-Después de Australia, vivimos un tiempo en Vila, en Vanuatu, luego en un poblado cerca del río Sepik, en Papua Nueva Guinea y luego papá nos volvió a llevar a los Estados Unidos para que siguiéramos estudiando y decidimos instalarnos allí -dijo con un hilo de voz.
-Suena como si su estilo de vida ya hubiera sido toda una forma de educación.
-Mi padre quiso que siguiéramos estudiando por correspondencia estuviéramos donde estuviéramos, pero... -dejó la frase sin terminar.
-Ustedes hubiesen preferido un hogar y una vida más normal -sugirió Pedro con certeza.
-Me daban envidia los niños que nacían y crecían en el mismo lugar.
-Ellos sabían quiénes eran y tenían un hogar -contestó Paula.
-Ahora, tu hogar está aquí -apuntó Pedro con una decisión que le llegó a Paula al corazón. Por un momento, deseó... se lo quitó de la cabeza rápidamente. Era Carla la que debía de estar allí y lo que Paula deseara no tenía importancia.
-Pedro, tenemos que hablar de eso -dijo Paula desesperada.
-A su tiempo. Hemos llegado.
La limusina y las motos de escolta se pararon frente a un edificio que ella reconoció por la foto que Pedro le había enviado a Carla. Se encontraban junto a una puerta de columnas de mármol italiano que iba perfectamente con la piedra color coral de la que estaba hecho el palacio. Había buganvillas de vivos colores por todas partes, cítricos y palmeras, jardines, lagunas, fuentes y cascadas. Paula se sorprendió de la rapidez con la que los recuerdos acudieron a su mente. Paseó la mirada a su alrededor y vió la pista de tenis en la que todos habían jugado tantas veces, vió el camino que llevaba hasta el embarcadero donde seguro que todavía seguían amarrados un buen número de yates esperando a que alguien fuera a la Isla de los Ángeles, como habían hecho las dos familias tantas veces.
-Sentí lo de tus padres -dijo Paula.
-Fue todo un detalle por parte de tu padre enviar flores y llamar -dijo el Príncipe emocionado.
Ella le tocó la mano. Sus padres habían sido maravillosos y sintió mucho leer en una carta de Luciana que habían muerto en un ciclón que había asolado la isla hacía doce años.
-Tu padre decía que éramos sus pequeñas princesas -dijo nostálgica.
-Él decía que Gonzalo debía casarse con una de ustedes y yo con la otra.
-¿Con cuál debía casarse Gonzalo?
-Contigo, por supuesto, porque eres la mayor. Él creía que yo debía casarme con la pequeña.
-¿Y tú qué pensabas? -preguntó Paula recordando que aquella había sido su fantasía desde niña.
-Creo que el destino tiene su forma de hacer las cosas -contestó diplomáticamente-. Siempre que había algún acto especial, Gonzalo estaba fuera estudiando. Cuando tu padre preparó la ceremonia de desposorio, también, así que no hubo oportunidad. Vamos dentro. Estarás cansada del viaje.
Aquello no contestaba a su pregunta. Paula se quedó sin saber a quién habría elegido Pedro si hubiera podido. Él tenía razón, no eran diferentes, se dijo irritada. En la limusina, ella se había dado cuenta de que su viejo amor por Pedro renacía. Ya de niña solo le había gustado él y siempre había querido ser correspondida. Con asombro, descubrió que de mujer seguía queriendo lo mismo, pero con más intensidad. Quería que la mirara y la abrazara. Solo pensarlo hizo que sintiera un escalofrío.
-¿Pasa algo, Carla? -preguntó Pedro preocupado.
-No, toda va bien, pero, sí, estoy un poco cansada -contestó sintiendo que su sueño se desvanecía al oír el nombre de su hermana.
Agradeció la excusa para poder estar sola en su habitación. Lo primero era llamar a Carla y decirle que aquello no iba a funcionar. ¿Cómo iba a convencer a Pedro, haciéndose pasar por Carla, de que no podía casarse con él si era lo que estaba empezando a temer que deseaba Paula?
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