Volver al hotel era un trance por el que Pedro no había creído tener que pasar y la experiencia no lo puso de buen humor. Le recordaba demasiado las persecuciones que había tenido que soportar después de divorciarse de Jimena. Sin consultarlo, Paula había designado que un escolta lo acompañara, aunque Pedro le había asegurado al hombre que él podía cuidar de sí mismo. Pero en aquel momento, se alegraba de contar con su ayuda para abrirse paso entre la multitud de fotógrafos y periodistas que lo esperaban en el vestíbulo. Quedarse en la villa de Paula hubiera resuelto ese problema, pero ella prácticamente lo había echado. Su repentina notoriedad había mejorado mucho el servicio. En su habitación encontró una cesta con frutas y el director del hotel lo llamó para decir que podía pedirle cualquier cosa. Así debía vivir Paula todos los días. Pensar en ella hizo que su mal humor se disipara. La había llamado valiente, pero no le había dicho cuánto admiraba que hubiera seguido hasta el final a pesar de tener un esguince en el tobillo. Por supuesto, también le habría gustado retorcerle su precioso cuello. Podría haberse roto el tobillo, o algo peor: podría haberse matado.
Pedro se dejó caer sobre una silla con las manos en la cara. Su frente se cubrió de un sudor frío cuando la imaginó inerte, en el suelo: ¿Desde cuándo le importaba tanto?, se preguntó. Desde que se habían despertado juntos en la cabaña, se dijo. Sentir el delicado cuerpo de ella pegado al suyo había despertado algo más profundo que sus hormonas, algo que él había intentado evitar. ¿El amor? No sabía cómo llamarlo, pero quería despertarse a su lado todos los días de su vida. Ella era tan guapa, tendrían unos hijos preciosos... Pedro sonrió. ¿Y si los niños se parecían a él? Pero eso no iba a pasar. El compromiso solo era una treta para proteger su reputación. Cuando había sugerido que cenaran juntos, ella le había recordado inmediatamente cuál era su sitio. Encantada de usarlo cuando le hacía falta, como Jimena, y olvidarse después. No, ella no era como Jimena. Paula no usaba a la gente. Había sido él quien había inventado la historia del compromiso. Pero además, cuando el príncipe Gonzalo le había preguntado si lo amaba... Ella había dicho que sí. Y, a esas alturas, sabía que Paula no era una mentirosa. Su corazón empezó a latir con fuerza. ¿Podría Paula sentir lo mismo que él? Eso daba igual. Aunque ella lo amase, seguía siendo una princesa. Eran incompatibles. Él había salido de la nada, mientras Paula había, nacido en una cuna de oro. Cuando la atracción física que había entre ellos se terminara, ¿qué quedaría? No podía verse a sí mismo como un consorte, un acompañante para los actos oficiales. ¿Cuánto tiempo tardaría en encontrar a alguien más afín? Pedro tenía que enfrentarse con la realidad. Una relación entre Paula Chaves y él era absolutamente imposible.
-¿Cómo está hoy la paciente? -escuchó la voz de su hermano Leandro.
Paula levantó la cara de los papeles que estaba firmando. Después del anuncio del compromiso, habían llegado cientos de felicitaciones, sobre todo de las familias reales europeas, y sus ayudantes se encargaban de redactar cartas de agradecimiento que ella debía firmar personalmente.
-Impaciente -sonrió ella, abrazándolo.
-Al menos ahora puedes caminar -sonrió Leandro, sentándose a su lado bajo la sombrilla-. Espero que no estés yendo demasiado aprisa.
Paula se colocó las gafas de sol sobre la cabeza.
-El doctor Pascale ha dicho que estoy bien.
-No me refería al tobillo. Me refería al compromiso.
-Supongo que pensarás que estoy loca, como Gonzalo.
-Todos estamos un poco locos, incluido Gonzalo. Todo estaba en contra de su boda con Candela, pero ha salido bien.
-¿Y qué pasó contigo y Micaela?
-Me enamoré de ella el primer día y decidí no renunciar al amor - suspiró su hermano-. Me alegro de que tú hayas aprendido la lección.
-Es lo único bueno de ser la hermana pequeña -sonrió Paula.
-No nos culpes por querer protegerte. Si nuestros padres hubieran vivido, habría sido diferente. Su muerte nos recordó lo frágil que es la vida y lo importante que era mantenemos unidos.
-Lo sé -dijo Paula.
-Tengo que irme, pero volveré a la hora de comer -dijo Leandro entonces-. Le he pedido a Alfonso que venga y comeremos los tres juntos. Espero que no te moleste -añadió. Paula negó con la cabeza-. Si es el hombre de tu vida, tienes mi bendición. Y la de Gonzalo.
-Gracias -murmuró ella, con un nudo en la garganta.
Durante aquella semana, Pedro solo había ido a visitarla para mantener la ficción del compromiso, pero su actitud era muy fría.
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