Sabía lo mal que lo había pasado su hermano en su primer matrimonio. Según sus leyes, si el destino no hubiera querido lo contrario, Gonzalo podría haber vivido en aquel infierno para siempre. Él se había negado en rotundo a legalizar el divorcio. Por eso, Pedro estaba preocupado. Sabía que tenía que casarse, pero quería que fuera según sus condiciones. Cuando se casara con Carla, sería con la aceptación de que no había cabida en su corazón para ella. Ni en ese momento ni nunca. Él se encargaría de que nunca le faltara nada y ella le daría todos los herederos que requería su posición, pero su vida seguiría siendo suya. Cuando lo había ideado, el plan le había parecido ideal, pero empezaba a sentirse confuso. Siempre había sabido cuál era su posición ante la vida y, de repente, aquello había cambiado sin que él se hubiera dado cuenta. Se rió para sus adentros. Había sido en el preciso instante en el que había visto a Carla andando hacia la limusina en el aeropuerto. Su gracia y su belleza le habían dejado sin habla. No creía que fuera a ser tan dulce y adorable como era. No sabía qué hacer. La deseaba con pasión. Solo pensar en lo que vendría tras la boda, hizo que sintiera un tremendo calor y tuviera que apartarse del tanque. La volvió a mirar. Estaba siguiendo muy interesada la explicación del director, que le estaba contando que todos los días, los buceadores se metían en los tanques para dar de comer a los peces grandes. Ella lo miraba con los ojos como platos y la preocupación reflejada en el rostro. Pensó que debía enseñarla a nadar entre tiburones, para que no tuviera miedo. No quería que tuviera miedo de nada y menos de él. No podía amarla, pero sí ofrecerle su compañía y el hogar que siempre había querido.
-¿Alteza?
Aquello lo devolvió a la realidad. Lo estaban esperando para continuar la visita. Tenía mucho calor y le costaba respirar. No se lo explicaba, pues estaba en excelente forma física. Estaba seguro de que era la proximidad de Carla. Ella le sonrió y a él le dió un vuelco el corazón.
-El acuario es maravilloso, Pedro. Deberías estar orgulloso.
-Madre mía, cómo has cambiado -dijo sonriendo.
-¿Yo? ¿Por qué? -se alarmó Paula aunque estaba encantada.
-Cuando eras pequeña decías que los peces eran fríos y viscosos y que mirarlos te producía temblores.
-¿Cómo podía decir eso? Son preciosos. Sus colores me recuerdan al arco iris -contestó riendo un poco forzada.
Pedro pensó que parecía molesta cuando le recordaba cómo era de pequeña. Lo entendía. Entonces, era una persona que no solía pensar nunca en los sentimientos de los demás, prefería hacer las cosas a su manera y ganarse a los demás con zalamerías.
-Verás cuando veas los corales.
Entraron en una habitación con luz ultravioleta.
-Es impresionante -exclamó Paula.
Pedro había entrado en aquella sala muchas veces, pero verla con ella era como verla por primera vez. Se lanzó a explicarle los distintos tipos de coral y, tras unos minutos, se dio cuenta y enmudeció.
-Perdón, me he dejado llevar.
Paula le tocó el brazo, radiante, tan emocionada como él.
-No pasa nada, todos tenemos nuestras pasiones. Las mías son las flores.
Demasiado tarde, había hablado como Paula. Por suerte, Pedro no se había dado cuenta.
-Bueno, pero prométeme que, si vuelvo a aburrirte con mis explicaciones, me lo dices.
-No me aburres y no creo que lo hagas -rió Paula.
Era cierto. Pedro le contagiaba su entusiasmo, ya fuera hablando de su pueblo o del mundo submarino. Era un hombre al que no le importaba dejarse llevar por las emociones, algo extraño de ver. Era un hombre increíble. Había nacido en un entorno rico y privilegiado, pero él no se extralimitaba con nada. Cumplía con sus quehaceres oficiales, incluso daba de comer él personalmente a los tiburones. Paula no pudo evitar temblar, le preocupaba que corriera peligros. Lo miró. Él la estaba observando con curiosidad. ¿La habría visto temblar? Esperó que lo achacara al frío que allí hacía.
-¿Quieres que nos vayamos? -preguntó Pedro.
-Cuando tú quieras -contestó alegremente.
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