Su alteza real Pedro Alfonso no podía quitar los ojos de la revista que su hermano, el príncipe Gonzalo, le había dejado. En la portada, se veía a una modelo posando bajo el cielo de Manhattan, en la otra punta del mundo, a miles de kilómetros de la isla de Carramer, su reino. La modelo, Carla Chaves, tenía el pelo como un león, de color y forma, y una cara muy interesante. Sus ojos parecían los de un gato, eran de color ámbar y desafiaban al lector. El ayudante del Príncipe se dio cuenta de la preocupación de su jefe y continuó con sus labores. Pedro pensó que él debería de estar haciendo lo mismo. Como gobernador de la Isla de los Ángeles y Nuee, tenía muchas cosas que hacer, pero estaba traspuesto por la fotografía. El ayudante se paró en la mesa de su jefe y le dejó un montón de documentos para firmar.
-Es una mujer muy guapa, Alteza. ¿Quién es?
-La que algún día será mi esposa.
El hombre se quedó sorprendido. Estaba claro que se estaba preguntando cómo aquel príncipe, un ligón empedernido; uno de los solteros más codiciados del mundo, decidía de pronto tener una prometida que era una modelo estadounidense.
-¿Señor?
-Es muy largo de contar, Andrés. Te lo contaré algún día -contestó Pedro suspirando.
Su ayudante se fue y Pedro se dispuso a firmar los documentos, pero su mano se paralizó al recordar un soleado día de hacía quince años. El antropólogo americano Miguel Chaves vivió una temporada con sus dos hijas gemelas, Carla y Paula, en casa de la familia real en la isla de Celeste, la isla principal de Carramer. En los dos años que estuvo allí, el doctor Chaves quedó maravillado por las antiguas ceremonias, sobre todo por una en la que la hija mayor de una familia quedaba prometida al hijo de la familia real. Al monarca siempre le había interesado la historia y le había encargado al doctor Chaves que estudiara la historia del pueblo mayat. A Leandro no le sorprendió que su padre accediera a la petición del doctor de representar unos desposorios entre su hija y uno de los príncipes. Lo que sí le pilló por sorpresa fue que lo eligieran a él.
-¿No tendría que ser Gonzalo? El es el mayor. Yo solo tengo trece años - le dijo a su padre cuando este le contó las intenciones del antropólogo.
-Él tiene que estudiar para unos exámenes muy importantes. Sus estudios son lo primero. Además, creí que te gustaba Carla Chaves.
-Me gusta más Paula. Es divertida y le agra dan las mismas cosas que a mí, pero no me quiero casar con ninguna de las dos. Son niñas.
-Normalmente uno se casa con una mujer -rió su padre-. Está decidido. Se celebrará la ceremonia -añadió serio.
Pedro sabía que, cuando su padre empleaba aquel tono «real» suyo, era mejor no discutir.
-No es de verdad, ¿No? No estaré de verdad casado con Carla, ¿No?
-Por supuesto que no. Unos desposorios no son lo mismo que una boda.
Lo que no le contó fue que los desposorios implicaban la promesa de una boda y Leandro era demasiado joven para preguntar nada más. Durante los días siguientes se dedicó a aprenderse el ritual y lo que tenía que decir. Cuando llegó el momento, se encontró vestido con unos ridículos pantalones apretados, un chaleco de cuero y una capa de plumas mayat sobre los hombros. Cuando salió hacia el toldo que habían puesto mirando al océano, se sintió inseguro y ver a Carla, de once años, esperándole no le sirvió para tranquilizarse. Ella llevaba una túnica blanca y una guirnalda de flores silvestres sobre la cabeza. A pesar de lo que le había dicho su padre, a él le pareció exactamente igual que una novia. Cuando ella lo vió, hizo un gesto y su padre la reprendió.
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