Paula se encogió de hombros.
-Al final, eso no importa nada. Además, el que compre esos cuadros no estará interesado en saberlo. Lo que importa es el placer que sienta al colgar esos cuadros en su casa.
-Pero yo pensé que esta serie era... especial. Esa noche, cuando viste tu cara, lloraste como una niña y pensé...
-¡Estoy en la ruina, Pedro! -exclamó Paula entonces.
Él puso cara de susto. Pero no tenía derecho a hacerla sentir culpable por vender su trabajo.
-Si no vendo esos cuadros, tendré que irme de aquí y no quiero que eso pase. Es así de sencillo. Puede que no te hayas dado cuenta, pero soy una artista más o menos famosa y he ganado mucho dinero con mis cuadros... pero sólo en los últimos dos años. Y fue entonces cuando Fernando buscó otra mujer porque pensó que yo ya no le necesitaba. He seguido pagando lahipoteca como he podido, pero no le he pedido un céntimo a mi ex marido. Y, considerando que no he vendido un solo cuadro en casi un año, digamos que las cosas no me van muy bien.
Pedro tragó saliva.
-¿Y si vendes esos cuadros ganarás lo suficiente para seguir viviendo en Belvedere?
Paula se encogió de hombros.
-¿Quién sabe? Pero ahora mismo, con mis muebles, con ese fabuloso paisaje que, gracias a tí, puedo ver desde mi ventana, estoy dispuesta a hacer lo que tenga que hacer para conservar esta casa. Incluyendo dejar que esos cuadritos de nada salgan al mercado con mi firma. ¡Así que deja de mirarme con esa cara y deséame suerte!
«Hazlo», pensó. «Deséame suerte. Dilo porque, a pesar de tus problemas y tu determinación de no dejar que nada te afecte, yo sé que tú también quieres que me quede».
-Buena suerte -dijo Pedro, colocándose El gran azul bajo el brazo-. ¿Nos vemos mañana?
-Sí, eso me gustaría mucho.
El sol se había puesto y su rostro estaba en sombras, de modo que Paula no pudo ver lo que había detrás de esos ojos pardos mientras se alejaba hacia la puerta.
Poco después de que Pedro se hubiera ido, Paula recibió el sobre que había estado esperando. La razón por la que dejaba la puerta de la entrada abierta todos los días. La razón por la que el teléfono siempre estaba encima de su mesa de trabajo. Mientras miraba los papeles que le había enviado su abogado para confirmar la finalización del divorcio, por primera vez en su vida sintió que estaba sola. Soltera. Libre. Tenía la impresión de que podía ser tan espontánea como quisiera, que podía correr por la casa desnuda o ponerse a hacer el pino si le daba la gana. O comerse la pasta del día anterior directamente de la nevera, sin calentarla en el microondas. Por primera vez en su vida podía hacer lo que quería hacer. Y eso hizo. Veinte minutos después estaba en el jeep, subiendo la cuesta que llevaba hasta la casa de Pedro. Habría llegado allí en diez minutos, pero había tenido que buscar su dirección. No estaba en la guía y la ferretería de su primo Ariel estaba cerrada, de modo que tuvo que llamar a Laura. Ella conocía a un chico que conocía a una chica que conocía a un tipo cuyo padre era buen amigo de los Alfonso. Y allí estaba. ¿Qué habría al final de esa cuesta, una caravana, una cabaña, una casa medio derruida que él estaría renovando con sus propias manos? Pero no, no había nada de eso. Lo que vio la dejó sin aliento. A la derecha, una pista de tenis inmaculada. A la izquierda, una piscina cubierta con techo de cristal y un muelle de madera que llevaba hasta una casa magnífica rodeada de buganvillas y sauces sobre el acantilado. ¿Ésa era la casa de Pedro Alfonso? Mientras apagaba las luces del jeep, vió un porche que daba la vuelta a la casa. Un porche lleno de flores y plantas bien cuidadas. Olía de maravilla, a flores, a tierra recién regada. Y a veinte metros de la casa, una pendiente de hierba que llevaba directamente hasta la playa. Ella había pensado que la vista desde Belvedere era fabulosa, pero aquello... aquello era un paraíso. Y debía de valer una fortuna.
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