Por la mañana llamó a su contratista favorito, un ambicioso y brillante joven llamado Marcos, y le pidió que se encontrase con él en la casa O’Brian.
–Esta mañana no puedo.
–Tiene que ser esta mañana –insistió Pedro.
–¿Por qué tanta prisa?
–Porque tengo este proyecto entre manos desde hace mucho tiempo y quiero que conozcas a la nueva directora.
–Muy bien, de acuerdo. ¿A qué hora nos vemos allí?
–Dentro de una hora.
Cuando Pedro llegó a la casa, allí estaba el Smart de Paula, pero no había ningún otro coche. Y la razón por la que había llamado a Marcos era, básicamente, para no estar a solas con ella. Respirando profundamente, tomó la carpeta de información que había reunido para Paula y subió los escalones del porche. Tenía la angustiosa impresión de que era un hombre dirigiéndose hacia su destino.
Paula paseaba por la casa O’Brian, pensativa. El día anterior le había parecido preciosa y llena de promesas. Aquella mañana, con el cuaderno en la mano, le parecía un proyecto lleno de dificultades. Como su encuentro con Pedro. Se habían besado. No había sido un beso apasionado. De hecho, había sido algo casi platónico. Un roce más que un beso. Pero la ternura de sus labios había despertado en ella algo que estaba dormido. ¿Sería la esperanza? ¿La esperanza de que hubiera un hombre decente en el mundo? ¿La esperanza de poder confiar otra vez? Pero él había mentido sobre sus razones para ir a verla. ¡Y ésa no era una buena base para una relación!
–No tengo una relación con Pedro –se dijo a sí misma. Pero su voz hizo eco en la casa vacía.
Aunque Pedro no había mentido exactamente. Sólo omitió contarle que Valentina lo había llamado por teléfono. Pero no había sido idea suya ir a verla… no había querido que trabajasen juntos en la casa O’Brian. En realidad, debería estar furiosa con él.
–Debería haberle dado una bofetada. Y quizá lo haré la próxima vez que le vea.
Ella no era una mujer apasionada ni dada a arranques de temperamento. Por otro lado, seguía intentando descubrir quién era. Quizá era una de esas mujeres que podían abofetear a un hombre y volverle la cara. Desagraciadamente, esa idea la hizo reír. Tenía treinta y ocho años y estaba riéndose como una colegiala pensando que iba a darle una torta a Pedro. Era una persona diferente a la que había sido el día anterior. Antes de que ese maldito beso lo estropease todo.
–Concéntrate –se dijo a sí misma, percatándose de que estaba adquiriendo el hábito de hablar sola. Desgraciadamente, eso decía de ella mucho más que la bofetada. Era una excéntrica, una solitaria. Era lógico que se entendiera tan bien con Diana Housewell…
–¿Paula?
Ella se quedó inmóvil. ¿Estaba preparada para verlo de nuevo? Era una bobada querer esconderse en un armario, desde luego. Además, no serviría de nada.
–¡Estoy arriba! –gritó, estirándose la falda.
Lamentaba ahora que el traje fuera tan sencillo: una falda gris con rebeca a juego y zapatos planos. No era un atuendo adecuado ni para un beso ni para una bofetada… aunque quizá sí lo era para alguien escondido en un armario. «No mires sus labios», pensó, mientras oía sus pasos por la escalera. Pero cuando Pedro entró en la habitación, lo primero que hizo fue mirar sus labios. Eran unos labios muy sensuales y… Pero no podía pensar en eso. Podía pensar en cualquier cosa menos en eso.
–Buenos días.
–Hola, Paula.
Su voz era tan masculina, tan profunda, tan sensual. «Deja de pensar tonterías».
–Se me había olvidado…
–¿Qué te parece si…?
Los dos habían empezado a hablar a la vez y se echaron a reír, incómodos. Paula, que estaba mirando sus zapatos, levantó la cabeza y… ¡Pedro estaba mirando sus labios! Y en aquel momento lo último que se le ocurriría era abofetearlo. Incluso si volvía a besarla.
Me encanta esta pareja!
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