jueves, 1 de octubre de 2020

El Millonario: Capítulo 25

 No se dió cuenta de que estaba llorando hasta que sintió el sabor salado de las lágrimas. Y esta vez Pedro no vaciló. Antes de que se diera cuenta, estaba entre sus brazos, esos brazos tan fuertes. Y él acariciaba su pelo, su espalda.


-Paula, cariño, no pasa nada. Todo va a salir bien.


Siguió diciéndole esas cosas mientras ella lloraba como había llorado tantas veces delante de sus amigas. Cuando su padre la abandonó, cuando descubrió que Fernando tenía una amante. Pero, por alguna razón, viniendo de aquel hombre, se encontró a sí misma esperando que todo eso fuera verdad.


-¿Mejor? -preguntó Pedro unos minutos después, dándole un beso en la frente.


-Sí, mejor -suspiró ella-. Perdona, pero...


-No tienes que pedir perdón. Es normal.


-Gracias.


-¿Por qué?


-Por estar ahí. Por ser el primer hombre que no sale corriendo cuando las cosas se ponen feas.


Pedro asintió con la cabeza, como si la entendiera, como si supiera por lo que estaba pasando. Pero no dijo nada. 


-Mira qué hora es -dijo Paula entonces-. Lo siento, no me había dado cuenta. Venga, vete, es muy tarde.


-¿Estás segura?


-Sí, estoy segura. Nos vemos mañana.


«Te veré el día siguiente, y el otro y el otro». Pero ¿Lo vería después? ¿Volvería a verlo cuando hubiese terminado el trabajo? No tenía ni idea. Pero las cosas en su vida estaban progresando y empezaba a creer que podía contar consigo misma. Paula volvió a mirar El gran azul. El retrato era ambiguo, borroso... y azul. Y muy triste. Entonces lo quitó del caballete y lo dejó en el suelo. Era hora de empezar uno nuevo. 




El verano había llegado en todo su esplendor. Pedro apagó la sierra mecánica un momento para pasarse una mano por la cara. Le dolía la espalda y sentía como si se hubiera roto los nudillos veinte veces. Y daría una buena porción de su cuenta bancaria por una ducha fría. Pero la ducha podía esperar porque tenía una misión. Se secó las manos en los vaqueros y se puso la camiseta, que se había quitado para trabajar, mientras iba hacia la casa. Ver a Paula llorar la noche anterior le había hecho un nudo en el estómago. Su deseo de ayudarla, de consolarla, lo había sorprendido de un modo inesperado. Tanto, que había llegado a trabajar al día siguiente antes de que ella se hubiera levantado, y llevaba seis horas desbrozando sin parar. Era lo mínimo que podía hacer por ella, encontrar esa salida a la playa que le hacía tanta ilusión.


-¿Paula?


-¿Sí?


-¿Estás lista para comer?


-Voy enseguida -contestó ella-. Hoy has estado muy calladito, ¿No?


-Sí, bueno...


Pedro se acercó a ver el cuadro y comprobó que no estaba. En su lugar había otra tela pintada en un tono más fuerte, tan brillante, que era casi cegadora. Cuando miró a Paula, no sabía por qué, le pareció más guapa que nunca. Iba despeinada, como siempre, y llevaba una camiseta blanca que destacaba el moreno que había empezado a adquirir su piel. Y unos pantalones cortos que dejaban al descubierto unas piernas estupendas... ¿Siempre había sido tan guapa?


-Perdona. ¿Tienes prisa por comer?


-No, no. Es que estaba pensando... espero que no te hayas depilado por mí.


-¿Qué?

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