martes, 13 de octubre de 2020

El Millonario: Capítulo 38

 Ella lo miró, pestañeando. Dispuesta, pero nerviosa. Como si fuera su primera vez. También él sentía como si fuera su primera vez. Porque sus sentimientos hacia Paula eran confusos, profundos y conflictivos. Se quedó allí, mirándola, sin saber qué hacer. Y entonces ella, sin dejar de mirarlo a los ojos, apartó las manos de sus hombros, se quitó el top azul sin decir nada y lo dejó caer al suelo. Pedro lo miró y miró también las uñas de sus pies, con manchitas de pintura azul. Cuando levantó la mirada, ella estaba sonriendo, invitadora. Una semana antes había deseado aquello más que nada en la vida, pero entonces Paula no era libre. Y ahora... Ahora ella estaba allí, abriéndose como un precioso regalo, sonriendo, deseándolo, y al final Pedro supo exactamente lo que debía hacer.



Paula despertó y notó enseguida el delicioso olor que llegaba de la cocina. Respiró profundamente y se estiró, soñolienta y feliz, sintiendo el roce sensual de las sábanas en su piel desnuda. ¿En su piel desnuda? Ella siempre dormía con braguitas. Entonces se incorporó, mirando alrededor... y recordó dónde estaba. Su dormitorio blanco, con el trozo de papel pintado desprendiéndose, había sido reemplazada por una habitación con paredes forradas de madera, iluminada sólo por una discreta lámpara. Enseguida vió la marca de una cabeza en la almohada, a su lado. Pasó la mano por ella cariñosamente. La marca de Pedro. Entonces se dejó caer sobre la cama de nuevo, estirándose todo lo que le era posible hasta ocupar la cama entera. Sonriendo, satisfecha. Sólo le gustaría poder darse una ducha... Cuando miró a la izquierda, vió un cuarto de baño. Luego, después de una rápida mirada hacia la puerta, corrió desnuda hacia allí. Suspiró bajo la ducha, recordando las horas pasadas entre los brazos de Pedro, besándolo, cerrando los ojos mientras él la besaba. Entonces notó un sabor salado y se dió cuenta de que estaba llorando, las lágrimas mezclándose con el agua. Pero estaba segura de que no lamentaba nada, sólo era la emoción. Había sufrido tanto después de la traición de Fernando, que pensó que nunca volvería a ser feliz.  Conocer a Pedro, sentirse atraída por él, enamorarse de él... y dejar de pensar en Fernando para siempre era algo nuevo, maravilloso. Un nuevo principio. Era libre. Libre para vivir como quisiera. Y lo primero que había hecho con su libertad era correr a los brazos de otro hombre. Se le cayó el jabón de las manos. «¿Cómo se te ha ocurrido? ¿No podías haber esperado unos días? El tiempo suficiente para saber si puedes seguir viviendo en Belvedere. No, porque eso podría haberme dado la excusa perfecta para salir corriendo, y necesitaba estar con él». Sin embargo, sabía que Pedro aún no se quería lo suficiente a sí mismo como para confiar del todo en otra persona.


-Sí, bueno, esta vez por lo menos sé eso. Estoy advertida, así que, pase lo que pase, no me pillará por sorpresa.


Suspirando, salió de la ducha y se secó vigorosamente con la toalla. Luego se vistió y, como si estuviera caminando por la plancha, se dirigió a la cocina. Pedro tenía el pelo mojado y llevaba unos vaqueros caídos de cintura y la camisa gris con la que le había abierto la puerta. Y estaba guapísimo. El David de Miguel Ángel no podía compararse con él.


-Hola, Pedro.


-Hola -la saludó él, levantando la mirada.


Paula carraspeó, nerviosa. Como todas las mujeres de su generación, había visto todos los episodios de Sexo en Nueva York y aun así no sabía qué hacer.


-¿Tienes hambre? -le preguntó él, con toda naturalidad.


-Sí, la verdad es que sí.


-Pues siéntate -dijo Pedro, señalando los taburetes que había frente a la encimera de mármol negro-. Estos calamares los he pescado yo mismo.


-¿En serio?


-Sí, ya te dije que desde el muelle se pescaban unos calamares estupendos.


Pedro tenía una sonrisa en los labios. Parecía feliz de tenerla allí. Estaba cocinando para ella. De modo que se quedaría. Hasta que llegase el momento. O para siempre.  ¿Para siempre? Paula cerró los ojos un momento. Porque acababa de descubrir que no había ido a su casa sólo para hacer el amor. Había ido porque estaba enamorada de Pedro. Estaba enamorada de él. Después de cenar, entre sus brazos de nuevo, en la cama, sólo podía pensar en el brillo de intimidad que había en sus ojos mientras cenaban juntos. Un brillo que le decía que no iba a irse, que no iba a desaparecer. Paula se quedó plácidamente dormida mientras las palabras «te quiero» aparecían en su mente como movidas por las olas. 


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