pedro pescando, saltando de aviones, enseñando a Mateo a patinar. Y en todas ellas, exhibía una amplia sonrisa, mejillas sonrosadas por el viento y una mirada chispeante en la que dominaba el azul sobre el gris.

Soy Tuya: Capítulo 5

 –Si Mateo dice que no le has dado es que no le has dado –dijo–. Además, nodebía haber salido a la carretera.


Ella sacudió la cabeza.


–Y yo debería haber sido más cuidadosa.


Miró hacia la casa con una expresión de inquietud que Pedro no llegó a entender teniendo en cuenta de que a Mateo no le había pasado nada. Ella tragó saliva antes de volver la vista hacia él. Pedro le sostuvo la mirada como si estuviera hipnotizado. Algo en ella le resultaba familiar. Tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada y dirigirla a su hijo.


–A ver qué te has hecho en el codo, compañero.


Mateo retorció el brazo para enseñarle el ensangrentado arañazo. Al ver la sangre, Pedro se alarmó. Los numerosos terapeutas que habían tratado a Mateo durante el último año habían coincidido en que debía protegerlo. Y acababa de fracasar.


–Quizá debiéramos ir a urgencias para asegurarnos.


En cuanto aquellas palabras escaparon de su boca fue consciente de que eran completamente inadecuadas. Mateo abrió los ojos desmesuradamente y palideció. Pedro se maldijo. Hacía más de un año que ejercía en solitario de padre y seguía cometiendo errores imperdonables. La última ocasión en la que el niño había visto a su madre la transportaban un par de sonrientes conductores de ambulancia camino del hospital para realizarle unas pruebas. Y no había vuelto a verla. Se pasó la mano por el cabello.


–¿En qué estaba pensando? –dijo, poniéndose en cuclillas delante de su hijo–. Un poco de desinfectante y una venda serán suficiente, aunque puede que te pique un poco, ¿Crees que podrás soportarlo, compi?


Mateo asintió. El temor se borró de su rostro.


–Claro que puedo.


–Tengo un título en primeros auxilios –dijo una tímida voz a su espalda.


Pero se volvió y vio a Siena cambiando el peso de un pie al otro y frotándose las manos con tanta ansiedad que tenía los nudillos blancos.


–Puesto que la culpa ha sido mía –añadió ella, acercándose lo bastante como para que Pedro pudiera oler su perfume. Sutil. Caro. Deseable–, deja que te compense.


Los ojos de Paula lo aturdieron y, aunque sólo fuera durante unos segundos, por primera vez en mucho tiempo no sintió ni tristeza, ni dolor, ni amargura. Sólo pensó en el espectacular color de los ojos de ella. Se pasó la mano por la frente y no le sorprendió encontrar una gotitas de sudor que no tenían nada que ver con el calor de Cairns, al que estaba acostumbrado, sino con la presencia de aquella mujer. Por temor a que sufriera un ataque de ansiedad y consciente de que no podía ir a ninguna parte dado el estado en el que había quedado el coche, Pedro decidió aceptar su oferta.


–Entremos en casa. A los tres nos sentará bien una limonada.


Pedro rodeó los hombros de Mateo con un brazo y con la otra mano condujo la bicicleta, sin saber muy bien cómo ni por qué acababa de invitar a una total desconocida a su casa, cuando hacía meses que ni siquiera sus mejores amigos traspasaban aquella puerta. 


Paula corrió hacia el coche, sacó el bolso y cerró la puerta. Luego se encontró siguiendo a un extraño y a su hijo al interior del número catorce de Apple Tree Drive. Sólo el estado de shock en el que le había dejado el accidente justificaba que estuviera dispuesta a volver a entrar en aquella casa. Lo lógico sería quedarse esperando en el coche mientras aquel hombre llamaba una grúa. Tenía cosas que hacer. En el maletero del coche se estropeaba su traje de Dolce y Gabbana. Podía llamar a Rafael y pedirle que la recogiera. Llegaría antes que cualquier taxi. Pero en lugar de eso y sin saber por qué, estaba siguiendo a aquel hombre hacia su casa… Su propia casa, para tomar una limonada, cuando lo que verdaderamente necesitaba era un gin tonic. Desvió la mirada del porche que su padre había cementado cuando ella tenía nueve años y de las contraventanas negras que había roto en un par de ocasiones intentando escapar después del toque de queda, y se concentró en la arrugada camiseta negra que avanzaba delante de ella sobre unos anchos hombros, en el vello de unos brazos musculosos y en los desgarrados bolsillos de unos gastados vaqueros, amoldados a la línea de unas largas piernas. Cuando pasaron junto al rosal favorito de su padre, que ella había desflorado un día para llenar la bandeja del desayuno de su padre con rosas, se concentró en la nuca y el moreno cuello de James, en el que descubrió unas atractivas arruguitas.

martes, 13 de abril de 2021

Soy Tuya: Capítulo 4

Pedro estaba seguro de haber oído un chirrido de ruedas. Apagó la lijadora eléctrica y se quitó las gafas protectoras para escuchar con atención, pero sólo le llegaron los ruidos característicos de un barrio residencial: la ropa tendida sacudida por la brisa tropical, los pájaros peleando por algunas migajas, un alumno de piano practicando escalas… Debía haberlo imaginado. Iba a colocarse las gafas cuando oyó la puerta de un coche delante de su casa y salió a toda velocidad. Lo primero que vió fue un coche montado sobre la acera, con la puerta del conductor abierta, el guardabarros delantero empotrado en un árbol y un hilo de humo formando una espiral sobre el capó. Lo segundo, fue la bicicleta de Mateo en el suelo, detrás del coche. Y la imagen lo atravesó como un puñal. Si a Mateo le había pasado algo… Avanzó precipitadamente hasta que vio lo bastante como para tranquilizarse: Mateo estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada en la parte delantera del coche hablando animadamente con una mujer que, agachada delante de él, le recorría las piernas y los brazos con manos nerviosas. Se trataba de una mujer joven y delgada, con una corta melena rizada. Al inclinarse hacia delante, la camiseta que llevaba dejaba al descubierto una franja amplia de piel cetrina que Pedro no pudo evitar observar con una curiosidad que le desconcertó. Se paró en seco y sus botas crujieron sobre la gravilla. Mateo volvió la cabeza y lo miró con sus grandes ojos castaños. Como si sólo al tener a Pedro de testigo se diera cuenta de lo que acababa de sucederle, se echó a llorar.


–¡Papá! –lo llamó con voz quebradiza.


–Ya estoy aquí –dijo Pedro, avanzando hacia él mientras se repetía: «Paso a paso», un mantra que le había proporcionado alguno de los muchos terapeutas que había visitado y que parecía adecuado para aquella ocasión. Llegó hasta su hijo con aprensión, consciente de que no sabría cómo reaccionaría si estaba sangrando o si se había roto algún hueso–. ¿Estás bien, compañero? 


Mateo asintió con la cabeza y se puso en pie.


–Perfectamente. Me he raspado el brazo pero, como le he dicho a Paula, casi no me duele.


Pedro se volvió hacia la mujer que a su vez lo miraba con unos inmensos ojos verdes y expresión angustiada. También ella se incorporó, al tiempo que se frotaba las manos en unos vaqueros ceñidos y de cintura baja, y recuperaba el equilibrio sobre unos altísimos tacones que él consideró completamente inapropiados para conducir. Y aunque estuvo tentado de decírselo y convertir el miedo que acababa de pasar en ira hacia ella, la expresión de vergüenza y mortificación que vio en su rostro le hizo cambiar de idea.


–Soy Paula Chaves–dijo con voz cantarina, al tiempo que le tendía la mano.


–Pedro Alfonso–dijo él, estrechándosela. Tenía una mano suave y delicada, y por primera vez en su vida James se avergonzó de sus manos ásperas y toscas.


Ambos retiraron la mano rápidamente. Ella llevó la suya al bolsillo trasero del pantalón y Pedro se fijó en una franja de vientre plano y moreno que quedó al descubierto. Instintivamente alzó la mirada y se encontró con sus impactantes ojos verdes. No era fácil decidir dónde mirar.


–Éste es mi coche –dijo la mujer. Tras una pausa añadió–: Bueno, es de mi hermano. Gracias a Dios, iba muy despacio, pero no he visto a Mateo hasta que se me ha echado encima y, al frenar bruscamente, el coche se ha deslizado. Menos mal que no le he dado –se volvió hacia Mateo con cara de preocupación–. ¿Estás seguro de que ni te he tocado?


El niño la miró y movió la cabeza afirmativamente y Pedro se dió cuenta de que estaba tan fascinado con ella como él.


–¡Menos mal! –dijo ella, aliviada–. Como es lógico, pagaré cualquier reparación que tengas que hacer.


Pedro miró a Mateo y vió que había dejado de llorar, aunque seguía sujetándose el codo con fuerza. Aun así, de los dos implicados en el accidente, parecía evidente que ella estaba más conmocionada que el niño. Sonrió a la mujer como muestra de que aceptaba sus disculpas y cuando ella le devolvió la sonrisa, pensó que sus ojos tenían el color esmeralda de las aguas de Green Island. Desconcertado por sus propios pensamientos, tomó la bicicleta y se la apoyó en la cadera para erigir una barrera entre él y aquella encantadora desconocida..

Soy Tuya: Capítulo 3

 –Tienes que quedarte en nuestra casa –afirmó él vehementemente–. Tamara preparará el cuarto de invitados.


Paula pensó en la lujosa suite que Maximilliano había reservado para ella en el Novotel en la magnífica playa de Palm Cove, y la comparó con la camita y las recriminaciones que, con toda seguridad, la esperaban en la casa de los Chaves. Era una difícil decisión.


–Vamos –insistió Gonzalo–. Quédate con nosotros. Por favor. Ya es hora de que conozcas a tus sobrinos y a tu sobrina.


Paula se pasó la mano por la frente. Era la primera vez que oía pedir a su hermano algo por favor. La primera. La tenía más acostumbrada a expresiones del tipo: «Haz esto. Sé de tal manera. Uno de estos días vas a hacer que papá sufra un ataque al corazón…»


–Está bien –dijo con un nudo de emoción en la garganta–, pero sólo por un par de días. La reunión que tengo es muy importante…


–Piccolo, poco, será mejor que nada –Paula asintió a pesar de que Gonzalo no podía verla–. ¿Tienes nuestras nuevas señas?


A Paula le avergonzó darse cuenta de que no tenía ni idea de dónde vivía su hermano. Sabía que habían vendido la casa familiar hacía unos años. La mitad que le correspondía seguía depositada en el banco. No la había tocado ni tenía intención de hacerlo. Lo cierto era que no sabía adónde se habían mudado Gonzalo y su familia.


–Será mejor que me las des –dijo, al tiempo que sacaba del bolso su agenda electrónica.


Gonzalo le dictó una dirección en una zona que a Paula ni siquiera le sonaba. Claro que, dado que hacía siete años que no vivía en la ciudad, tampoco era de extrañar.


–Tamara y yo vamos a llevar a los niños a pasar el día a casa de sus padres y luego tenemos que ir a trabajar, pero te dejaremos una llave debajo del felpudo. Siéntete como en tu propia casa.


Su propia casa. Aquellas palabras volvieron a hacer que ella sintiera una opresión en el pecho al mismo tiempo que su mente invocaba imágenes de la vieja casa familiar.


–¿Nos vemos esta noche? –preguntó Gonzalo.


–Hasta la noche –Paula colgó y vió que Rafael, que la había estado observando a cierta distancia, se aproximaba a ella al instante.


–¿Vamos directos a Palm Cove, señorita Chaves?


–No, Rafael, cambio de planes. No vamos a Palm Cove.


–Pero Maximilliano…


–Si es un inconveniente, puedo tomar un taxi –dijo Paula, mirándolo fijamente. 


Estaba segura de que Rafael guardaba secretos que prefería noconocer, pero tenía la certeza de que una de sus prioridades era satisfacer los deseos de los invitados de Max. Rafael alzó una de sus grises cejas como si se cuestionara hasta qué punto Paula podía llegar a ser testaruda. Ella le sonrió. No sabía ser de otra manera.


Una hora más tarde, Paula y Rafael quedaban para el día siguiente. Luego, Rafael se marchó no sin antes entregarle su tarjeta por si requería sus servicios. La casa de Gonzalo era, tal y como Paula la había imaginado, una casa nueva con las paredes recién pintadas, y una peculiar mezcla de muebles antiguos procedentes de la casa familiar y modernas piezas de Ikea. En al aire flotaba un aroma a salsa de tomate y pasta. El viejo piano, con sus teclas amarilleadas por el paso del tiempo le hizo recordar los tiempos en los que Gonzalo la obligaba a practicar cada noche mientras sus amigas iban al centro comercial o al cine. Subió lentamente las escaleras y entró con su maleta en la que dedujo era la habitación de invitados. Allí encontró un juego de llaves y una nota: Éstas son las llaves del coche verde. La cena es a las siete. Se puso una camiseta negra sin mangas y unos vaqueros, y buscó una tintorería en las Páginas Amarillas. A continuación, tomó el traje manchado de refresco y las llaves del coche. No quería molestar a Rufus para ir a hacer un recado, menos cuando ni siquiera tenía claro si el chófer le caía bien o le daba miedo. El inocuo «Coche verde» de la nota resultó ser un magnífico vehículo familiar en perfecto estado, tan limpio e inmaculado que pensó que apenas debían haberlo usado. Hacía un día espléndido, como lo eran todos los días en Cairns, un prestigioso destino turístico situado al borde del magnífico arrecife Great Barrier, una de las siete maravillas del mundo natural. Un paraíso. Al menos para algunos. Para otros, el aire caliente y húmedo resultaba asfixiante. Encendió el aire acondicionado y respiró con alivio al notar que el coche olía menos a pasado y más como el interior de un avión.


Al cabo de unos cinco minutos, llegó a una intersección con una tienda de antigüedades en una esquina y una heladería en la otra, que le produjo una peculiar sensación de familiaridad. Ignorando las indicaciones del GPS, tomóuna calle a la derecha bordeada de grandes árboles. La quietud del lugar fue adueñándose de ella según avanzaba por las sinuosas calles con encantadoras casas de tejado a dos aguas, contraventanas de madera, porches delanteros y jardines de césped inmaculado. Súbitamente, la sensación de familiaridad se convirtió en un aguijón en su conciencia. Aquélla era su calle. La casa en la que había vivido los primeros dieciocho años de su vida. El hogar en el que había crecido como la pequeña de la familia, con un hermano autoritario y un padre ausente… Recorrió la calle lentamente. Desde una de las casas le llegó el sonido de un piano y sintió que la cabeza le daba vueltas. Para distraerse, se concentró en leer los números de las casas en los buzones. Y de pronto, la encontró: el número catorce de Apple Tree Drive. Hasta el nombre invocaba una imagen de perfección. Pero ella sabía bien que las vidas que se ocultaban tras aquellas fachadas distaban mucho de ser perfectas. Paula creyó percibir un movimiento y, alzando la vista, vió a un niño entrar en la calle en bicicleta. Dejó escapar una maldición y pisó el freno a fondo. El coche reculó. Ella se asió al volante con todas sus fuerzas, pero no logró dominarlo. Las ruedas se bloquearon y el vehículo se deslizó lateralmente hasta que se montó sobre la acera. En medio de un ensordecedor ruido de metal y goma, se detuvo al chocar con un árbol centenario. El aire olía a rueda quemada. Paula tenía la respiración entrecortada y el corazón le latía en los oídos. De pronto recordó al niño en bicicleta. Miró por el parabrisas.Nada. Miró por la ventanilla, luego giró la cabeza. No consiguió ver ni al niño ni a la bicicleta.